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Nicolás GuillénEl Guillén que debemos tener

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En una isla, mil veces nombrada la isla de la poesía, nada resultaría más elogioso que ser el poeta nacional, pero a su vez nada resultaría más terrible que ser el poeta nacional. Sobre nuestro Nicolás Guillén ha pesado esa espada de Damocles. Es por ello que hoy, a un siglo y una década de su nacimiento, todo homenaje resulta a mi juicio una reivindicación. Cuando digo que nada resultaría más terrible, pienso en el eterno cuestionamiento, digno o indigno, que pudieran hacer el resto de los poetas; pienso que Guillén es Cuba, pero que Cuba no se agota con Guillén; pienso, en fin, como poeta que soy, que todo tiempo, que toda nueva realidad y entraña de un país, tiene su nuevo poeta nacional. Ha llegado la hora a mi juicio de redimensionar la figura de Guillén. Con Martí (y acaso con Heredia un tanto) ha comenzado, si se me concede la metáfora, el misterio de la encarnación o el milagro de la resurrección. Han dejado de ser mármol para ser carne; han dejado de ser letra muerta para ser palabra viva. Pero con Guillén ha tardado y tarda. Aunque esto, amigos, también resulta comprensible. Imaginen que a la entrada de los hoteles y los bancos; a la entrada de las escuelas y los centrales azucareros; a la entrada de los cines, los teatros, los correos; a la entrada de los mercados agropecuarios y las tiendas de moneda convertible; a la entrada, en fin, de todas las casas, hagan escribir este poema:

Cuando me veo y toco
yo, Juan sin Nada no más ayer,
y hoy Juan con Todo,
y hoy con todo,
vuelvo los ojos, miro,
me veo y toco
y me pregunto cómo ha podido ser.

Tengo, vamos a ver,
tengo el gusto de andar por mi país,
dueño de cuanto hay en él,
mirando bien de cerca lo que antes
no tuve ni podía tener.
Zafra puedo decir,
monte puedo decir,
ciudad decir,
ejército decir,
ya míos para siempre y tuyos, nuestros,
y un ancho resplandor
de rayo, estrella, flor.

Tengo, vamos a ver,
tengo el gusto de ir
yo, campesino, obrero, gente simple,
tengo el gusto de ir
(es un ejemplo)
a un banco y hablar con el administrador,
no en inglés,
no en señor,
sino decirle compañero como se dice en español.

(...)

Tengo, vamos a ver,
que ya aprendí a leer,
a contar,
tengo que ya aprendí a escribir
y a pensar
y a reír.
Tengo que ya tengo
dónde trabajar
y ganar
lo que me tengo que comer.
Tengo, vamos a ver,
tengo lo que tenía que tener.1

Por eso tarda y tardará que se instaure una nueva mirada sobre la obra de Guillén. Su diálogo con esta realidad es otro, su diálogo con esta realidad asusta. Pocas ruedas dentadas se mueven para mostrar su poesía como poesía ejemplar, porque muy cerca se encuentra la joven poesía cubana de la poética guilleniana y conviene al poder no delatar ese vínculo de estirpe. La crítica social y el sondeo en el ser cubano son herencia guilleniana. Los jóvenes poetas cubanos no lo asumen así, aunque ellos resultan paradójicamente sus más genuinos continuadores. No son culpables si conviene al poder eternizar el llamado pintoresquismo, dígase negrismo y afrocubanismo, de Guillén. La crítica que juzgó epidérmica la poesía guilleniana lo hizo precisamente de forma epidérmica. El poder se ha encargado de mantenerlo así: un Guillén de cáscara, un Guillén sin la cubana entraña. A pesar de ello, en la duodécima lección de Lo cubano en la poesía, Cintio Vitier ofrece el punto neurálgico de la poesía guilleniana, y con ello la gran reivindicación de la misma:

La gloria de primer poeta de la raza negra o mulata en Cuba no se le puede discutir. Sin embargo, a pesar de su porfiado africanismo recurrente, yo entiendo que lo mejor de Guillén no es lo calificadamente negro o mulato de su obra, sino lo específica y libremente cubano.

(...) No estoy negando la influencia obvia del mestizaje en nuestro carácter, sino señalando que hay otro plano, ni blanco ni negro ni mestizo, donde el blanco, el negro y el mestizo verifican su cubanidad. Esa zona no racial, aunque sí profundamente popular, es la que toca Guillén, no obstante sus convicciones racistas (o antirracistas, da lo mismo), en los momentos más altos de su poesía. Entonces no es el poeta negro o mulato, sino el poeta cubano tocando una cuerda que nos hace vibrar a todos. Esa cuerda es el son liberado de sus amarras ancestrales y telúricas, el suave son por donde cruza, como él mismo dice “la paloma de vuelo popular”.2

Hay que descubrir entonces un nuevo son; una poesía de misión, porque sobre nosotros cruza también una paloma, casi agónica. Perdonen ustedes, amigos, la acidez de mi alabanza, lo reclamador de mi homenaje a un poeta que no alcanzó a vivir la Cuba de los 90 ni la Cuba del nuevo milenio. Hubiera podido decir que me complace “un largo lagarto verde / con ojos de piedra y agua”, pero sería traicionarlo como lo han traicionado. Sería no tener el Guillén que debemos tener. Prefiero aquella imagen que, desde “las bellezas del físico mundo / los horrores del mundo moral” dados por Heredia, alcanza su mejor definición en la estrofa de Guillén:

Mi patria es dulce por fuera
y muy amarga por dentro;
mi patria es dulce por fuera,
con su verde primavera,
con su verde primavera,
y un sol de hiel en el centro.3

 

Notas

  1. Nicolás Guillén: “Tengo”, en Antología mayor, Editorial Pueblo y Educación, 1990. p. 214.
  2. Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Editorial Letras Cubanas, 1998. p. 307.
  3. Nicolás Guillén: “Mi patria es dulce por fuera”, en Antología mayor, Editorial Pueblo y Educación, 1990. p. 102.