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Tres recuerdos de mi vecino El Hombre sin Cabeza

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  • Ismael Escorcia Medina, El Hombre sin Cabeza, personaje tradicional del Carnaval de Barranquilla.
  • El Hombre sin Cabeza en cada nueva carnestolenda modifica detalles o agrega acompañantes a su personaje.
  • El personaje ya se acerca a las seis décadas de haberse convertido en uno de los actores imprescindibles del Carnaval de Barranquilla.

I

El primer machetazo que lanzó el hombre no hizo rodar por fortuna ninguna de las cabezas de los presentes en aquella terraza amplia, pero si provocó más de un ¡ay! y un reguero de sonrisas diversas entre las mujeres que allí se encontraban, incluida mi madre: nerviosas unas, estruendosas otras que llegaban hasta la carcajada. Yo pude contemplar la escena desde un ángulo privilegiado, porque había alcanzado a entrar a la casa antes de que el personaje irrumpiera en aquella tarde naciente y fresca de febrero y, desde la ventana de madera pintada de amarillo de la sala, lograba ver lo que ocurría: la figura de tamaño y torso desproporcionados bailando de un lado para otro, el cuello y la camisa ensangrentados, la cabeza grande en una mano, el machete de madera pulida en la otra.

Otros niños del vecindario no habían contado con la misma fortuna y debieron resignarse, entre gritos y pataleos de asustados, a ser levantados en volandas por los adultos del sector para que, con una fruición y maldad muy bien fingidas, el hombre les pasara el machete por el cuello o acercara la cabeza gigante y ensangrentada hasta sus mismísimas caras, bañadas por el llanto incontrolable que a temprana edad produce el terror.

La escena se repitió tantas veces en la carrera 8 del barrio El Santuario, en el sur de Barranquilla, que los niños que al principio nos asustábamos fuimos creciendo a la par de ésta y terminamos por familiarizarnos con la aparición puntual del personaje, la que siempre ocurría justo cuando el calendario de la ciudad entera señalaba que se acercaba el desmadre de las fiestas del Carnaval. El miedo de las primeras ocasiones de nuestra infancia fue dando paso a la admiración por la perfección de la puesta en escena y por el colorido y la sorpresa que cada nuevo sábado de Carnaval aumentaba. Entonces, los ojos que ayer lloraban de susto comenzaron a extasiarse con los colores y las formas, a admirar el detalle, a celebrar la ocurrencia. Ello se debía a que El Hombre sin Cabeza (así le decíamos, y nunca El Descabezado, menos el Cabeza Mocha, ni pensar El Decapitado) en cada nueva carnestolenda modificaba detalles o agregaba acompañantes a su personaje, lo que sorprendía a esos espectadores privilegiados que éramos los vecinos del padre de esas criaturas, los primeros en verlos de manera invariable. Recuerdo, como si lo estuviera viendo, que cuando no era la cabeza descomunal y la vestimenta del personaje de moda ese año (que podría ser El Pibe Valderrama, Édgar Rentería o Pedro el Escamoso), era la Mujer o el Niño sin Cabeza, la camisa de dacrón blanca o rosada que había dado paso al vestido entero o monstruos de formas y colores extravagantes pero perfectamente concebidos, a los que la imaginación fértil característica de su creador les había dado forma.

Era la manera de operar del señor Ismael Escorcia Medina, el señor Ismael, como nos enseñó a llamarlo mi madre cuando nos mandaba a mis hermanos o a mí a comprar carbón en la casa de éste, aledaña a la nuestra, y en la que él vivía con la señora Raquel Corrales, su esposa, y su hija Ledys. Era el vecino sencillo, amable y bonachón que los 361 días anteriores con sus noches saludaba con su nombre, pero que por obra y gracia del avieso Dios Momo se transformaba ese día en el personaje siniestro que iba por las calles de la ciudad los cuatro días de Carnaval, blandiendo el machete con que amenazaba hacerles a los transeúntes el acto del cual él había sido objeto: cercenar de un tajo la cabeza, y con ello revivir en la tranquila Barranquilla de hace unas décadas, a manera de farsa, el horror del corte de franela que otras regiones habían vivido en carne propia merced a la cruda violencia que se vivía en el país por la disputa partidista.

 

II

La Violencia (con mayúscula, para con algo de ingenuidad diferenciarla de la otra que hace largo tiempo es pan de cada día entre nosotros) es, sin duda, la razón a la que se le debe dar mayor peso a la hora de hablar de la génesis del celebrado disfraz de Carnaval de mi vecino el señor Ismael. La vio con ojos de niño asombrado en ese Calamar de los años treinta que fue su cuna, y el cual la única tinta que despedía era la sangre de los cuerpos mutilados que eran arrastrados por la corriente del río; y la sintió muy de cerca también cuando su propio abuelo fue asesinado por tomar abierto partido en favor de los liberales. Y oyó, cómo no, su rumor en las historias que como buen caribe le contaban su padre y los amigos de éste, en las que una noche podía salir el burro sin cabeza y otros La llorona loca.

Pero ojos y oídos que hayan contemplado los estragos y percibido el estrépito de la violencia hay de sobra en Colombia, se dirá con razón. Sin embargo, si se hiciera una relación de éstos, se terminaría por concluir que no son muchos los que logran sumar a los sentidos mencionados el hecho de tener vocaciones indeclinables de artesano y de gozón inveterado, que serían en últimas las que llevaron a mi vecino a darle forma al personaje que ya se acerca a las seis décadas de haberse convertido en uno de los actores imprescindibles del Carnaval de Barranquilla. Arriesgo a pensar que fue en cualquiera de los días de su juventud, ya radicado en la apacible Barranquilla de entonces y viendo cómo las calles de la ciudad se llenaban de endriagos, travestidos y hombres metamorfoseados en animal, cuando pensó que, si quería hacer parte de la fiesta, a él no le quedaba sino la opción de alegorizar sobre la endémica violencia y así restarle su parte terrible o volverla ingenio y gracia a través de las hábiles manos que heredó de su padre y de la imaginación fecunda a la que factores encontrados acicatearon desde su tierna infancia.

Con seguridad, ocurrió así: a semejanza del personaje de “Las ruinas circulares”, aquel cuento de Borges en que un hombre se propone soñar a otro “con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”, el señor Ismael fue dándole forma, con “naturaleza dialéctica”, al Hombre sin Cabeza. Primero pensó en el cuerpo, al que debían agigantar los zapatos grandes y coloridos; después en el armazón de varillas y alambre relleno de esponja que constituiría el torso ancho, al que cubriría una camisa de talla grande; tampoco podría faltar el muñón del cuello de cartón y lana teñidos de pintura roja para parecer siempre recién separado de la cabeza; y ésta, que tenía que ir colgando de una mano, pues en la otra va el machete con que busca vengar su muerte por los siglos de los siglos, la fabricaría en polietileno extendido y papel maché pintado, con pómulos abultados, grande y con una instalación interna para hacer prender los ojos desorbitados y que así éstos no dejaran de mirar y asustar con su dolor al parroquiano ocasional que se le cruzara en el camino, por el que El Hombre sin Cabeza debía ir dando tumbos sin caer.

La historiografía de nuestras fiestas registra que la fantasía delirante del señor Ismael ha calado de tal forma en la retina del ojo carnavalero, que hoy en día ya no se conciben estas festividades sin la presencia de El Hombre sin Cabeza (se cumplió así, me atrevo a confesar, una especie de vaticinio mío, porque, desde niño, jugando con las palabras de la jerga barranquillera, decía en mi familia que él era el “sin-bolo” del Carnaval). Y cuando los achaques propios de la edad le impidieron al señor Ismael integrarse a los desfiles de La Batalla de Flores, de La Gran Parada, de La Conquista o simplemente echarse a andar por las calles de esa Barranquilla que lo adoptó desde bien temprano, y que son el escenario donde El Hombre sin Cabeza parecía estar siempre a punto de desvanecerse, la figura atemorizante del hombre decapitado nunca se ausentó, pues el lugar de nuestro vecino fue tomado por su hijo Wilfrido Escorcia Salas y su nieto Wilfrido Escorcia Camargo, quienes hasta hoy, cuando trato de darles una forma digna a estos recuerdos, mantienen la tradición familiar de amenazar a los gozones con dejarlos sin cabeza si no les dan unas cuantas monedas. Es tanto el reconocimiento ganado a pulso (o a machete, para decirlo con mayor precisión) por este personaje que, en el período pasado, el Concejo de Barranquilla exaltó a su creador y le hizo entrega de la Medalla Barrancas de San Nicolás y, por otro lado, el primero de los Escorcia en la línea de sucesión del sarcasmo y la befa fue nombrado Rey Momo 2009 por la Fundación Carnaval de Barranquilla.

 

III

En aras de la verdad, debo decir en este punto de mi relato que, definitivamente, yo no tengo alma de investigador cultural y no me interesan esos detalles, por muy relevantes que pudieran ser. Lo mío es la nostalgia incurable: por mi memoria desfilan, como en una película, muchas imágenes en las que veo al señor Ismael posesionado hasta en los más mínimos detalles de su papel de El Hombre sin Cabeza. En esos recuerdos siempre es febrero y hay una brisa que sopla juguetona y mueve las hojas de los árboles del frente de mi casa, levanta las faldas de las muchachas, despeina sus melenas, refresca la vida. Por la carrera 8 de mis añoranzas lo veo venir un sábado de Carnaval, en busca de las calles que lo lleven, temprano y de modo más expedito, al desfile inaugural de las fiestas. Pero antes se va acercando alternativamente a una y otra casa de sus vecinos. Algunos niños corren a esconderse aterrorizados debajo de las camas, pero la mayoría de la espontánea concurrencia que lo rodea celebra gozosa y siente orgullo de vivir muy cerca a este actor de primer orden de las fiestas en las que la ciudadanía en general hace y deshace con apego a las leyes de un Momo que lleva sus sarcasmos, burlas y agudeza paródica a un nivel muy alto, y del que casi nadie se quiere sustraer.

Reparo, para corroborar esta idea, en el ejemplo andante que en mi memoria viene trastabillando antes de llegar al frente de mi casa, en donde lo veo con nitidez saludar a los presentes, conocidos suyos de todos los días. Es un hombre al que alguien, pongamos por caso un enemigo político, le cercenó la cabeza de un machetazo y lo obligó a peregrinar por la vida con ella en la mano y con una insaciable sed de venganza que no calman el ron blanco, el guandolo, la cerveza ni el refresco que le brindan los que con él se topan; tampoco las monedas sudadas o los billetes arrugados que a manera de óbolo le dan quienes honran y celebran su creatividad, logran traer la paz para su ánima y su cuerpo atormentado.

Por eso, entre las postales del Carnaval que con el paso de los años he comenzado a echar de menos están, por supuesto, las puntuales irrupciones que El Hombre sin Cabeza hacía cada sábado de esa festiva época a las terrazas de nuestras casas del barrio El Santuario, de donde me mudé hace un tiempo. Ni siquiera el mismo Bando que se acostumbra a leer para dar inicio a la jarana, tenían como éstas el poder de sugerirnos que ese “derecho a volverse loco” de que habla García Márquez podía empezar a ejercerse sin ninguna restricción. Su llegada al convite eterno que se celebra en estos espacios amplios e ideales para estrechar lazos de fraternidad, era el ábrete sésamo del derroche de aquella parte del mundo, el santo y seña de los bailadores, los tomadores (de licor y de pelo), los rebuscones y las amas de casa que durante cuatro días no tenían por qué preocuparse de los oficios, pues ya estaba establecido que cuando el decapitado más jocoso de toda la historia de la infamia aparecía, ellas podían salir e integrarse al jolgorio de la urbe entera.

**

Volví a ver al señor Ismael, su creador, en febrero de 2005, cuando el periodista Fabio Ortiz Ribón lanzó en la Casa del Carnaval el libro El Descabezado en el Carnaval de Barranquilla, que relata el periplo que este personaje ha recorrido en estas fiestas. Conversamos largo rato antes de que lo llamaran a la mesa principal, y cada uno dio rienda suelta a su propia nostalgia y a la felicidad de reencontrarse recordando los gratos e inolvidables momentos que su caracterización hacía vivir a la vecindad de ese barrio de nombre faulkneriano. Por momentos, sólo nuestras voces y carcajadas se escuchaban en el recinto. Sin el disfraz puesto, pude comprobar que, si se le quitaran los estragos que los años le han causado en la piel, seguiría siendo el mismo vecino de recia estampa, nariz encorvada y bigote espeso que nos atendía cuando de niños íbamos a comprar carbón a su casa.

Hace poco tuve otra vez noticias suyas: en uno de los paliques dominicales que sin falta sostengo con mi padre, me enteré de que había sido víctima de un atraco en la propia puerta de su casa. Al parecer se trató de uno de los típicos casos de fleteo que vienen ocurriendo a diario en la ciudad. Dos delincuentes, que tal vez en su infancia se echaban a correr para esconderse debajo de la cama cuando lo veían venir ataviado con su terrorífico disfraz de Hombre sin Cabeza, lo habían seguido desde cuando retiró en una entidad bancaria la mesada de tranquilo jubilado que recibe, y antes de que pudiera poner un pie dentro de su hogar, lo encañonaron y lo obligaron a entregarles el dinero.

—Cuando vi que uno de los tipos llevaba una pistola, tuve miedo de que me dispararan y les di la plata sin pensarlo ni una vez —me dijo mi padre que le contó sin aspavientos.

Esa reacción, las señas de la vida apacible que siempre le he conocido y la forma lúcida en que lo escuché expresarse ante quienes nos dimos cita en el evento de aquella noche en que habló de su vida y la de su personaje, y en la que le llovieron elogios a los que él respondía con proverbial humildad, me dan a entender que el señor Ismael es un hombre de esos que, ni siquiera en las circunstancias más extremas, pierden la cabeza.