Parece ser que en estos tiempos de navegar sin velas hace bastante falta zarandear conciencias o modorras miméticas artísticas, como en esta ¡Explosión! El legado de Jackson Pollock, exposición que en la Fundación Miró podremos contemplar en Barcelona hasta el 24 de febrero de 2013.
Aquí, el asombro o la curiosidad, la reflexión o la fascinación, el descreimiento o la escenografía, la tramoya, la trasgresión medida o lo espontáneo muy bien calculado, la ironía gruesa o fina, no deja indiferente, ya sea con obras donde la micción albina de Andy Warhol oxida superficies con un guiño metálico en pigmentos cansados, mientras que Kazuo Shiraga bajo un circense redoble pinta colgado de cuerdas masajeando matices sobre la blanca tela, y Shozo Shimamoto se convierte en lanzador, no de cuchillos, en este espectáculo visual, sino de botellas de vidrio llenas de pinturas como si fueran cócteles molotov mientras que Niki de Saint Phalle perpetra, con alevosía, asesinatos incruentos, “contra la sociedad, la política, la iglesia y los hombres”, según su propia explicación, como una acción simbólica, disparando con entrenada precisión, contra globos de pintura y capas de yeso, sobre tableros que ella misma concienzudamente prepara.
O, acaso, los sinuosos pinceles de los cuerpos desnudos en movimiento de las modelos que Yves Klein utiliza para inmortalizarse... Y así.
Hay allí creaciones de Yoko Ono y de Herman Nitsch, de Ángels Ribé y Günter Uecker, de Fujiko Shiraga y de algunos más, hasta completar las 68 obras de los 35 creadores que conforman esta fiesta, cuyo maestro de ceremonias, o comisario de la misma, Magnus af Petersens, explica lo que muchos ya sabemos: que estos artistas que la componen “daban” —o dan— “más valor al acto de crear que a la obra en sí”, siguiendo de alguna forma el itinerario marcado por la figura culminante del expresionismo abstracto: Jackson Pollock, al que esta selección rinde homenaje. La exposición se centra desde los años 50 hasta los 70, con el artífice del tan celebrado y reconocido drip como abanderado de un movimiento iniciado poco después de la Segunda Guerra Mundial, que es cuando verdaderamente “se produjo la explosión y se amplió el concepto del arte, no como un ataque o agresión a la pintura, como pensaban muchos, sino como agresión al stablishment existente”. En épocas de desánimo como la de ahora mismo, este espectáculo visual no deja en cierto modo de constituirse en una metáfora de lo que actualmente sucede en nuestra sociedad y que nos parece, fuera del juego serio de las innovaciones de esos años, tan cercano en el tiempo; tan inquietantemente repetido...
De Jackson Pollock se sabe casi todo; este hombre del Oeste nacido en Cody (Wyoming), instalado en Nueva York, mediocre estudiante en la Art Students League bajo las enseñanzas de Thomas Benton. Atraído en principio por el muralismo mexicano, la contemplación del Guernica en el Moma neoyorquino, días, semanas y meses en que lo contemplaba sin pestañear, y donde se esfuerza por metabolizar la pintura de un creador como Picasso al tiempo que lo niega e intenta desprenderse de esa obsesión que la obra del genio malagueño le produce. Con la guerra y la llegada de artistas que buscan refugio en Nueva York, en torno a la mecenas Peggy Guggenheim, con la que se produce el famoso encuentro tantas veces comentado, su unión con la pintora Lee Krasner, sus cuadros que se pueblan de referentes y mezclas de autores como Miró, Masson, Hofmann, entre otros, o el cubismo picassiano. Es el año de 1943, época de cuadros como La Loba o los Totems... Hasta la explosión de las superestructuras imaginativas y geniales como esa Catedral que se alza en 1947 mediante la aplicación directa de la pintura al esmalte, inclinado sobre el lienzo extendido en el suelo, que le proporcionaría una dimensión metafísica llevándolo a él y a su obra cada vez más arriba, en una monumental escalada de un período de casi diez años que aún nos produce vértigo y asombro. Fue un cortísimo espacio en el que sus creaciones tejen una malla de profunda organicidad, redes, chorreos, tramas que se entrecruzan desafiando al tiempo, manchas, salpicaduras que se amoldan a la vehemencia del gesto y la pasión, de la concentración y de la idea, que se agotan en sí y agotan los motivos de este creador insólito, riguroso a su modo, que tuvo una corta existencia, inmerso en un infierno de dudas y de alcohol, algo que pudo dominar durante un período crucial para su vida y obra con la ayuda de su mujer Lee Krasner, con el apoyo del crítico Clement Greemberg, que sublimó su arte, pero al final no tuvo empacho en manifestar públicamente que Pollock había perdido su inspiración y, además, que el pintor era consciente de que la había perdido. Pollock murió a los 44 años en un accidente de automóvil mientras conducía en estado de embriaguez, perdido ya en su trama y en su trampa, aprisionado por la propia maraña que ya no deseaba repetir.
Pollock tuvo detractores y muy buenos exégetas que interpretaron los enmarañados itinerarios de sus líneas como si para ello hubieran entrado en la gruta sulfurosa de Cumas para consultar a la Sibila. No hay duda de que algunos de estos críticos han resultado ser frente a sus obras de todas formas bastante sibilinos. Henry Mc Bride, por ejemplo, después de la famosa exposición de este artista en 1949, que saludó con palabras como éstas: “Las salpicaduras son hermosas y están organizadas y por ello el resultado me gusta”, cuando anteriormente había dejado escrito algo así: “...como si la pintura hubiera sido lanzada contra el lienzo desde lejos y no toda ella hubiese aterrizado felizmente”. Otras contradicciones, otras mezclas de visiones distintas que se entrecruzan como la urdimbre de sus creaciones. Lo miro desde la óptica de Namuth, cuando lo retrata en actitud de entrega, inclinado o fundido con sus cuadros de grandes dimensiones, o lo veo reclinado en su viejo Ford o perdido en las fiestas balbuceadoras como sus goteos, y escucho sus palabras embriagadas: “Yo no soy un farsante, yo no soy un farsante”. Y pienso que hacen falta muestras de este tipo con artistas atormentados y valientes como Pollock, motivo central e inexcusable, que animen este mustio collado donde casi todo parece intercambiable como los cromos, salvo excepciones honrosas que en las cavernas o en el subsuelo indiferente siguen creyendo en lo que crean con voluntad, firmeza y vocación, dignas de apoyo y admiración; dignas de amor, dignas de elogio.