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Gustavo Adolfo Bécquer. Retrato por su hermano Valeriano Domínguez Bécquer (1856)
Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer por su hermano Valeriano Domínguez Bécquer (1856).
Gustavo Adolfo Bécquer (IV)
En contra de mi interés

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Aquel día salí por la mañana muy temprano. Puse en la mochila un par de bocadillos, y metí una botella de agua. Con el peso en la espalda me sentí libre e ilusionado. Volví a visitar el monasterio de Veruela, me encantaba caminar solo por allí, y luego me dirigí a Trasmoz. Llevaba fotos de la época de Bécquer. Nada se parecía a lo retratado. En el pueblecito, cerca del castillo, busqué un lugar tranquilo, agreste, y me senté a descansar un rato antes de emprender el camino de regreso. Aunque un poco tarde, encontré un restaurante solitario y entré a comer. Me apeteció un plato de caliente. Poco después, en tanto me reponía, comenzamos a charlar.

—A mí, querido Bécquer, me gustan los lugares solitarios y tranquilos. Por desgracia seguimos siendo un país ruidoso y vocinglero; e ir a comer o cenar a un restaurante es para terminar con dolor de cabeza: todo el mundo habla al mismo tiempo, eleva la voz y termina gritando... Odio esas conversaciones a cuatro y seis voces.

—Sí, hay que reconocer que es muy incómodo. Una de las alegrías de la vida es la conversación con los conocidos o los amigos. A mí tampoco me gusta el bullicio. Así que este lugar me parece perfecto.

—Por eso he preferido que viniéramos aquí. Tengo, por otra parte, problemas de oído. Si vamos caminando, o estamos en la calle, con sus ruidos y sus bullicios, siempre se me escapa alguna que otra palabra. En este mesón raro es el día que viene alguien. No nos molestarán las voces, ni el humo de los cigarros.

—Eso me hace suponer que el tema a tratar va a ser algo especial, o tal vez un poco más serio.

—Así lo quisiera yo. Pero no sé ni por dónde comenzar. Tengo tantas cosas que decirle, tantos problemas que plantear que me encuentro atado de pies y manos. Quizás hubiera sido mejor marcharme yo solo por el monte, y esperar a que las ideas se me ordenasen, o, por lo menos, dejasen de saltar como gotas de agua caídas en una sartén con aceite hirviendo.

—Las conversaciones también sirven para ordenar los pensamientos, y para pulir las ideas. Nada mejor que contrastar pareceres. A menos, claro está, que sea usted un dogmático.

—Creo que no lo soy.

—¿Y por dónde empezamos, entonces?

—Por una frase latina. Creo recordar que es de Séneca. Docentes alios mentiri non debent. ¿Se acuerda usted del latín?

—Sí, ahí todavía llego. No obstante, fuese la frase de Séneca o de quien sea, me parece que quien la escribió o la dijo, pide un imposible.

—¿Por qué?

—Sin meternos en grandes profundidades sobre la educación, un maestro se pasa todo el día hablando, igual que un político, ¿cómo quiere usted que no mientan uno y otro?

—Pues diciendo la verdad.

—Sí, pero la verdad se agota. Y ambos tienen que seguir hablando y manteniendo el tipo.

—¿Y no sería mejor retirarse cuando uno se agota?

—Si tienen a dónde ir, sí.

—No, no, no. Así no vamos a ninguna parte. No he planteado bien el problema. No tiene sentido.

—Intentémoslo de nuevo. Aquí nada nos distrae. Y tenemos por delante todo el tiempo del mundo.

—De acuerdo. Lo que yo deseaba decir es que quien se dedica a enseñar a los otros debería estar muy preparado. Y ser una persona sensata. En pocas palabras, un maestro debería ser un senador, un senex, mejor dicho. Creo que Luis Vives proponía que no tuvieran los maestros menos de cincuenta años. ¿O era Erasmo? Me falla la memoria.

—Un poco exagerado, ¿no le parece? Yo creo que sería suficiente con que dominara su materia, y con que no perdiera jamás la capacidad de sorprenderse.

—Y que supieran leer. Es fundamental que sepan leer.

—Intuyo que esas palabras quieren decir algo más de lo que dicen. ¿Está usted ahora en el camino correcto?

—Creo que sí. Al menos me siento ahora más cómodo y seguro que al iniciar la conversación.

—Correcto. Corríjame. ¿Quiere decir usted que el lector tiene que estar por encima de su época? ¿Es eso lo que usted entiende por “saber leer”?

—En efecto. Eso quería decir. Como usted sabe cada época lee de una determinada forma, y tiene una forma determinada de entender las cosas. Los maestros deberían trascenderlas.

—¿No les exige usted mucho? Al fin y al cabo también puede ser muy educativo que el niño, o el joven, descubra que su maestro no lo sabía todo, que se equivocaba, o tenía una visión sesgada, y que lo ponga todo en solfa.

—Sí, eso sería interesante; pero eso se tendría que aprender en la misma escuela.

—Sí, no le digo que no. Y ahora perdóneme. ¿Puedo preguntarle por qué me plantea a mí semejantes cosas?

—¡Por fin! Pensaba que nunca me lo iba a decir.

—Vaya. Veo que le está saliendo el diálogo redondo, a pedir de boca.

—Más o menos. Pero no nadie diga oliva hasta que del plato no sea salida.

—Estoy ansioso por oírlo.

—Verá usted. Yo creo que una de las cosas que más me han servido en esta vida, para no ser desgraciado del todo, ha sido mi escepticismo.

—Eso está bien: nunca hay que creerse las cosas del todo. Siempre debe haber un resquicio para la duda. Pero, perdone. Continúe, por favor.

—En mi caso siempre ha habido algo que me ha mantenido un tanto alejado de todo cuanto me decían, aunque eso me llegara de gente a la que admiraba, profesores o escritores.

—¿Y si no los admiraba? No hacía caso de lo que decían, claro.

—Sí, pero lo malo era cuando se daban confluencias. Y ahora, ahora vamos al tema central. Mire, desde mi más tierna adolescencia estoy oyendo que usted es un posromántico, y que las Rimas son unas poesías surgidas del influjo de Heine... En fin, todos los tópicos que usted quiera.

—Bueno. Todo eso, como sabe, es más que discutible.

—Algún día lo abordaremos. Y hablaremos de la copla y del bueno de Augusto Ferrán. Ahora lo que me interesa señalar es la confluencia de dos tipos de profesores: quienes aparentemente lo habían leído a usted, y quienes ni lo conocían. Ambos hablaban en clase, y daban sus opiniones. Y ambos, y casi todo el mundo, guardaban silencio sobre una rima que, cierto es, también a mí me rompió el corazón, o me molestó quizás porque no sabía encajarla. Cosas de la época.

—Intuyo cuál es. Pero sorpréndame.

—Es la rima XXVI:

Voy contra mi interés al confesarlo;
no obstante, amada mía,
pienso cual tú que una oda sólo es buena
de un billete del Banco al dorso escrita.
No faltará algún necio que al oírlo
se haga cruces y diga:
Mujer al fin del siglo diez y nueve
material y prosaica... ¡Boberías!
¡Voces que hacen correr cuatro poetas
que en invierno se embozan con la lira!
¡Ladridos de los perros a la luna!
Tú sabes y yo sé que en esta vida
con genio es muy contado el que la escribe
y con oro cualquiera hace poesía.

—¿No se hablaba de esta poesía en las clases de literatura?

—Por desgracia quedaba todo reducido a las golondrinas, al arpa y a los suspiros. Y a mí esta rima no me casaba ni con el romanticismo ni con toda el aura de damiselas, cintas y amores que rodeaba a su autor.

—Sí, por desgracia hicieron de mí un tópico. ¡Hasta aparecí en los billetes de banco! Y tal vez nosotros hayamos hecho lo mismo con otros autores.

—Por eso precisamente le decía que el maestro debería estar por encima de su época, como el buen lector. Ambos tienen la obligación de no dejarse mediatizar por ésta.

—Además hay otro grave error: no sé por qué en las obras completas jamás se publican los artículos periodísticos.

—Claro. Nos privan de perspectiva y de visión. Pero aun así, dejando de lado ese problema, no encajan sus poemas dentro del romanticismo... También ha cambiado mi visión como lector durante todos estos años. Sin embargo, la rima que me puso los pelos de punta, y que me sigue pareciendo el mejor poema de todos, y de todo el siglo XIX, es la rima LXXIII, “Cerraron sus ojos”... Una delicia. Una verdadera maravilla. Y por más que se empeñaran mis queridos profesores, yo no veía por ninguna parte la atracción por la muerte, ni noches lúgubres, ni desesperación, ni nada por el estilo.

—No era esa mi intención.

—Se nota a la legua. Pero, claro, si queremos encajar a Bécquer en el Romanticismo...

—Tenga usted en cuenta que hacer esos cortes tajantes en la historia es un poco absurdo: la vida es continua. Las fechas son cosas meramente convencionales. Esto no debería hacer falta ni recordarlo.

—Por ahí deberían empezar las clases. Y las historias.

—De todas formas, tampoco es para enfadarse: no tiene más importancia. Lo importante es que lean los poemas, que éstos sigan vigentes...

—Sí, pero al decir o negar ciertas cosas sobre ellos, ya están maliciando su lectura. Y de acuerdo, ya sé lo que me va a decir, no existe la lectura pura. Ahora, tanta contaminación tampoco es tolerable.

—En el término medio reside la virtud, podríamos decir.

—Insistiendo sobre lo mismo, esa narración, “Tres fechas”, ¿no cree que está totalmente alejada de un posible romanticismo? Roza usted un problema que me es muy querido desde que me dediqué a estudiar los Episodios nacionales, de don Benito Pérez Galdós. Él también roza el tema de la vocación religiosa. Y creo que ambos llegan a idénticas soluciones.

—Triste, ¿no le parece?, que una mujer profese porque alguien pasó de largo bajo su ventana.

—Y triste que la mujer no tuviera otra salida en el siglo XIX. Hoy, por suerte, las mujeres tienen tantas oportunidades como los hombres. Y a veces hasta encabezan revueltas.

—¡No me diga!

—Yo tengo una sobrina que iba, por caprichos de su madre, a un colegio de religiosas. Éstas metieron allí a un profesor de latín que sabía tanto latín como yo de tauromaquia. No sé qué relaciones había de este profesor con las hermanas y con el poder, pero ni daba clases, ni explicaba nada, ni las monjas se querían enterar de nada. Es una forma como otra cualquiera de cargarse el mensaje de Jesús.

—Querido amigo, la religión se convirtió, hace años, en una forma de vida. El pobre Jesús debe estar al cabo de la calle. No le extrañará nada que los Judas se renueven como se renuevan los abrojos y las malas yerbas. Ahora bien, lo que sí me parece muy censurable que no les enseñara latín... Sí, tienen una inmensa tarea los que se dediquen a la enseñanza. Suponiendo que tengan ganas de hacerlo.

—Supongo que sí. Y en caso contrario, siempre nos quedará maese Pérez el organista.

—No sé qué decirle. Maese Pérez es una persona mayor. Y está bien que el maestro sea un senex. Pero para educar hacen falta fuerzas y energía. No es una tarea baladí. Tal vez una persona mayor no tenga la suficiente paciencia.

—Sí; tiene razón: lo que ganamos por un sitio lo perdemos por el otro. Quizás habría que ser más exigentes a la hora de buscar maestros y profesores.

—Eso, como usted sabe, depende de la oferta y de la demanda. Quizás nos deberíamos conformar con que los docentes enseñen a los niños a leer y a escribir, a pensar por ellos mismos y a disfrutar de la música. A mí también me interesó el mundo de la educación. Sí, creo que sería suficiente con que un buen maestro enseñara estas cosas a sus alumnos. Advirtiendo antes a los padres, y le cito a su amigo Luis Vives: “Cuando el niño sea llevado por su padre a la escuela, se le indicará al padre que las letras no se deben buscar como un instrumento con el que uno pueda ganarse la vida más tranquilamente, y que esto representa un premio indigno para un trabajo tan excelente. [...]. Se le dirá que la finalidad de las letras es hacer al joven más sabio y, por lo tanto, mejor.1

—Así van las letras. Y si les dice eso a los padres, todavía irán peor.

—Y así va la sociedad. Aunque le parezca mentira olvidamos las cosas fundamentales y nos dedicamos a las tonterías. Dígame, ¿qué más da que yo sea romántico o que no lo sea?

—Ninguna si eso no impone una lectura sesgada.

—También es deseable el lector inteligente, capaz de pensar por sí mismo... Usted y yo tenemos que seguir hablando sobre educación.

—Cuando usted quiera. Ya sé que usted trató el tema en una de sus cartas escrita en Veruela.

—Hablaremos de ello.

—Lo espero con impaciencia.

 

Nota

  1. Luis Vives, Las disciplinas, Ayuntamiento de Valencia, Valencia, 1987, 3 volúmenes. Volumen II, pp. 50-51.