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Nuestras últimas lágrimas

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De la serie “Mantillas”, del fotógrafo venezolano Antonio Briceño
De la serie “Mantillas”, del fotógrafo venezolano Antonio Briceño.

—Por favor, llore por mí.

Hay que reír... “Sólo recibo llamaditas de gente alegre”, grita un animoso locutor en la radio de un taxi mientras viajo en busca de mujeres que lloran tristezas ajenas. Hay unos 350 millones de deprimidos en el mundo según la Organización Mundial de la Salud, y podrían estar mejor sólo con reír más y a lo mejor disminuiría el millón de suicidios que registra cada año el planeta. En este preciso instante, miles de profesionales de cinco continentes aconsejan la terapia de la risa a sus millones de pacientes afectados por guerras, desplazamiento forzado, terremotos, huracanes o desempleo por la crisis financiera; pero en tres pueblos escondidos de Catacaos, a 15 minutos de Piura en el norte peruano, unas mujeres me dirán que el dolor sólo se quita con lágrimas. En coro y con manto negro me aconsejarán no la risa, sino el llanto como remedio infalible para la tristeza del alma.

—No he podido llorar lo suficiente a mi papá, murió hace dos años. ¡Ayúdeme a llorar por él!

—Te quedaste huérfano, hijito, como yo, estamos huerfanitos, no tenemos a nadie, ni papá, ni abuelitos, ni ganadito, ni maicito. Solitos nos quedamos.

Sentada en la dureza de un banco de madera, doña María Candelaria tiene más de 80 años, carnes flacas y una teoría: “Si algún día no pudiera llorar, no soportaría el dolor del corazón”. Ochenta años gimiendo por muertos de los pueblos asentados alrededor de la milenaria huaca de Narihualá, su voz vuela hasta perderse en la llanura donde sus antiguos —eso dicen— veneraban al dios Walac, que miraba el futuro con un solo ojo tristón. Los ojos de Candelaria, que han llorado desde los años 30, sólo tardan medio minuto en producir lágrimas.

Sólo medio minuto.

***

Plañidera, según la Real Academia Española, es la mujer llamada y pagada que iba a llorar en los sepelios, en la Edad Media. El oficio fue prohibido en el siglo XVIII en España, pero en los últimos años está regresando a los funerales con autorización de algunos clérigos —dice la BBC— para salvar la economía de algunas mujeres ibéricas en tiempos de crisis.

La práctica plañidera al estilo español llegó al Perú con la Conquista, pero según algunos cronistas, los yungas —como se conocía en tiempos prehispánicos a los antepasados de los piuranos— ya tenían la costumbre funeraria de llorar por los muertos. Según Pedro Cieza de León, “cuando los señores morían juntaban los principales del valle, hacían grandes lloros y las mujeres se cortaban los cabellos hasta quedar sin ninguno. Con tambores y flautas, recorrían los lugares donde el finado solía festejarse más a menudo (...), llorando y cantando con grandes gemidos todas las cosas que le sucedieron en vida”.1

Aunque en las ciudades se cree que ya se extinguió esta tradición —también mencionada por los cronistas padre Las Casas, Pedro Pizarro y Pablo de Arriaga—, sigue viva en algunos pueblos de Piura, no como un plañir por dinero, sino como muestra de dolor y pesar sin pago alguno. Candelaria es una de estas lloradoras. Para encontrarla viajé a su vivienda de La Campiña, en la entrada a Narihualá. También hay lloradoras en La Legua, Cura Mori, Letirá, La Unión, La Arena y en muchos puntos del Bajo Piura, dirá Ruth Oliva Peña, en su oficina de Educación y Cultura de la Municipalidad de Piura, pero en Narihualá y Pedregal están las más populares desde hace un año, cuando el investigador y fotógrafo venezolano Antonio Briceño se apareció por aquí ofreciendo soles por llorar, y tras varios flashes las hizo personajes de “Plañideras, nuestras últimas lágrimas”, la exposición fotográfica que montó en Caracas y recorrerá varias ciudades del mundo.

Si tengo suerte lograré convencerlas para que también lloren mis penas. Les preguntaré qué mantiene vivo su llanto, ese oficio que en España incluía también rasgarse la ropa, golpearse el pecho y arrancarse cabellos en plena misa o funeral. El Vaticano —según Anelise Infante, de BBC Madrid— empezó a perseguir el oficio en el siglo XIII, al considerar que las escenificaciones interrumpían la Misa y eran muy escandalosas. La costumbre fue finalmente prohibida desde Roma cinco siglos después. Pero yo he puesto todas mis esperanzas en que ese llanto, interrumpido hace sólo trescientos inviernos, aún se oye por aquí. Que al final de este viaje alguien va a llorar por mí, haciendo suya mi pena varios años contenida.

—Diosito Jesucristo, la Virgen del Carmen lo protejan... Padre Dios lo tenga en su reino. ¿Cómo se llamó tu papacito?

***

Vista a lo lejos, lo único que sobresale de Narihualá es su extraño cerro. Los pocos visitantes que caen por aquí no buscan servicio de lloronas como Briceño, sino información sobre esa elevación de tierra que en realidad es un templo y fortaleza de adobes de origen tallán (no incaico), deformado por las lluvias de El Niño, según el historiador Jacobo Cruz. Lejos de la careta de pueblo turístico inventada por la propaganda estatal, alejada del discurso urbano “Corre, corre, corazón... que mis lágrimas jamás te voy a dar”, Narihualá, su camino de entrada —cercos, silencio, tierra, sudor—, te hace sentir caminando en el centro de la nada. Con suerte aparece un arriero detrás de una vaca flaca. Sobre terrenos secos, las mujeres, algunas descendientes de lloronas de la primera mitad del siglo pasado, huyen del sol con leñas en los brazos. Un tipo con machete saluda detrás de sus burros... carreta... yerba, y por fin respiro. A primera vista, el ingreso al pueblo es una cicatriz despiadada de tierra y polvareda, con un viejo macilento asoleándose en un banco leñoso, escuela sin alma, maestros en huelga, niños bajo el sol cazando lagartijas, perros bajo sombra y otras imágenes para creer que esto no ha cambiado en siglos.

Mientras hago este reportaje, una madre de Narihualá muere después de dar a luz en su casa y sin asistencia médica, el mismo año en que su caserío cumple 547 años. Cerca de allí, 6 mil familias del pueblo de Pedregal Grande siguen sin alcantarillado 207 años después de su fundación.

—Llora, hijito... hay tanto por qué llorar.

***

La anciana en el banco. El manto en el piso. Separados de sus párpados, estos dos metros de seda negra son un trapo más en la tierra. Sesenta años antes estaría nuevo y perfumado, listo para las lágrimas del próximo velorio. Ahora, delante de sus chancletas, en la sala taller de su nuera artesana de paja toquilla, lo pisa un perro chusco. El trapo tiznado, elemento indispensable en el oficio llorón heredado de su mamita doña Santos Aquino, de la abuela Baltazara y de su “tiyita” Asunciona, está sucio, desteñido. En la misma mañana de setiembre en que un nieto pegado al televisor escucha una voz que dice “No te despegues de la diversión”, doña Cande dirá convencida que la paz con Dios y el consuelo después de la muerte sólo llegan con la sinceridad lagrimal.

“A veces la gente crea su propia forma de ver el otro mundo” —según el antropólogo del Ministerio de Cultura sede Piura, Oswaldo Purizaga—, especialmente en algunas zonas de la sierra, donde reproducen formas de existencia de nuestro mundo en ese otro. Colocan la comida o bebida que más le gustaba al difunto en su tumba. Incluso en la ciudad se coloca un vaso con agua o bebida del agrado del finado, al suponer que “recogerá sus pasos”, durante tres días. No sé si las lloronas, pero sí puedo decir que (en esta región) “muchas prácticas de culto a los muertos provienen de la época prehispánica”.

En Piura y otras ciudades, donde se va perdiendo la costumbre de cantarles con guitarra a los muertos o amanecerse llorando en los cementerios con velas en las manos, y donde la chicha ya no permanece en cántaros y potos, sino en botellas y vasos, hay cada vez más paneles publicitarios que enseñan a sonreír. A esconder con los dientes el dolor del pecho. Excepto el loretano Raúl Vásquez, que hace cuarenta años compuso la canción “La plañidera”, a nadie se le ocurre cantar y destacar el valor cultural de las que lloran a quienes no conocieron.

A más de 9 mil 500 kilómetros de Piura, en el viejo continente las plañideras están de vuelta a los funerales españoles, ahora incluso con un menú más variado de servicios. Hay empresas que promocionan en Internet servicio de llanto “con actrices y lloradoras profesionales” para dar realismo a las protestas contra el desempleo y la crisis financiera. El mes pasado a las autoridades del estado mexicano de Querétaro se les ocurrió promocionar el oficio organizando un concurso con 20 mil pesos de premio, para las mejores plañideras de San Juan. Ni qué decir de las lloradoras profesionales de China, como la famosa Hu Xinglanh (“Cuando actúo, mis manos y pies tiemblan, mi corazón duele, y mis ojos se nublan”), que cobra 800 yuanes por cada actuación.

A la piurana Rosa Ramos, en Pedregal Grande, le gustaría dar similares servicios de lágrimas, dice, pero hasta ahora el venezolano Briceño es el único que le ha pagado por prestarle su llanto. Si desde los años 60 hacia atrás un sepelio con lloronas contratadas era señal de opulencia, ahora a muchos les “da estatus” diferenciarse de “las lloronas del Bajo Piura”.

“El llanto lo ponen los propios familiares. En 40 años viviendo aquí, no he visto un solo caso de mujeres a las que se pague por llorar”, me dijo un taxista de Pedregal, Eloy Sandoval.

—Ya nadie quiere. Antes llorábamos por Jesús en Semana Santa, en el entierro de un compadre o de un vecino. Hoy ya no dejan. Pero si no lloro me da la corazonada (crisis nerviosa) —se lamenta doña Cande.

Según el área de Salud Mental de la Dirección Regional de Salud, en Piura aumentan los trastornos depresivos. Ya suman 3 mil 443. Pero cada vez se llora menos. ¿Lo necesitamos? Lo preguntas en una calle cualquiera de la capital de la región de las lloronas que muchos creían extinguidas, y la respuesta es un no unánime. La reacción es un despectivo “ah... las lloronas del Bajo Piura”. Llorar no siempre es bueno. Pero es dañino no hacerlo nunca. Al dejar fluir lo que sientes, las lágrimas se llevan muchas toxinas y dejan una sensación relajante, según los defensores de la terapia del llanto. Reprimir las lágrimas podría ser un síntoma de insensibilidad social. Un rasgo de indiferencia y olvido colectivos. Dos enfermedades que aún no alcanzan a un puñado de piuranas como María Candelaria Valverde Aquino, que, varios siglos después de la catarsis del llanto plañidero practicada por los egipcios, se apoya en un rudimentario bastón que va dejando huequitos en la calle principal de La Campiña, y viene por segundo día a llorar por mí. El momento mágico llegará cuando el negro del manto le reviva el blanco de las canas. Su hijo, el juez de Narihualá, ha recogido la tela maltratada, se la ha colocado después de sacudirle tierra y prejuicios; entonces los ojos de su madre dejan salir un líquido tibio que baja a irrigar las arrugas de costumbre. Como un encuentro de viejos amigos.

—Reza, hijo (es decir llora), por tu papacito.

***

En un video colgado en Internet, la cámara lo sorprende desprevenido. No le ha dado tiempo de dibujar esa mirada de artista que adorna las noticias sobre su exposición fotográfica de las plañideras peruanas, realizada en la aristocrática urbanización Los Chorros, en Caracas. Bajo una luz tenue en el Centro de Arte Los Galpones, seguramente alejado y distante de las calles venezolanas pintarrajeadas por una campaña electoral que terminará con lágrimas de los opositores por la nueva reelección de Hugo Chávez, Antonio Briceño, caraqueño de 45 y collarcito ajustado, biólogo, fotógrafo con muestras expuestas en México, India, Nueva Zelanda, Suecia, Estados Unidos, Francia, España, con tristeza en la mirada, blanco, calvo, acompaña con risita fugaz la explicación de sus retratos de plañideras piuranas en un ambiente llamado Galería D’Museo, donde ellas aparecen impresas en telas, moviéndose lentas. Allí liberan emociones María Silupú, Petronila Valencia, sus vecinas ña Meche, ña Ramona, ña Luisa y otras siete lloradoras de Narihualá, y otras doce de Pedregal Grande, dejando fluir el dolor entre decenas de obras que también incluyen imágenes de oleajes y lagos que simbolizan la masculina emoción represada y botellas con lágrimas resecas del olvido. Mientras el cristal que cubre siete pequeñas fotos parece petrificar el agua, para simbolizar los sentimientos congelados por los tiempos modernos, en la otra sala, destinada a la liberación de emociones, las lloronas lanzan las penas ajenas al viento; ahora lucen estáticas, ahora navegan en telas negras de dos metros de alto y ubicadas de tal manera que parecen envolver al espectador, ahora play y su llanto cantado irrumpe en el silencio nocturno, “¡Aaaay, compadre Floreeeencio!”.

El día en que las filmó y fotografió, ellas vestían completamente de negro —le contó Briceño al diario El Universal— y llegaron al lugar pactado preguntando: “¿Por quién vamos a llorar?”. “Les respondí que lloraran por mi mamá. Y empezaron a llorar como si mi madre fuese la suya. Los lamentos me impresionaron. Era un canto. No me lo imaginé”, dijo. Y lo repetiría declarando para más y más canales y diarios impresos y en Internet, que al encontrar a estas mujeres de Piura, al norte de Perú, no sólo rescató “para compartir con la humanidad” las últimas lágrimas de un oficio que creía extinguido, sino que él mismo por fin liberó treinta y cinco años de emociones y dolor acumulados..., cuando ellas le “prestaron su llanto”. ¿Cuál era ese dolor represado que llevó a este egresado de la Universidad Central de Venezuela a recorrer tres mil 609 kilómetros de Caracas a Piura, sólo para pedir a unas desconocidas que le ayudasen a llorar?

***

Doce meses después de la visita del calvo venezolano a Narihualá, en la vivienda de una de las retratadas, Petronila Valencia, el sol del mediodía entra por la puerta bañando la pared de ladrillos pálidos, usada como fondo para una de las fotografías de grupo. El muro, despintado por el salitre en la parte baja, mira la soledad del piso de tierra, sin los rústicos bancos prestados esa mañana, para que las doce mujeres se sienten a llorar cantando. Petronila, la dueña de casa que ahora está ausente porque madrugó a la “paña” (cosecha de algodón), heredó la llorona costumbre de sus abuelos. Su hija María, celular en mano, responde con monosílabos al preguntarle si también cobra por llorar, o si sabe por qué el turista caraqueño quería que lloraran por su madre. Vender el llanto, en especial el monto cobrado, es un tema tabú, sabré después. Pero Mercedes Flores, la vecina del costado, otra de las retratadas, gesticula sarcástica recordando los insistentes pedidos del forastero.

—Nos dijo lloren según su costumbre, como cuando muere alguien o hay misa de ánima.

Las lloronas son como un arroyuelo: segregan lágrimas al mínimo esfuerzo. Hoy es viernes en las calles de Pedregal Grande y me cruzo con varias de ellas, por encima de los cuarenta. Todas con las que hablo tienen un drama para llorar, con sólo recordarlo. Ahora mismo, en su casucha de cañas sin techo, Rosa Ramos Adanaqué rompe a llorar ni bien recuerda a su “papacito”, del que heredó el retazo de terreno accidentado donde ahora me recibe. Hace días le han robado sus gallinas, dice. Un pollito salido del cascarón picotea mi zapato mientras ella muestra sus últimas obras, doce adornos en paja toquilla para botellas de whisky y algunos sombreros. Con suerte, sacará 120 soles semanal.

Vengo de La Campiña donde cinco mujeres han llorado en coro para esta crónica: Rosa Córdova por su hermana muerta; María Silva por su difunto tío Santos que dejó dos huérfanos; Diana Silva por una joven fallecida por dar a luz en su casa y sin médico, Claudina Vílchez por un tío y otra sólo dijo que “disfruta” su dolor llorando.

En Pedregal, aunque recién conozco a Rosa Ramos, es como si ya supiera lo que va a contarme, que sólo le quedan tres gallinas para alimentar a tres hijas de un padre en fuga y que su rancho se inunda cada vez que llora El Niño.

No es un mediodía cualquiera en Pedregal. Hay comida y chicha para 200 personas en casa de la difunta Julia Adanaqué Aquino. El llanto lo pusieron las hijas, ahora encargadas de las ollas, pero también los hijos que van pasando los platos de estofado. Luego de la misa por el medio año de fallecida, durante toda la tarde los vecinos pasarán a comer y beber hasta llenarse. Antes, cada uno deposita “lo que sea su voluntad” en un plato de porcelana, colocado al pie del Santo Cristo (crucifijo grande), sobre un mantel inmaculado.

En tiempos de los yungas, cuando moría una persona importante todos los del valle se reunían, lo lloraban y hacían grandes comilonas, según la investigación Tiempos prehispánicos, de Reynaldo Moya Espinoza.

Aquí, en el salón del duelo de la calle Comercio, destacado por el clásico trapo negro y niños comiendo en la vereda, acabo de poner dos monedas en el plato y a los cinco minutos cae en mi mesa una jarra de chicha de tres litros, seguida de una sopa humeante.

Durante todo el día, en casa de los Sosa Adanaqué, se consumirá veinte baldes de líquido espumoso embriagante, de 120 litros cada uno. Más sopa y segundo. Hasta parece que no hubiera hambre y pobreza extrema en este pueblo sin desagüe. Dos mil 500 soles costará toda la celebración. Siempre de pie, junto a la foto de su “mamacita” y al Santo Cristo, Anselmo Sosa achinado, bronceado, algodonero de 52, olvida por unas horas su parcela en San Pablo Sur, como si no hubiera perdido dos mil soles por culpa de las plagas.

—Por la modernidad mucha gente ya no lloran a sus difuntos, pero es una herencia de nuestros antepasados. No la podemos dejar —dice.

***

En el centro poblado Villa Pedregal Grande —como en Sechura y todo el Bajo Piura— es muy común llorar en los “entierros”. Querer al que ya se fue es llorarlo. Conozcas o no al muerto. Pero que alguien llegue a tu pueblo a pagarte por llorar como un río (a veinte soles cada una, según Rosa), es algo nunca visto. Aunque hasta los años 60, en Catacaos, había mujeres muy pobres que en grupos de seis acudían a vender su llanto en los funerales de familias adineradas, sabré después. Iban a casa del difunto, recopilaban sus bondades, las versificaban y cantaban llorando en cada cuadra, con aretes oscuros, blusón y manto negro de seda, con los músicos de la banda tocando el “Miserere mei, Deus”. Eran los tiempos de las conocidas versificadoras cataquenses Isidora Castillo y Casimira Yamunaqué. Su oficio simplemente se extinguió, según Matías Cruz Sandoval, un maestro local que estudia el tema.

Medio año antes de comprar lágrimas piuranas, influenciado por la modernidad occidental, el retratista de los indígenas de Colombia y de la gente de Ruanda, Antonio Briceño, consideraba falso y mercantil el llanto pagado, hasta que leyó en Internet la historia de María Zamora, una humilde limeña que en el distrito peruano de Chorrillos llora en los sepelios por 20 o 50 soles. En jerga venezolana, a Briceño la noticia de Notimex lo “batuqueó” (golpeó).

Llegaste 200 años tarde, ellas ya no existen, le decían cuando llegó a Perú. Contrario a la información que traía desde el Ministerio de Cultura en Lima, las calles piuranas le decían que aquí cada vez se llora menos, incluso en los cementerios. Como si no hubiera también aquí muchas décadas de dolor represado producto de la oleada de violencia terrorista, desastres causados por El Niño, distancias cada vez mayores entre pobres y riquísimos, bajo rendimiento escolar, desigualdad y una reciente espiral de violencia con muertos cada vez menos llorados por la burocracia estatal. Que, pese a todo, desahogar emociones guardadas es, para la mayoría, cosa del pasado.

Negándose a creer que la modernidad de Occidente borró totalmente el oficio del llanto piadoso y que esta tierra ya no llora, sin contentarse con la escueta nota periodística sobre una solitaria plañidera en Lima, ayudado por un funcionario del Ministerio de Cultura, el artista de los “dioses de América” hizo un tour funerario por los cementerios piuranos. Pero fue en Pedregal donde encontró a Rosa, la del pollito que justo ahora me pica los zapatos; también a Marta Loro, a Edelmira Sandoval, a Claudina Silupú, a Isabel y Pascuala Chero, y cinco no identificadas bajo el manto.

Para todas esa tarde era la primera vez en sus vidas que recibían 20 soles por llorar un rato, en lugar de trabajar un día en el campo. Afuera de la iglesia, donde fue la sesión de llanto, se quedaron muchas interesadas en aclararse la garganta. La secretaria del alcalde, Griselda Elías, tuvo que lidiar para dejar pasar sólo a las elegidas. “Los veinte me cayeron del cielo”, dice un año después Rosa, que ese día, luego de sollozar para el de mochila negra, después de secarse las lágrimas, se apareció en la puerta de bisagras lloronas sin aceite, con una bolsa de pan y un kilo de azúcar y un kilo de arroz, y guardó dinero para el pescado de tres días.

El señor de la cámara y su amiga rubia ensortijada, que no dejaba de alumbrarlas con una extraña lámpara, quedaron más que satisfechos. “Cuando él nos pidió llorar por su mamá, a la que no conoció, me dio sentimiento (pena muy grande), porque yo también he perdido a mi papá siendo niña”, recuerda Rosa. Y le digo que también yo, no hace mucho. ¿Qué dolor estaba drenando Briceño para prestar las lágrimas de esas mujeres, en las que se negó a creer por años?

 

Llanto liberador

Treinta y cuatro años antes, una madrugada de setiembre, arriba de un avión Hércules de la Fuerza Aérea Venezolana, FAV, más de cincuenta integrantes del coro de la Universidad Central de Venezuela cantaban su himno patrio para darse ánimos. Volaban de Caracas a Barcelona, España, invitados al décimo segundo Día Internacional del Canto Coral en el país ibérico. Sin suficiente combustible, el piloto intentaba aterrizar para recargar en el aeródromo de la Otan en Lages, situado en Terceira, una de las nueve islas Azores enclavadas en el Océano Atlántico, a mil 333 kilómetros de Lisboa, Portugal. Pero el avión de los jóvenes coreutas, la mayoría provincianos que soñaban con conocer por primera vez otro país, lidiaba contra la lluvia, los rayos de dos tormentas, vientos de 120 kilómetros por hora, escasa visibilidad y fallas en el radar. El piloto intentó por tercera vez aterrizar la nave mecánicamente. Pero el avión C-130 terminó estrellado contra las rocas y partido en nueve pedazos, cuando estaba a sólo 200 metros de la pista. El resultado, 68 muertos. Ningún sobreviviente.

Una de las víctimas era la madre de Antonio Briceño,2 que para entonces ya tomaba fotos familiares.

Más de 34 años después, el Hércules C-130 alumbrado por las tormentas y con el Himno de Venezuela de música de fondo, sigue volando en la página web del Club de la FAV, sin encontrar respuestas a las preguntas que tal vez se hacía el fotógrafo Antonio Briceño (“lloren por mi mamá”) esa tarde del 28 de octubre de 2011, cuando escuchaba a las lloronas peruanas de Pedregal Grande, sollozando para él: ¿por qué el coro universitario no viajó en una aerolínea comercial?, ¿por qué no regresaron apenas descubrieron la tormenta?, ¿por qué el militar estadounidense encargado de la torre de control no estaba en su puesto, sino jugando billar?, ¿por qué no funcionó el radar?

“Si tengo tantas décadas de llanto acumulados qué mejor que buscarme unas lloronas”, publicó meses después la prensa sobre Briceño. Si no das rienda suelta a tus dolores reprimidos, “se te van enconando y te causan daño”, le contó el artista a El Universal de Caracas, y que en su encuentro con las vestidas de negro no sólo capturó imágenes de una tradición que se está yendo... No pudo más, también lloró diez minutos, le confesó a la bloguera venezolana Alba Ysabel Perdomo.

—Mucha gente cree que es importante dar una cara bonita, pero estás muriendo por dentro.

 

Notas

  1. José Maeda Ascencio, en el artículo “Cumanana y triste: tradición prehispánica Muchik”.
  2. Artículo: “Antonio Briceño: ‘Las plañideras me prestaron su llanto’ ”, por Dubraska Falcón, diario El Universal, viernes 2 de marzo de 2012.