Artículos y reportajes
Chile a través de mis ojos

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Santiago de Chile

Corren los primeros días del mes de enero de 2013. Ha pasado el sobresalto del cacareado fin del mundo del que alertaban los mayas. Pasó el 21, el 22 y a la alborada de este día nos encontramos no muy sanos ni salvos, pero sí vivos, y me dirijo en un viaje eterno a Santiago de Chile dejando atrás a mi país debatiéndose entre un presidente enfermo en ausencia y una inflación galopante. Es mi segunda vez en Chile, ya en 2008 había venido también a un congreso de investigación. La estrechez de mi presupuesto es aun mayor que la primera vez que vine, con lo que cualquier ocasión de ahorro es bienvenida. Nuestros colegas latinoamericanos no entienden las restricciones a las que estamos sometidos... aunque los argentinos ya van sabiendo algo de ellas. Llego de noche al aeropuerto de Santiago, mi vuelo tuvo retraso para salir de Venezuela, el retraso estandarizado pareciera ser nuestra carta de presentación. Un vuelo medianamente lleno, lo cual me permitió dormitar con cierta comodidad usando los dos asientos.

La sensación de incertidumbre me acompaña. Para nosotros los venezolanos los noticieros son un concurso perenne para nuestra capacidad de sorpresa. Un día la noticia son los más de 65 muertos que caen cada fin de semana (sólo en Caracas) y horas más tarde del mismo día lo es la arbitraria e inconsulta modificación a nuestra Carta Magna. Ocupados en sobrevivir, anestesiados por el sobresalto, tenemos una “costra emocional”, ya es complicado sentir, como la vena del adicto ya vencida y endurecida parece que nada nos alarma. Estamos fracturados por dentro, débiles en la moral, fáciles ante cualquier susurro que nos garantice seguridad. He llegado a Santiago, el avión aterriza algo aparatosamente y mis compatriotas aplauden entusiastas, práctica generalizada en profundo agradecimiento al llegar vivos.

Mi hotel está a dos cuadras de la estación central de autobuses y, aunque son pasadas las diez de la noche, hay notable actividad. Hago mi check-in, y subo tres pisos por la escalera a mi habitación. Las luces se encienden a mi paso como dándome la bienvenida. Parece que me adentro en un pie de limón, las puertas y molduras son de un verde pastel, dulce hasta la muerte. Apenas mi maleta toca el suelo de una alfombra de sospechosa higiene, saco mi computador y me conecto a Internet, colocando el indescifrable código suministrado por el encargado: 123456. Me reporto con los míos que quedaron en Caracas.

Hay una rebelión en mi estómago que me recuerda que mi última comida fue hace largas 8 horas. Es tarde y aunque hay establecimientos abiertos no me animo a salir. Las luces naranja a través de mi ventana dibujan siluetas de gente que sin pausa marcha hacia su destino. La santamaría de mis ojos desciende automáticamente. El sueño me vence. Ya es siete de enero y muy temprano estoy lista para empezar mi trabajo. El hotel da un modesto desayuno al que asalto con espíritu de náufrago. No doy descanso a fruta o pan en los platos. Preparo, cual merienda de escolar, panes con jamón para la noche. Los envuelvo haciendo caso omiso a las miradas de sorpresa de los presentes. Salgo a la calle y el calor me recuerda un sauna, en el que sudas sin moverte. Mi mochila hacia el frente, donde mis ojos puedan verla. (Bendita paranoia). A medida que camino el sonido de múltiples cornetas y silbatos va poblando el espacio. Muchos hombres y mujeres vestidos de verde manifiestan lanzando papeles pequeños al aire y cada silbido es un reclamo, una queja. Dicen tener más de 60 años sin mejorar sus condiciones de trabajo. Cruzo la ciudad por debajo como un elevado cóncavo y del otro lado me recibe la Universidad de Santiago de Chile. Grafitis que dibujan grandes sensibilidades, como un arte urbano, retratan el sentir de lo más noble de cualquier cultura: sus estudiantes. Medio perdida y con ese título en el rostro logro llegar a la sede del congreso, en el que me inserto gracias a la amabilidad de los colegas del mundo. Cuatro días de intenso trabajo en el que el mío parece imbricarse en una sinfonía de preocupaciones. Siento que estoy por buen camino y que el tiempo no se ha perdido. En el tiempo que queda libre me escapo a visitar la ciudad. Ya en el día tres, noto con algo de sonrojo cómo la suela de mi zapato tímidamente se despega. Se me antoja una boca que cuenta temerosa los lugares que ha visitado. En la calle, en la biblioteca, en los museos, apenas reconocen mi acento nuestra triste celebridad emerge... el inevitable... ¿Y qué se sabe de Chávez? No se hace esperar. A la decimotercera vez me siento tentada por fingir otro acento que tal vez me mimetice con el entorno.

Es mi último día en Chile, Bruno Mars me canta al oído mientras camino atontada por el calor. “¡Muera la Yuta!” dice en una pared, deseo repetido en varias, lo que me hace preguntar qué es. La policía, me dicen. Muera la policía, y pienso... en mi país muere la policía, la gente decente y trabajadora, ese decreto se cumple doloroso y tácito todos los días. Estoy en Bellas Artes y la presencia de parejas gay que caminan tomadas de la mano me insinúan un Chile tolerante, lo que celebro. Al preguntar me entero de que están confinados a ese espacio en el que pueden ser y mostrar sin miedo su amor. La Vuelta se llama el humilde restaurante en el que he decidido comer como Dios manda, por primera vez en cinco días. Los platos están escritos en una pizarra en la que con tizas de colores se invita a la salivación incontrolada. “Pollo a la pobre”, “Bifé a la pobre”, expresión que llama mi atención y yo, que pregunto más que un funcionario de migración, no tardé en increpar al mesero. Me dijo que “a la pobre” significa acompañar la carne o el pollo con papas fritas, cebollas caramelizadas y un huevo frito. ¿Y eso es “a la pobre”?, pregunto con cierta envidia. Para mí y para muchos de mis coterráneos está muy bien comer “a la pobre”. Me traen mi comida y empiezo con la parsimonia de quien quiere que dure para siempre, a disfrutarla, la bebida sin hielo... usan poco, por no decir nada, el hielo, los chilenos... ¡Dementes!, ¡dementes!, ¡dementes!, grita mi otro yo imperceptible. Frente a mí un perro lanudo, tupido y redondo ha hecho hogar bajo mi mesa, con tanta familiaridad que parece mío. Quienes caminan resoplan como quien levanta pesas, mientras las gotas de sudor hacen turismo extremo en sus rostros.

Siguiente parada: Centro Cultural Gabriela Mistral. Tengo que seguir si quiero aprovechar el resto del día. A mi paso, dejo un Chile homogéneo pero dividido, amable y hospitalario al que espero volver pronto.