Entrevistas
Roberto Martínez Bachrich
“Nos gusta quejarnos de la ausencia de literatura”

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Roberto Martínez Bachrich. Fotografía: Marcel Cifuentes
Martínez Bachrich: “Juzgamos medio siglo por dos o tres nombres, dos o tres obras. Y no nos metemos a ver qué más hallamos”. Fotografía: Marcel Cifuentes.

Para el venezolano Roberto Martínez Bachrich (Valencia, Carabobo, 1977) los libros han sido fundamentales en su vida. Comenzaría a leer desde muy pequeño, a través de una colección de cuentos chinos, eslavos, rusos, húngaros, que le proporcionaría su madre. Eran grandes volúmenes ilustrados de tapa dura. Aunque poco recuerda de esas anécdotas, mantiene viva la sensación de que fue algo divertido. Con posterioridad llegarían versiones abreviadas para jóvenes de clásicos como la Odisea o Moby Dick, las cuales intentaban completar las elipsis del recorte de texto con dibujos coloreados. No faltaron en esta suerte de aprendizaje los policiales de Agatha Christie y, con una idea más clara, sus ojos maravillados recorrerían La metamorfosis de Kafka.

Al llegar a los dieciocho años buscaría el original de Melville, que se convertiría en una novela de cabecera y que devotamente cada lustro ha revisitado consecuente: “En un inicio, recuerdo que me emocionaba mucho, me costaba despegarme de ella y estaba fascinado por el Capitán Ahab. Y, bueno, por esa ballena que no terminaba de aparecer, porque tienes que recorrer casi todas las páginas para verla de cuerpo entero en los capítulos finales”, precisa. Luego se van sucediendo otros libros: los de Julio Ramón Ribeyro serían muy importantes al igual que los de Borges, Cortázar, y La peste o La caída de Camus. También admite ser asiduo a la poesía, sobre todo la escrita en el país.

Con la madurez, la literatura para Martínez Bachrich se convertiría en un oficio, ya que se graduaría en letras en la Universidad Central de Venezuela, haría una maestría de escritura creativa en Turín, cátedra auspiciada por Alessandro Baricco, y conseguiría apuntalar otra maestría en literatura también en la UCV con una tesis sobre el chileno Pedro Lemebel.

Con estas herramientas de estudio, y una empecinada práctica docente universitaria, le ha tocado estudiar la literatura venezolana. Y tal vez de allí ha surgido “una pasión que parecería obligada pero que en verdad no lo es”. En todo caso, asegura no tener una relación profunda con el trabajo narrativo de autores del patio. Más bien son aspectos particulares los que le han llamado la atención. El trabajo de la atmósfera, en la narrativa de su querida Antonia Palacios, o en las de José Napoleón Oropeza y Esdras Parra, además de otros escritores de esa generación en cuya obra “la anécdota se disgregó un poco. Eso fue algo que me interesó. Si nos vamos a los clásicos, me parece que, digan lo que digan, Rómulo Gallegos es un gran novelista al igual que Teresa de la Parra o Manuel Díaz Rodríguez, que a todo el mundo parece aburrirle muchísimo. Por ejemplo, su Sangre patricia me parece extraordinaria”, confiesa.

En este canon añade a Julio Garmendia, quien tendría “cuentos magníficos”, al Úslar Pietri joven (“en “Barrabás” hay hallazgos”), a Carlos Eduardo Frías, Antonio Márquez Salas y Gustavo Díaz Solís. Incluye, de nuevo, la producción literaria de los 60, 70, 80, otros de sus ámbitos, desde donde rescata al Carlos Noguera de Historias de la calle Lincoln y Juegos bajo la luna, o al José Balza de D y, sobre todo, Percusión (“me parece, a su manera, una gran novela”). “Quizá tenga un gusto amplio en ese sentido. Es decir, a mí me entusiasman aspectos formales de la narración que no se relacionan conmigo, con lo que hago. Cosas que tal vez nunca exploraría, pero que, bien hechas, me interesan como lectura. Siempre se puede aprovechar algo de todo lo que se lee, porque cada libro exige un pacto distinto”, enfatiza.

En cuanto a la más reciente narrativa venezolana —promoción a la que pertenece y es, tal vez, uno de sus imprescindibles exponentes—, señala: “No estoy muy al día. Por razones profesionales tengo años leyendo ‘lo viejo’ y eso me ha alejado de lo que se está haciendo ahora. Lo que he leído de Salvador Fleján, Rodrigo Blanco Calderón, Carlos Ávila y Miguel Hidalgo, entre otros, me parece muy bueno. Pero no creo que se trate de un boom ni nada por el estilo. Es, simplemente, un capítulo más de una tradición que siempre ha estado viva. Si vas década por década en el siglo XX, encuentras sin falta alguna figura, alguna obra, que por una razón u otra valió la pena”.

“Nos gusta quejarnos de la ausencia de literatura, y también de ‘la literatura que no sirve’. Es una cosa de cómo miramos. Juzgamos medio siglo por dos o tres nombres, dos o tres obras. Y no nos metemos a ver qué más hallamos. En el siglo XIX había ya, sin duda, grandes escritores (Bello, Toro, González, Pérez Bonalde) e incluso en la colonia (De Castellanos, Simón, Oviedo y Baños, Gumilla, Navarrete)”, enumera.

Sin embargo, Martínez Bachrich es pesimista ante las condiciones de la investigación literaria: “Trabajar aquí con literatura es muy difícil y lo es, sobre todo, para un investigador. Porque no dispones de lo que necesitas, los obstáculos florecen por doquier, los prejuicios y los intereses mezquinos desvían el trabajo. En fin, a veces es muy ingrato y mal pagado: debe ser una pasión, y pasión es también padecimiento. Durante cuánto tiempo no se leyó a Ramos Sucre o a González Rincones o a Julio Garmendia. El lector común se estaba perdiendo de grandes escritores, durante décadas. No es culpa de nadie, en el sentido estricto. Tiene que ver con el funcionamiento de las cosas en este país, con un ‘sistema literario’ que está herido, que es muy raro”.

Por su parte, este escritor valenciano tiene en su haber una producción literaria diversa, la cual comprende poesía con Las noches de cobalto (2002), el ensayo con Tiempo hendido: un acercamiento a la vida y obra de Antonia Palacios (2012, Premio X Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana) y el cuento con las colecciones Desencuentros (1998), Vulgar (2000) y Las guerras íntimas (2011).

 

El taller y Desencuentros

—¿Cómo fueron tus comienzos en la escritura?

—Lo hice no muy en serio y escribía como todo el mundo unos espantosos poemas de amor, que en realidad eran de despecho. También hubo unos cuenticos o algo que parecía eso. Luego, en los inicios de mis estudios de educación en la Universidad de Carabobo, una carrera aburridísima, conocí gente que escribía. Con ellos intercambiaba lecturas y textos. Después me enteré de un taller, muy cerca de la universidad, que impartía Laura Antillano. Había que llevar un cuento y estabas adentro. Eso hice.

—Aún era la época del apogeo de los talleres literarios.

—Así es. Eso era en el año 95. Era un taller semanal donde leíamos nuestros textos y discutíamos a grandes cuentistas. Fue una experiencia fantástica, porque tomé conciencia de muchas cosas y empecé a escribir más seriamente, con cierta rigurosidad. También descubrí narradores estupendos que desconocía: Juan José Arreola, por ejemplo, que es un monstruo.

—Allí, seguramente, se gestó tu primer libro de relatos, Desencuentros.

—Hacíamos ejercicios narrativos. A partir de una frase, o de una fotografía, tenías que hacer un relato de una cuartilla para que pudiera funcionar la mecánica del taller. Eso me fue dando el músculo de la escritura frecuente. Escribí muchas porquerías. Pero de tanto en tanto, había un texto que no me parecía tan malo. Y en efecto, algunos de esos cuentos están en Desencuentros. Sobre todo los menos extensos.

—Entonces, con toda esa experiencia vendría el oficio...

Desde temprano recuerdo haber sido un poco obsesivo en la corrección. Cuando un texto me parecía que podía servir lo revisaba mucho. El taller fue muy útil en ese sentido. También el ejercicio de la síntesis: decir lo justo y rápido. Por ejemplo, iniciar el cuento a mitad de la historia, evitar demasiadas especificaciones, desvíos, ruidos.

—En todo caso, creo que le faltó un poco más de reescritura a Desencuentros. ¿Estás de acuerdo?

—La última vez que lo leí, como dos años después de publicado, vi muchas fallas. Cosas que de esperar un poco más hubiesen mejorado. De verdad salvaría sólo algunos cuentos. Creo que “Sobre vacas, alcaldías y postes de luz”, “Fumar en el avión”, “Avispa” y el de la estatua (“El prócer”). En este último quizás se muestre mi fijación por la cuestión de la atmósfera. Eso me interesaba mucho cuando lo escribí. Acaso sólo esos cuatro textos valen la pena. Y son cuatro de veinticinco, lo que demuestra claramente que ese libro no sirve.

 

“Vulgar”, de Roberto Martínez BachrichLa porno-erótica y lo farsesco en Vulgar

—Por el contrario, en tu segunda colección de cuentos, Vulgar, te muestras como un escritor con plenos poderes.

—Esos relatos se piensan más como libro. Incluso el libro ya tenía un orden mental antes de estar terminado. Al escribir los primeros cuentos supe que coincidían de cierta manera temas, personajes y lugares. Por dar un ejemplo, se repetían los personajes de “Una mujer muy gorda llora”, el cuento fundacional del grupo. Y con esa idea fui vigilando el camino de los textos posteriores. Antes de terminar el volumen, la idea de conjunto ya era muy firme. De hecho, hubo otros relatos de la época que sabía no pertenecían a Vulgar y los dejé afuera.

—Es verdad, sorprende la coherencia interna del libro, el tono, la estructura.

—Allí hay, quizás, dos tonos. Uno serio, a veces solemne, a veces tierno, que se ocupa de tópicos que usualmente irían en otro tono. Y otro más bien cómico, a veces grotesco, que quiere ocuparse de lo que, por el contrario, debería ser muy serio. Igualmente, en la escritura traté de incorporar retazos de la cultura popular, de los referentes de la vida cotidiana. Se fueron uniendo canciones de Héctor Lavoe, Rubén Blades, Celia Cruz, Oscar D’León y La Lupe, fragmentos de películas taquilleras y no, novelas rosa y clásicos de la literatura, todo eso se mezclaba con lo que se estaba contando. Siempre son referencias que redondean la anécdota o le dan otro filón.

—Estarían la música popular y la literatura...

—En efecto. Reescribir el regreso de Ulises a Penélope, o el deseo imposible de Efraín por María, o recuperar esa anécdota tan insólita de Juana Inés de la Cruz y sor Filotea: la poeta le escribe a un hombre que se hace pasar por monja, a un personaje ficticio. También hay, decíamos, alusiones a películas. Esas son constantes: Midnight Cowboy o El imperio de los sentidos. Uno siempre está relacionándose con diversos discursos y con muchas experiencias del arte. Pero quizá integrar todo eso no es algo de lo que haya estado consciente entonces. Fue saliendo como automáticamente.

—También habría mucho del grotesco en la composición de Vulgar.

—En algún momento me dio por pensarlo como una gran farsa teatral. De cierta manera, los guiños del narrador con el lector se asemejan a los personajes sobre el escenario que intentan hacer partícipe al espectador en la sala oscura. Y de eso me di cuenta avanzado el libro. Por ejemplo, “Lluvia blanca, amarilla”, que fue, en principio, un ejercicio del taller de cuento con Carlos Noguera, termina con un telón y el aplauso del público. Entre ese telón al final y el epígrafe de Macbeth que inicia el conjunto, estaba la intención de teatralidad, los guiños al lector, los juegos con las referencias. Es decir, lo paródico y lo farsesco.

—Debe ser difícil mantener ese agudo humor que está en casi todo momento de las anécdotas.

—La verdad, recuerdo haberme divertido mucho escribiendo el libro. Haberme reído a carcajadas cuando encontraba la salida a algún cuento. Pero creo que esa intervención del narrador y la cosa farsesca ya no aparecerá más, fue algo que probé allí. Ese fue el detonante, el impulso o el punto de llegada que estaba buscando. Recorrer los dos extremos sin desprender lo vulgar de la referencia. Explorar el estatus de ciertas referencias culturales que son tenidas por vulgares y por poca cosa. El tipo de música del que se habla en algunos relatos. Ir alojando una galería. Hacer una gran farsa tragicómica y porno-erótica o, mejor dicho, combinar, si puede decirse así, el erotismo risible con la pornografía trágica. Porque Vulgar es un conjunto de cuentos, en el fondo, sobre el deseo enrarecido, sobre las filias y complejidades de la sexualidad humana y la perversión.

—Esto último es muy inquietante, porque los personajes se relacionan con el sexo de manera a veces no muy convencional. ¿Por qué lo llamas porno-erótica?

—Son prácticas sexuales al menos curiosas: la prostitución como salida a un conflicto, la zoofilia, el travestismo, la masturbación, la orgía, la necrofilia, el fetiche. Casi todo pasa por ese juego. Tratar de bajar un poco el acento sobre lo culto y lo bello, e intentar darle lugar en la escena a eso que se supone oscuro, desviado, extraño, curioso, feo. No son cuentos de amor. Más bien, como decía, son una exploración porno-erótica. Porque no hay una exploración seria del erotismo. Y tampoco son cuentos pornográficos en el sentido tradicional. Tanto el erotismo como la pornografía son subgéneros muy difíciles. Hay que tener una muy buena pluma para practicarlos bien. Esto está siempre a mitad de camino, y a mitad de pluma: en el umbral, en la poquedad, en la falla.

—¿Pudiera haber algo de Boris Vian en esas “perversidades”?

—He leído poco a Vian. Pero lo leí mientras escribía Vulgar. Y lo cito en alguna parte. Estaba presente Patricia Highsmith y la seca, cómica crueldad de sus Pequeños cuentos misóginos. Y también la ironía de Ribeyro, ese humor que a veces raya en lo grotesco. Piñera y Arreola, también, por el lado del humor absurdo. Creo que es una cuestión que está en muchos de los grandes cuentistas. En Chéjov era más atemperado. Cuando lees eso algo se te contagia, se te pega o intentas explorarlo.

 

“Las guerras íntimas”, de Roberto Martínez BachrichLas guerras cotidianas

—Llama la atención que hayan pasado tantos años entre Vulgar y Las guerras íntimas. ¿Cómo fue el proceso de escritura de este último libro?

—La primera versión estuvo lista en 2001. Algunos cuentos los escribí paralelamente a Vulgar, sólo que era otro tono, eran otros temas. Eran dieciséis textos más o menos breves. No se publicó y pude revisarlos mucho. Fui quitando. Mientras tanto escribía otras cosas. Al fin quedaron sólo cinco, de aquellos primeros, en esta última versión. Y otros que hice hasta 2007.

—¿Habría una maduración?

—Supongo que sí. Esa distancia, esos años, te permiten pensar mucho, reescribir y reordenar. Y creo que, como se diría, salió una colección de relatos más o menos decente. Una cosa mucho más meditada, más lentamente procesada. Hay un trabajo profundo de reescritura que no había en ninguno de los otros libros. Bueno, y esa cosa de que si un cuento te interesa y lo reescribes y no te convence quizás lo botas. Y te vas quedando con los que te producen una sensación de que funcionan. Aunque no sé exactamente cuándo ocurre. Los leo y digo “esto sirve”.

—¿Cuándo dejarías de revisar?

—El lector que hay en uno te dice: “este cuento va”. Si hubiesen pasado más años, quizá ya no sería este libro. Pero con Las guerras íntimas me siento menos inseguro. Justamente por ese largo trabajo de redefinición y reescritura. Tal vez no sean cuentos extraordinarios. Pero creo, digamos, que hay diez textos con los cuales estoy hasta cierto punto conforme.

—¿Cuál sería la diferencia formal de Las guerras íntimas?

—Son historias que se dejan vivir ellas mismas. Quizá un narrador dedicado a su anécdota, sin distraerse como sucedía con la ficción en la ficción de los anteriores libros. Además, cambia la autoconciencia de los personajes de que son literarios o son una farsa o una ficción. Eso, que a ratos pesaba en Vulgar, ya no está.

—En todo caso, se percibe la constante de tus temas anteriores.

—Hay quien dice que uno está escribiendo siempre la misma obra. Y si te pones a ver estos cuentos también son vulgares desencuentros, o los anteriores eran ya guerras íntimas. Porque son batallas en un ámbito cerrado, entre pocos personajes. Batallas muy nimias, domésticas, privadas, íntimas. Y giran en torno a relaciones familiares deshechas, parejas fracturadas, crisis laborales, amistosas, del corazón, en fin...

—¿La necesidad de expresión residiría en el ocultamiento del narrador?

—Puede ser. Porque cómo cuentas estas historias, la de un paranoico que teme a las mesas, la de unos mitómanos que asesinan por teléfono, la del fantasma de una enfermera decapitada, la de una familia que huye de la guerra, la del pintor que se va de caza y no regresa, la de la chica que cambia de novio una y otra vez en un mismo círculo de amigos; cómo cuentas esas guerras íntimas tratando de no participar, de que la historia viva por sí misma. Cómo puedes hacer, en tanto narrador, que eso funcione. Quizá sea desapareciendo. Creo que Quiroga y Cortázar han reflexionado sobre esa disolución necesaria de la visibilidad del narrador en sus poéticas. Eso no pasaba en Vulgar y creo que pasaba, a veces y mal, en Desencuentros. Aunque acá el tono cómico, grotesco, estaría aún de alguna manera en “Los colores oscuros”, “Sifilíticos e integrados” o “Densidad de las mesas”, ese tono quiere hacerse neutro, pretende una cierta naturalidad: se invierte el artificio, de lo que se trata es de que no se vean los modos de construcción del mismo, que todo pase como si nada, como si, en efecto, estuviera pasando sin que nadie te indique: “esto está pasando”. Evidentemente, en el fondo, este es también un artificio. Ribeyro decía que “la literatura es afectación”, y que cualquier tentativa para no parecer afectado no es sino “una afectación a la segunda potencia”.

—También se evidencian diferentes registros. Por ejemplo, el tratamiento de atmósfera que está presente en “Aguas perdidas, aguas encontradas” y “Densidad de las mesas”.

—Algo del trabajo de la atmósfera, que me obsesionaba hacía tiempo, debe haber quedado allí. Sin embargo, son cuentos muy diferentes. “Aguas perdidas...” es un relato moroso, donde está una situación más bien tensa que intensa (pero la tensión, dice Cortázar, es otro modo de construir la intensidad), que es la batalla contra la muerte del chico en el agua. Y esa lucha entre el personaje y el mar nadie la ve y a nadie le interesa. Vuelve a ser íntima. Pero se llega a ella acumulando situaciones aparentemente inconexas que, no obstante, están preparando ese momento del cuento: la batalla final. Mientras que en el otro relato que mencionas, en “Densidad...”, el ritmo es mucho más veloz. No hay desvíos. Seguimos un único hilo narrativo que va derecho a la consumación, a la tragedia.

—En este sentido, llama la atención “Blanco” por parecer un cuento de horror.

—No lo sé. A mí me parece admirable un buen relato de horror sobrenatural, que así es como los llamaba Lovecraft, uno de sus más grandes exponentes. Aquellos en que el lector pacta con lo increíble y se desplaza toda lectura racional. Es dificilísimo hacerlo bien, y es lo que intenté en ese cuento, pero no sé si lo logro. El cuento narra lo que la protagonista ve: el regreso de una muerta sin cabeza. No quise, cuando escribí el texto, que se leyera como que ella alucinaba. Pero esa lectura otra, la de lo fantástico, la que permite el acercamiento racional al hecho, es evidentemente posible. Porque allí también se cuenta lo que se dice en el hospital: que la enfermera se ha vuelto loca. En definitiva el lector es el que debe decidir. Ambas lecturas, creo, son posibles. Y allí hace cuerpo mi fracaso.

—¿Estás en otro trabajo?

—Estoy escribiendo nuevos cuentos, pero no estoy pensando en libro aún. A lo que tengo en proceso le falta mucho para cerrarse. Poco a poco van saliendo cosas, muy lentamente. Estoy escribiendo también mucho ensayo. Lo que sí tengo cerrado es en poesía. Pero publicar poesía en este país se hace hecho muy difícil: cada vez hay menos editoriales que contemplen una colección de poesía. La poesía no se vende, dicen. Razón importante, entonces, para escucharla y atenderla. Género afortunado, la poesía, que logra escurrirse y sortear, felizmente, los barrotes del mercado.