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De Manzanar
se ve la mar.

Hacía ya varias semanas que el Pelluco andaba evitando una encerrona que había prometido tenderle mi madre, sin aviso (él sabía por qué), hasta que una tarde, el último sábado del mes, antes de que llegara mi viejo de Cerro Negro, cayó por fin en las redes: una batea con agua espumosa que ella había levantado en el galpón.

Mi hermano ensayó retroceder.

—¡Vamos, don Aliro Vargas, no se haga usted el tonto! —oímos—, ¡desnúdese de una vez por todas que a mí nadie me regala el tiempo!

Que el Pelluco alcanzó a sublevarse antes de hundirse entre las burbujas del jabón alegando que ya estaba grandecito y que podía bañarse solo, de eso me acuerdo como si fuera ahora; me acuerdo además de que hacía teatro para quitarse los calzoncillos —se le enredó un dedo en un elástico de la pretina—, se me hizo que pedía ayuda con los ojos —estábamos yo y mi hermana chica solamente—; después se agarró de un canto de la batea, tenía una nalga a medio salir, le era difícil entrar; rezongó que el agua estaba muy caliente; advertí entonces que mi madre se había ubicado los puños en jarras, lo que quería decir que hasta ahí no más llegaban las bromas.

Bueno, que él mismo se encargó de aliñar sus problemas en la cuadra, no es secreto para nadie; pero quienes de verdad trajeron el bulo a casa fueron las vecinas.

Mi madre se indignó.

—¡Qué plancha! —decía—, ¡venir a enterarme por terceros!

Eso le pasó por farsante, creo yo.

La noticia de que mi hermano Pedro Aliro podía largar el chorro de la orina más lejos que todos los niños del barrio echó a volar campanas rápidamente, salió incluso de nuestros lindes, ya que muy luego empezaron a llegar niños de la población militar, de la población de los EE.PP., de Echeverría adentro, de Pudeto abajo..., todos por supuesto con el objeto de participar en el juego, un arte que Aliro Vargas, alias el Pelluco, venía ejerciendo hacía más de un año con gran éxito.

A veces se me ocurría que el Pelluco llegaba a hervir de engreimiento andando así: las manos en los bolsillos, con paso grave, como si nos hiciera un gran favor ir andando al lado nuestro, en la calle; me parecía incluso que le costaba moverse por la superficie del planeta, y que al hablar le salía la voz por el hueco de un diente.

Una tarde sin embargo al momento de ir a responder el desafío de un niño que lo llamó embustero sufrió un golpe inusitado de atención que dejó a todo el mundo sobre ascuas: un pelusa facha de tordo venido del cerro Mayaca gritó mientras indicaba los bajos de Aliro: “Tiene pendejos”.

No volaba una mosca.

Los fieles del Pelluco conseguimos levantar una muralla a su rededor con los ojos hundidos en el lugar en donde solía haber pelos —Aliro quedó tieso de asombro, manos en alto—, segundo que aprovechamos para cerciorarnos de que la observación que había hecho el tordo del Mayaca era legítima.

Él se subió los pantalones con furia.

Noté que al Pelluco le afloraba una sonrisa de hombre adulto en los labios, que nos fisgaba por encima del hombro.

—¡Anda, sinvergüenza! ¡Muestra lo que tienes que mostrar y después te dejo tranquilo! —oí que voceaba a mi madre.

En los días que siguieron a la marea que levantó la noticia de que al Aliro Vargas le habían salido pendejos anduvo mi hermano haciendo viva ostentación de aquel fenómeno otros tantos días —en la calle o en el patio— con el fin de subrayar la diferencia que existía entre él y las naturalezas que lo seguían por todos lados sin el bochorno fastidioso que le arrebatase las mejillas al principio, naturalmente, ahora más seguro de sí mismo, ya no con muchas ganas de participar en el juego de ayer; a menudo se ofrecía para hacer de consejero o de árbitro en las disputas echándose un aire de juez, un aire que mordía por dentro, sobre todo al notar que no ponía ningún interés al dirigirse a los más chicos, pues hablaba con los ojos clavados en la esquina de la calle Echeverría, la esquina de Julio Sánchez, del Gordo Saavedra o del Negro Carrasco, unos bravucones de 14 años que se enzarzaban todas las mañanas en fieras apuestas haciendo zumbar los trompos en el suelo.

Ya una vez dentro de la batea el Pelluco hizo un gesto de entrega absoluta seguido de un quiebro raro dando a entender que le importunaba nuestra presencia.

—¡Ustedes se van! —estalló mi madre—, ¡fuera de aquí!

Habrían transcurrido acaso unas dos semanas, o por ahí, del sonado descubrimiento que hiciera el tordo del Mayaca, cuando una tarde a la hora de almuerzo —nos hallábamos en una artiga de la población militar—, durante una de sus clásicas fanfarronadas, extrajo Aliro Vargas su miembro viril a la intemperie por causa de un ineludible desafío, y en vez de largar el chorro de orina contra una muralla de yeso, como lo hacía siempre, lo largó contra los zapatos. Inútilmente trató de controlar la fuerza del chorro; se mojó hasta los calzoncillos.

Este visible tropiezo a plena luz del día produjo en el ánimo de la gente un regocijo incompasible —honda expectación, desconcierto— aunque también produjo un escalofrío repugnante ya que Aliro Vargas estaba sufriendo en aquel minuto. Se volvió de repente feo, obscuro, largó un quejido. Alguien, un gordo de la Escuela Uno, hizo notar que al Pelluco se le había hinchado la lombriz que le colgaba entre las piernas.

—¿Lombriz? —repitió él, jocoso, aunque en realidad estaba aguantando el dolor. Aún alcancé a distinguir en la cumbre de su lombriz una especie de animalejo inquieto que trataba de salir entre las vueltas de una túnica lechosa, y no podía, segundos antes que el Pelluco hurtase su miembro a la vista de los demás.

Entendí que a mi hermano le ardían las orejas.

—¡Que esto no duele, Aliro! ¿Qué te pasa? ¡Así, así..!

Estábamos parados detrás de un tabique.

Mi madre le aplicó un bálsamo en la cabeza de la lombriz y lo dejó ir.

—Ya se te pasará —asentó—, nunca se ha muerto hombre alguno por eso.

Sucedió entonces que el mismo día en que obligaron al Pelluco a bañarse se apareció en nuestra casa la señora Bermúdez que venía de Manzanar adentro.

Ya de lejos solíamos descubrir a doña Juana, bridas al hombro, ondeando, como si no quisiera desprenderse del paisaje y los árboles, cuando venía a nuestro barrio.

—¿Ella?

Sí, era ella; no había dónde perderse. Por momentos asomaba, disminuida, tras un soto de eucaliptos para aumentar luego sorpresivamente de estatura a la vuelta de una esquina, o con igual ligereza desaparecer de la vista flameando con sus polleras ahítas de flores y mariposas. A decir verdad se distinguía siempre por su chasca increíble, una chasca llena de luces rojas y amarillas, pues ya nadie se teñía el pelo así.

De pronto se nos volvía la piel de gallina con la intensidad de una voz ronca de alguien que tapaba el sol a nuestro lado tirando a su burra de una huasca.

—¿Vive aquí la señora María?

A doña Juana Bermúdez se le hacía difícil reconocer a los niños de la María entre los niños de la cuadra.

Era una varona fea orejuda de pies enormes —unos bultos resecos llenos de cenizas— de mirada fosca, una mirada que sugería una rara consideración.

—Vayan a saludarla —nos pedía la mami—, y le dan un beso si quieren.

Yo y la Ori salíamos arrancando. Un halo desagradable seguía el ruedo de esa mujer. Debía de transcurrir una hora o dos antes de que nos atreviésemos a acercarnos a ella, por fin —sigilosos—; a lo mejor después de oírla reír; no sé. Era cómico verla reír, ver su bocaza, sus dientes grandes de caballo: reía con toda el alma y los zapatos; parecían retumbar de súbito los objetos en el dormitorio y los muebles —ollas tazas cucharillas—, todo se estremecía, la señora Bermúdez agitaba sus tetas, los párpados, sus labios, se detenía el aire a su rededor, semejaba de improvisto una mozuela traviesa hermosa juvenil; nosotros hasta perdíamos el miedo de abordarla —ya no era la matrona feroz que desnucaba conejos en el patio, ésa que le abría el buche a los gansos—; de verdad que había un encanto malvado en su desaliño.

—¿Qué hacen aquí los pícaros? —inquiría de lejos.

Justamente estábamos devorando un queso de cabra, de los que había en la cesta del burro.

Yo solía acercarme a ella, resuelto —ya más tarde— y decirle para su expreso gusto como me habían enseñado, inclinando la frente:

De Manzanar
se ve la mar.

A la señora Bermúdez llegaban a chispearle los ojos en el rostro; no podía disimular el golpe de alegreza que la había sorprendido. Me asía entonces de una solapa, o de por ahí, y me plantaba un tremendo beso en la cara; yo hacía lo imposible por quitarme el beso con el dorso de la mano. Era un beso húmedo grande que olía a rescoldo, a violetas de ajo, ocasión que ella aprovechaba para introducirme algún embeleco en el bolsillo.

Luego venía la Ori saltando y repetía la misma gracia:

De Manzanar
se ve la mar.

Fue la abuela antes de morirse la que destapó la olla de que tenía un primo lejano viviendo con su familia allá por Manzanar. Nosotros ni sabíamos.

Bueno, debido al tole tole que se armó cuando el Pelluco no quería meterse en la batea, resulta que no escuchamos llegar a la señora Bermúdez. Mi madre se topó con ella a la puerta del galpón.

Lo que vino después, no me acuerdo mucho; me acuerdo eso sí que era una noche obscura, que había luna llena en el patio, y que mi madre y la señora Bermúdez hablaban a toda boca en la cocina (horas y horas); me acuerdo incluso que desperté con la furia de un cabezazo que me di sobre la mesa —no quería irme a la cama pero me llevaron en andas—, la señora Bermúdez se reía como loca, hasta que de pronto dijo alguien en voz alta: “¡Ahora vengo!”.

El sol quemaba las rosas en el jardín. Olía fuertemente a pellejo de asno en el barrio.

Mi madre acababa de salir pitando en dirección a la tienda de doña Elena que vendía hallulas dos cuadras más arriba.

En ese punto se abrieron los visillos que solían dividir nuestro dormitorio de la cocina y entró la señora Bermúdez, alborotada, como a quien le urge satisfacer alguna impostergable diligencia; se detuvo en medio de las penumbras, manos al frente, tanteando las cosas, y luego se fue hacia donde estaba el Pelluco y se paró a su lado.

Aliro se frotó los párpados un segundo.

Ella hizo un hueco entre las alas de una manta sin perder nunca la soltura de su quehacer y se zambulló bajo las sábanas como quien se dispone a rescatar un tesoro bajo el agua.

Al Pelluco se le enredaron los dedos en las greñas de su cabeza aterrado de escándalo al tiempo que fisgaba a izquierda y derecha temeroso de que fuera a dejarse ver algún conocido en el dormitorio lleno súbitamente de una aviesa picardía. Tuve la impresión por un momento de que el Pelluco apretaba las orejas de la señora Bermúdez con las dos manos, con fuerza bruta, sin disimulos, a la vez que torcía la boca y se quejaba, se quejaba. Un minuto exacto después saltó doña Juana fuera de las ropas con aire de gata alegre —los cabellos en desorden, inflada de ardor— y dijo: “No te preocupes, ya no volverá a dolerte”.

El Pelluco quiso aducir algo pero ya la señora Bermúdez iba saliendo del dormitorio en el preciso momento en que mi madre regresaba con la bolsa del pan agitada por una loca carrera.

Yo me detuve tras la puerta. El Pelluco me hacía gestos para que me fuera de ahí.

La señora Bermúdez se llevó un pañuelo a la boca.

Mi madre la escrutó por todas partes y articuló:

—¿Qué hacías en el cuarto de los niños?

Doña Juana no halló qué responder, cabeza gacha, el moño colgando. Desarmada entera.

No hubo interrogatorios ni explicaciones, simplemente mi mami le atravesó la cara a la señora Bermúdez de un violento palmetazo.

Desde entonces que no se hablan aunque se choquen de nariz en la calle.

Por lo demás ese mismo día, por la tarde, se le pasó la hinchazón al Pelluco en su lombriz. Ahora casi ni se junta con nosotros, anda todo el día metido con la pandilla del Negro Carrasco. Yo incluso lo he visto fumando a escondidas.

Lo único que echo de menos de los tiempos de la señora Bermúdez son los quesos de cabra.