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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 28, del 21 de julio de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Yo tampoco escogería mayo para comenzar

Héctor Torres

El calor de esa apretada noche de mayo había desvelado a la señora de Bastidas. Algunas contrariedades de su intensa vida social generaban ese enojoso malestar con más perturbaciones de lo que la elegancia aconsejaba. Por estar atravesando una etapa particularmente prolífica de su insomnio, había adquirido, desde hace algunas semanas, el inusual hábito de sentarse frente a la ventana para ver su pedacito de mundo mantener un orden secreto. Gustaba de contemplar la escena palpitante y misteriosa que deparaba la calle. El perro vagabundo, el viento atropellando bolsas, el vehículo sonámbulo, adquirían a esa hora dimensiones extraordinarias.

El corazón le dio un tirón en el pecho ante un suceso que, por lejano a su cotidianidad, le resultó casi inverosímil. Con el sibilino sigilo de los gatos, una misteriosa sombra acababa de atravesar la verja de la casa. Su reacción natural fue —por supuesto— despertar a su esposo; pero no lograba articular palabra. Presionó con fuerza su boca con ambas manos cuando, en la confusión que ahora estallaba, una orden de gritar (salida de su terror) contradijo a otra de no alertar al invasor (salida de su prudencia). Presenció aterrada cómo la sombra silente se dirigía hacia la entrada de la casa y se perdía de vista bajo su ventana.

Su sentido de supervivencia hizo erupción con la misma violencia con que se derriba el cultivado civismo de los hombres. Sacudió posesa el cuerpo inerte de su esposo, mientras trataba de contener los gritos atragantados de espanto que gorjeaban en su garganta. Luchaba desesperada contra el pesado sueño de su marido cuando escuchó unas conversaciones en la sala. El horror, como agua que se desliza, se regó a lo largo de su cuerpo en lacerantes espasmos de escalofrío. En la torpeza de su estado, distaba mucho de entender que se trataba del televisor. Una mezcla de terror y odio le hizo arremeter contra el fardo de grasa que roncaba impasible, convirtiendo en angustiosos puñetazos sus impacientes palmadas sobre la voluminosa espalda.

  

...No pareció extrañarle que "La Barra" no quedara donde siempre, sino en la planta baja del edificio donde estaba la oficina. Raúl ordenó dos tragos más y se fue al baño. La morena de la mesa del frente tenía, aparte de un ceñido vestidito blanco que hacía un contraste divino con su bronceado, una mirada que lo tenía como si ya tuviera encima cuatro whiskys. "La cosa es conmigo", pensó, buscando la manera de acercarse. El tipo que la acompañaba se estaba parando con intención de ir al baño. No recordaba cómo se las arregló para sentarse en la mesa con ella, ni en qué momento volvió el orangután y le conectó el primero en la espalda. Quería darse vuelta, quería enfrentarlo, pero no podía moverse. Le pareció que Raúl se reía mientras el tipo se daba banquete con su espalda. En lo ridículo de la escena, trató de mantener la calma. Concentró todos sus esfuerzos en girarse, amasando todo su orgullo en la mano derecha que ahora se cerraba y, cuando sentía que empezaba a moverse, en lugar de la morenita deliciosa, su mujer lo miraba con absoluto pánico...

Sin despertar del todo, escuchó los sonidos sin forma y entendió, entre los balbuceos, que Isabel golpeaba su espalda apenas conteniendo el llanto. Abrió los ojos y comprendió que algo definitivamente terrible estaba ocurriendo, porque su rostro, que sólo conocía las formas apacibles y domésticas de la mansedumbre, se desfiguraba en contracciones grotescas. Esa mueca babosa le transmitió la inquietante sensación del peligro.

Su torpe sentido de defensa, nunca antes puesto en práctica, agravado por una irreal visión del peligro mostrada en la televisión, lo llevó a saltar de la cama y, sin entender del todo la situación explicada por la mujer, tomar la linterna para bajar las escaleras tan ágil como sus sesenta y dos años y su afición al churrasco se lo permitían.

  

La voz de un hombre, sin cómo ni por qué, le llegó desde la sala parloteando en un rudo inglés americano. En medio de las voces que ahora se sumaban, creyó escuchar un "ten cuidado, Franco", en el que reconoció la voz de su mujer. ¿Dónde debía buscar el peligro?, se preguntaba mientras trataba de despertar del todo y de traspasar las sombras fantasmales a su pasa tembloroso. ¿Acaso el peligro tiene una forma real, acaso podemos presentirlo? "Me he descuidado con lo del perro", se reprochaba ya consciente de la situación, y tratando de contener el terapéutico grito que descargaría el terror que lo tenía a un paso del desmayo. Razones asombrosas pasaron por su mente en ese absurdo momento. Deploró la estúpida e infundada tradición de que los machos de cada especie velasen por su manada. Repasó una lista de razones que podrían llevarlo a morir en esa noche, y otra de las personas que podrían alegrarse con la noticia. Hizo una relación de su vida y concluyó sin honestidad que era un hombre básicamente honorable. Un funcionario intachable. "Lo de los bonos aquellos, bueno, no tenía alternativa", pensaba mientras seguía enumerando burgueses fechorías de funcionario medio y mediocre, jurándose "si salgo de ésta" no volver a cometerlas.

No se había percatado, entre el terror y el inútil ejercicio de esmerarse en ese infame inventario, que se encontraba frente al televisor encendido con un canal del cable, sin toparse con la esperada amenaza. Al largo rato de haber leído 2:07p en la pantalla del VHS fue que razonó lo avanzado de la noche. Tomó el control que estaba en el piso y, mientras maldecía a la gata, presionó POWER.

  

Se preguntó si debía seguir buscando, pero eludió deliberadamente la posibilidad de encontrar. "La culpa es mía por dejarle a la gata el control en el piso", razonó para controlar su paranoia, y desandó los pasos sintiéndose más seguro de sí mismo, en medio de silentes y desvelados enseres desinflados ante el repentino silencio. No había tropezado con nada fuera de lo común, pero apuró el paso para minimizar el riesgo de ver aflorar una de las pocas cosas honestas que le pertenecían: su cobardía. Subió las escaleras consciente de que al llegar a la habitación se convertiría, sin mayor riesgo, en un héroe ante su mujer; muy conveniente para tapar ciertos escándalos menores. Caminaba reconfortado de ser Franco Julio Bastidas, de poseer el estatus que tenía, de volver a la cama dentro de pocos segundos, de ver si mañana en la barra conocía a la morenota que había soñado...

  

—¿Y las amenazas de Tovar? —inquirió Isabel, todavía dudosa.

—Eso no pasará de ahí mujer. Tómate tus pastillas y déjame dormir.

—Pero te juro que yo vi algo atravesar el jard...

—Que la idiota de tu gata no sólo le da por encender el televisor, sino que además tiene alebrestados a todos los machos de la cuadra. Mañana a primera hora te das una vueltica por la agencia de viajes y preguntas por el paquete antiestrés. ¡Ah!, y saca a esa sarnosa de aquí —cortó el hombre, dando por terminada la conversación, retomando su aplomo de director general sectorial mientras aterrizaba su adiposa humanidad en una cama envuelta en felpas.

—Yo no estoy loca —susurró Isabel, asumiendo un porte de digna terquedad.

Al apagar la luz, una silenciosa gota de sudor apareció en algún lugar de la nuca de Franco Bastidas. Isabel tanteó en su gaveta y palpó con los dedos el diminuto boleto a la calma. Una vista por la sala, vuelta de nuevo a la quietud, hacía pensar que la mente de la señora de Bastidas, víctima de las frívolas preocupaciones de su modo de vida, había fabricado la imagen.

  

..."había fabricado la imagen"... ¿A dónde creerá él que conducirá esta historia? Los narradores, ¡ah, los narradores! Detesto las historias contadas por narradores en tercera persona. Tómate un descanso, narrador omnisciente, que yo nunca he creído en narradores todopoderosos que creen saber lo que siente cada personaje involucrado en la historia. No creo en tu ubicuidad, no creo en tu omnisciencia. Deja que contemos esta historia los involucrados, que en todo caso prefiero la honesta complicidad del lector. Quisiera que abolieran de las historias a los injustificados e inverosímiles narradores. Tú, que ahora lees, ¡sí, tú!, piénsalo bien, dime si la escena del marido bajando a la sala y no encontrando nada, no era ofensivo para tu suspicacia. ¿Cómo es posible que no haya registrado el baño, por ejemplo? ¿Por cobardía? No sé, no me convence. Un discursito con devaneos morales al mejor estilo de Maupassant, ¡por favor! Siempre sospechaste que había algo encerrado más allá de la inocente historia que no parecía conducir a ningún lugar. Intuyo que no desconoces hacia dónde se dirige esta narración, y sé que comienza a parecerte interesante. Sí, ya lo sabes, ahora eres mi cómplice, ahora podremos darle rienda suelta a nuestro represado sadismo, ¡aprovecha, que algunos le llaman imaginación!

Respóndeme con franqueza: ¿no has sentido nunca deseos de asesinar a alguien? ¿De verdad que no? ¿A tu esposa, a tu jefe, a tu vecino? ¿No admitirías en esta íntima charla entre un oscuro, un vil, un descarriado pero asumido personaje ficticio y un sádico reprimido, un potencial asesino —sí, ¡tú!—, que si no fuera por razones de orden práctico (qué hacer con el cadáver, cómo evitar las sospechas de los vecinos, qué decir cuando comiencen a echarlo de menos) en más de una ocasión has anidado esa idea por las razones más irrisorias? Bueno, bueno, está bien, no lo admitas. No lo admitas, pero acompáñame a cumplir mi trabajo, sé mi silencioso cómplice en esta aventura, que no te va a costar nada. En todo caso no podrán comprobar tu participación; podrás dar rienda suelta a esos instintos que niegas tener, sin mayores complicaciones.

La casa la exploré con anterioridad. Tenía una pequeña duda con la habitación, y cuando vi el gato se me ocurrió lo del control. Es un poco atrevido y tiene la desventaja de tener que aguardar un poco, pero me permitió conocer la situación de la casa y el ánimo del viejo. Es, como todos ellos, un cobarde.

Te confieso que a estas alturas hacer esto carece de emoción. He realizado veintiséis trabajos —corrijo: veintisiete con este; nunca me he dado el lujo de fracasar— sin preguntar ni una sola vez la razón, ni permitirme vanas reflexiones sobre aquella remota y hueca palabra. Sé guiarme en la oscuridad, es una aptitud, más que necesaria, vital para este oficio. Vente, subamos las escaleras; eso sí, con la ingrávida paciencia de los fantasmas. Quédate a mi lado, para que seas testigo siquiera una vez de algo que siempre quisiste ver. Cuando vi esa masa de soberbia en pijamas, queriendo infundirse ánimo para hacer luego el papel del héroe ante su ingenua mujercita, sentí más bien flojera. Créeme, tengo dos semanas esperando el momento para ejecutar mi trabajo. Ya lo sabes: "si no trabajas no comes", ¿no es así que dicen? Si lo vieras en su japonés último modelo, derrochando la belleza del confort. No me inspira otra cosa, querido cómplice.

Esta es la habitación. Detrás de la puerta me llega la voz de la vieja, que parece estar aún rezongando algo. ¿La escuchas? En este oficio en que te inicias debes confiar muchísimo en tu oído. Esperemos un poco; de seguro ya se tomó su poderoso calmante y en diez minutos estarán dormidos. Espera, no te impacientes.

(Diez minutos después, en medio de un penoso silencio).

¿Otra vez tú? Es increíble. No pierdes la más mínima oportunidad, aunque sea acotando humillantes transiciones de tiempo. No te das cuenta que tu mismo título lo dice: eres la tercera persona, que por cierto, nadie quiere en esta historia.

Prosigamos, novato cómplice. Como te decía, ya está listo. ¿Cómo lo sé? Ah, porque después del oído, te debes a la intuición, y la mía me dice que ya la vieja no se despierta hasta las nueve de la mañana. ¡Qué te crees tú! Si estas viejas no trabajan. ¿Y el viejo..? Del sueño del viejo nos vamos a encargar nosotros. El truco con la puerta está en el pulso: poco a poco, poco a poco, ya está. ¿No te dije? Están dormidos. No te quedes ahí parado, pasa; eso sí, manténte detrás de mí. La fina hoja que descubro rebota destellos de inoportuna luna cuando llega el momento de ganarse el pan. En la calle me consideran todo un clásico; no me acostumbro a eso de pistola con silenciador. Mucha tecnología, poco pulso.

Comienzo a sentir una pobre imitación del escarceo que sentía en el pecho a pocos segundos de ejecutar mi trabajo —en otros tiempos, claro está. No quiero tus reproches, o más bien tus fofos ejercicios de autorreproche en este preciso instante; no puedo darme el lujo de perder tiempo: no suelo tardar más de cuarenta segundos en desaparecer de la escena, y todavía falta culminar la "misión". Echa a un lado esos conflictos: Dios mata al azar; yo (nosotros), con más pudor, lo hago (lo hacemos) por encargo...

  

Concluido. Acabas de escuchar el ahogado quejido del que le han arrebatado la vida. Suspiro con el hastío de comenzar a perder hasta la incertidumbre de los elementos que se escapan. Pero descubrí que es más fácil hacerlo en sus casas. El ser humano es más inocente de lo que está dispuesto a admitir; en su casa se siente seguro, se da el lujo de distraer su distraído sentido de la supervivencia. Mansitos, lerdos, acaso se dan cuenta de estar muriendo. Abren los ojos de golpe, parecen mirarme y sus párpados caen "pesados como juicios" (sí, lo sé, la frase no es mía). ¿Llevarán mi imagen al otro mundo? Esa idea dejó de causarme insomnio. Estoy saliendo de un sitio donde respira una criatura menos y no siento ni alivio. Pero no soy un ladrón, jamás se me han pegado cosas en las manos; ni siquiera sus almas: las libero, las dejo escapar como el que abre la odiosa jaula a un dulce canarito (¿acaso a eso no lo llaman compasión?) Además, después de los hipócritas obituarios, nadie extraña de verdad a estas ratas perfumadas.

  

¿Te percatas qué tan sencillo ha sido convertirte en mi cómplice? Te tengo reservado, para este momento en que concluimos la historia al margen del incomprensiblemente superdotado, omnisciente, ubicuo, sabelotodo narrador en tercera persona, una sorpresa: como te habrás percatado —siempre tan suspicaz—, reservé para ti el honor de los detalles de esa muerte. Relee la escena si quieres, y te darás cuenta de que omití la castrante descripción. Te doy la libertad de la golosa opulencia, después de todo es tu primer asesinato. Ya te lo dije antes, esto a mí no me emociona, yo lo hago sólo por dinero. Anda, recréala, llénala de espanto, de detalles grotescos; enriquécela de dolor y de agonía, brota de tus ojos el diabólico púrpura, escoge el lugar donde clavé el cuchillo, mira la sangre liberarse, telúrica y desesperada como un orgasmo. No te reprimas más, que si sigues aquí es por algo. ¡Vamos!, modifícala toda y emborráchate en esa ensañada orgía de sangre. Tómate tu tiempo y entrégate a uno de los placeres más lujuriosos que existen. La escena es toda tuya, tómala, que por haber seguido hasta aquí, te has convertido en el autor intelectual de este crimen, y yo en un simple, en un mecánico instrumento. Queda con tus remordimientos —si todavía los tienes—, que yo hace años extravié los míos.

No te aflijas, en los complejos ciclos de los hombres, en los herméticos designios de sus destinos, nada tiene una época o una edad en particular; claro, para convertirse en asesino... yo tampoco escogería mayo para comenzar.

  

(De inmediato, el asesino salió de la casa sigilosamente, dejando en la escena del crimen a un lector confundido en medio de terribles conflictos morales. Una vez ganada la calle, se perdió en la espesura del silencio nocturno, tarareando cínicamente una vieja canción).

  

Está bien, narrador omnisciente, está bien. Ganaste. Finalmente la historia es tuya...

       


Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983