Artículos y reportajes
“La palabra devagar”, de Antonio Arroyo Silva
La palabra devagar
Antonio Arroyo Silva
Ensayo
Editoriales Idea-Aguere
Tenerife, España, 2013
La palabra devagar, de Antonio Arroyo Silva

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Algo así como una divagación lenta y sin detenciones excesivamente largas, que impidan el apalancamiento creativo. Ya ocurrió tiempo atrás que la creación en Canarias daba saltos y trompicones, apareciendo y desapareciendo, en palabras del inolvidable Francisco Pimentel, como unos ojos del Guadiana.

Dicen que en Latinoamérica no es así, que la cultura tiene marcha constante, una velocidad de crucero. Todo lo contrario que a este lado del Atlántico.

Quizá por esa búsqueda del tiempo perdido que decía Proust hay quienes se arrojan a la pasión creativa con decisión y empuje insospechado, viviendo el día a día de poemas y rosas, de canciones y happenings, resultándoles todo una oportunidad para lanzar al aire su incontenible energía como dardos de inquietud y necesidad que descomprimen un aliento insobornable ya y decisivo. Un ansia de ruptura con los impuestos tempos de silencio.

No es momento de considerar si hay o no una línea de continuidad o ruptura con las creaciones del final del siglo ya pasado o de la primera década ya traspasada del siglo XXI. En el caso que nos ocupa, y tratando de ser preciso, me atrevería a formular que se trata de un retorno irrevocable marcando una ruta, un norte, que esperanzados deseamos que sea de innovación, fertilidad y que dé respuesta a cuantas inquietudes la sociedad demanda. Y si la sociedad da la espalda también para eso hay que estar preparado. Vivir en soledad, a veces sin poder compartir, sufrir la animadversión, el ostracismo. La historia de la literatura así lo confirma. Adelantarse a una época se paga caro. La palabra devagar es el pretexto para devanar la madeja que quedó atrás, sin continuidad, perdida en el laberinto, metáfora que tanto gusta a este autor. Es la madeja del olvido de nombres y autores cruciales, verdaderos impulsores del devenir literario de unas ínsulas alejadas en cierta forma, por fortuna, del declive y la decadencia, y abiertas a otros horizontes con los que Antonio Arroyo ha logrado conectarlas.

Rumania, México, Chile o Argentina han tenido noticia de lo que se cuece en las Islas Canarias gracias a la paciencia y el buen hacer de escritores como él, que han ido poniendo el acento en ese espacio común que la propia globalización persiste en reservar a los grandes centros culturales “Kulturkreise”.

El libro trata de suplir la escasez de crítica que debe conllevar la buena línea de editoriales que, en el paroxismo de la edición, podrían saturar el espectro lector y hacerlo retirarse al limbo de los best-sellers, ediciones escolares deleznables y toda una ristra de novedades imposible de contrastar, degustar, exprimir y valorar.

Cuando dejé caer en sus manos el libro que con celo escribió Joaquín Rivero en los cincuenta y que se negara a publicar el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, sabía que Antonio Arroyo iba a reaccionar de una forma inteligente. La literatura canaria, como acertadamente afirma el analista Amadou Ndoye, no empieza con Gaceta de Arte, ni con el parnasianismo, ni con Tomás Morales, ni con Fetasa, ni con la narrativa del boom, tampoco con la generación del silencio, ni ahora con la llamada generación XXI. Es un continuum y como tal zigzaguea como serpiente engullendo corrientes visibles, generaciones y nombres solitarios. Algunos absorbidos para ser presentados en la península como monos de feria, que luego serán enterrados en el olvido, otros abducidos, coronados y más tarde relegados al silencio. Ya esa experiencia la padecieron poetas como Verdugo o Alonso Quesada. Lo intentó nuestro amigo Juan José Delgado con su idea de interacción con las regiones españolas. Pero nada de eso resultó. Porque el escritor insular necesita sólo ser reconocido, leído y valorado por su propio pueblo para ser universal.

Hoy se abre un espacio diferente. Makaronesia, Norte de África, América, África Occidental, Europa y la paciente labor de los que van en esa dirección más temprano que tarde tendrán su recompensa si su pueblo los acompaña. Modelos importados, reiteración de fórmulas. No hay modelos ni fórmulas que valgan. La literatura universal está al alcance de cualquiera. No así el imaginario original hecho de raíces, de alambiques históricos, de hablas y jergas, que está en el epicentro del trabajo creativo y tiene que aflorar y aflora ya en mucho de los nuestros. Inmerso en esa fronda Antonio Arroyo recrea sus primeros pasos sobre los adoquines de su bella ciudad, sube a los alminares de La Laguna, se desplaza a la tumba de Miguel Hernández en Orihuela. Vuelve a Las Palmas, ciudad cosmopolita y de poetas que cantan al mar. Oye la música Kabilia, llora con los vencidos de Santiago de Chile, escucha a los mapuches y toma el mate en Buenos Aires. En México se solidariza con las mujeres de Ciudad Juárez. Y hoy regresa a Santa Cruz, la legendaria plaza que soñara conquistar Sir Horace Nelson.

La urbe inglesa también, donde se gestó el episodio de una modernidad insoslayable. Y se hace un silencio y se escucha un eco de pasos en callejas y puentes, hasta que el mar de fondo traza una luz azul oscuro y vuelve a oírse la música del puerto. Con la madrugada sale de puntillas como un padre que colocara los reyes magos a sus hijos. A cada uno un recuerdo imborrable, de su niñez, de su infancia, de su madurez, no importa, no es un hurto, es encender la luz de los corazones que enmudecieron por caprichosos designios y que él necesita que sigan irradiando calor y alumbrando un sendero que llegue a Santa Bárbara, a la isla baja, a la Caldera, a los pueblos recónditos de El Hierro. Caminos iluminados por la plata luna y oro literario en los bolsillos. Poco importa que se lleve un noray en su maleta o que amarre tu buey en las estrellas. Tampoco que se bañe con Teresa en un balneario o que vuelva a cometer el crimen de Espinosa. Un arroyo de palabras, un naciente de luces y misterios se enrosca a un bailadero de brujas para sacar a flote la oración inimaginable, la que irrumpe de otra boca certera y durmiente. La bella frase de la desnuda poesía.

Aun a sabiendas de que uno puede ser un aventurero de la palabra, de la poesía, ha tenido la certeza natural de poder entender de primera mano los fenómenos de la creación, de la improvisación. Eso que, parece ser, tanto cuesta a los teóricos, a quienes no son actores ni músicos o simplemente creadores. Y si este libro trata de algo, es precisamente de librarse de la pesada losa del racionalismo, del determinismo, para caer en brazos de un azar liberador. En él coexisten, como el propio autor revela en su prólogo, la vida, el amor, el dolor o las anécdotas.

Eso sí, el discurso precisa de unos puntos de referencia que aunque aleatorios, quizá hasta arbitrarios, no son desde luego un totum revolutum. Qué hace si no una cita del más controvertido filósofo de la escuela de Frankfurt, Walter Benjamin, u otra de Jorge Rodríguez Padrón tras el epígrafe Le Canarien. Las ideas de este crítico insular acompañarán al autor a través de todas las páginas del libro.

No sé si Danielle Sotto apareció muerta en su casa en posición fetal o si se abalanzó desde una azotea al vacío, tampoco afirmaría que el método Fischer fuera una liberación surrealista propiamente dicha, porque creo que esa es otra historia. Quizá algo más que un suicidio en la carretera desolación.

La historia de la crítica ha sido en muchos casos la de la incapacidad para la palabra alerta, el sentimiento y el riesgo. La incapacidad de pasear entre las musas; y eso hay que cambiarlo como propone Antonio Arroyo, que en el caso de Manuel Verdugo ha seguido la pista de lo que él llama uranismo, esa corriente clásica de admiración del cuerpo masculino. Cómo renunciar al legado de este poeta nuestro que aparte de que beba en las fuentes mismas del parnasianismo francés, es bohemio, anticlerical y antifranquista.

Olvido de raíces coloquiales, pérdida de naturalidad. Toda esta idea se verbaliza en la expresión “hacia el paisaje interiorizado”, que ha movido las últimas tendencias de muchas poéticas latinoamericanas, y que con frecuencia no ha sido escuchada por algunos de nuestros poetas, que todavía hoy pretenden, desde su alminar profesoral, enseñarnos cuál es el verdadero sentido de la poesía.

Las influencias devienen en consecuencias, es otra de las formulaciones que emplea en su crítica creativa. La poesía es la habitación del poeta. Lo que interesa es el sentido, no la representación. Buscar en los márgenes. La poesía revoluciona el lenguaje, la realidad, las metáforas, detiene el tiempo. Por ello ataca al crítico funcionario frente al crítico revolucionario. Descomposición, desmantelamiento del sistema estético imperante, diseminando las estructuras y entrecruzándolas tal como propone Derrida. El habla frente a la lengua, la praxis frente a la teoría.

En Foucault encontramos esta anticiencia que pone en práctica Antonio Arroyo, y sus consecuencias son “la insurrección de los saberes sometidos” y el acoplamiento de los conocimientos eruditos y las memorias locales. De ahí el carácter genealógico que imprime a este libro. Encontrar tras estos olvidos interesados el cómo se han reforzado las relaciones de poder. Un ataque a aquellos valores triunfantes, de éxito, con el fin de invertir la concreta relación de fuerzas en el actual panorama cultural y social. Es el caracol devagando como poeta con su habitación a cuestas y su estela de palabras.

De ahí también su esfuerzo en presentar la poesía más como una herramienta para ser utilizada que como código que habrán de interpretar los expertos. Buscando líneas de fuga que desemboquen, en palabras del filósofo Deleuze, en una “utopía de la inmanencia”. Interés que se despliega hallando relaciones de interdependencia con otros lenguajes como la pintura, la música o el arte culinario en este libro.

No puedo obviar, ni escamotear al público que esta obra toca directamente una parte muy sensible de mi memoria personal. Desde la bicicleta adormecida en casa de la poeta Olga Rivero, que espera a los músicos y que abre el texto dedicado a la ciudad de La Laguna, hasta textos como “Maresía del gato”, que fueron precisamente leídos en esta misma sala con motivo de la presentación de un título propio y en la misma colección. “Apuntes para una reflexión etnomusicológica” quizá puso en la ruta a Antonio Arroyo hacia una disciplina cuya relación con la oralidad, y por tanto con el coloquialismo que tanto admiraba nuestro Isaac de Vega, muestra bien a las claras la importancia y la impronta que aporta la música en tantos terrenos artísticos y de tantos territorios relacionados con Canarias: Cuba, Texas, Luisiana, Uruguay, Kabilia y el noroeste de África en su conjunto, donde por suerte tuve ocasión de hacer música, interactuar y dar continuidad, a mi modesta forma de ver, a ese puente y plataforma que, como bien cita, son nuestras islas.

Asimismo, y como consecuencia, tengo que nombrar a otro de los músicos que fue protagonista de aquella aventura. La poeta Olga Luis Rivero. El autor le dedica al menos dos textos referidos a dos de sus libros: “Los sentidos de Gran Rojo” y “El Enero”. Del primero de ellos, una antología vertida al alemán, viene a decir que el gran acierto de su expresión está en el dominio de una lengua que acota el ojo para darle rienda suelta y absoluta al resto de los sentidos, después de repasar Las lunas del jaguar, En la ola de zarzas gemas y Verano.

En El Enero pasea por las tres partes del poemario: “La encantación”, “La edad del árbol” y “Oído en caracolas”. De su primera parte habla del balbuceo, de la primera caricia materna y de las palabras que no conocen abstracción, esa operación del entendimiento de la que ya Aristóteles habla para diferenciarla de la participación platónica. “Esas palabras con connotaciones animistas”, dice Antonio Arroyo.

De “La edad del árbol” muestra un paisaje de sueños concéntricos que viajan y giran en torno a un vórtice donde un buque fantasma transporta a arquitectos de la literatura canaria como Isaac de Vega, Rafael Arozarena o Emeterio Gutiérrez Albelo; “donde el verso transcurre como un río del tiempo”. El Enero desemboca su riada poética en “Oído en caracolas”, nos dice, “como si todo el libro quedara ahí no ya para ser leído si no para ser escuchado como un mar que nos susurra al oído desde un bucio imaginario”.

Como digo, todo el volumen que presenta Antonio Arroyo es un cuaderno de bitácoras que en esta navegación creacional nos hace pormenorizar cada uno de los puertos que nuestra literatura insular va visitando, avituallándose de nuevos descubrimientos, de avatares de significativa importancia, como una travesía que llegará sin duda surcando otros mares a archipiélagos lejanos y a continentes, para mostrar lo genuino de unos creadores que han dado forma antes y ahora a un mapa, a una cartografía que se muestra en gran y oportuno momento de forma, inmersos en la aventura de lograr la sonora, indeleble imagen de su genuina identidad plural, entregando para ello sus vidas al manejo del timón y el velamen del arte y la poesía.

Desde luego que me siento impelido, me siento como obligado a dar la talla, a estar a la altura. Todo relacionado, por cierto, con la medida, con tocar techo. Pero, ¿cómo trazar este mapa de resonancias, de choques elásticos cuyos vectores o partículas se mueven de un lado a otro, incitándose mutuamente a hacer novela, a filosofar, a crear un lenguaje que confronta la lírica con la ética; que se desmelenan en los textos que tienen a la música como hilo conductor, pero también en otros donde acusa de la desazón por la pérdida de la amistad a la hoguera de las vanidades?

En la parte final de esta obra se adereza una mezcla de verduras, se continúa con el mojo, y se termina en los postres con el conocido Príncipe Alberto, donde homenajea a su tía Matilde Arroyo, quien recibiera el premio y la medalla al mérito de la alta repostería del azúcar. Entre estos relatos culinarios aflora un narrador neófito, que surte textos entre las notas de Coltrane y los efluvios digestivos producto de enyesques desatados.

Hay una frase de Pedro García Cabrera que ha resultado crucial en esta etapa ensayística de nuestro autor: “sin bien saberlo haciéndolo bien”. Se trata de esa inconsciencia creacional, ese desenvolvimiento del lado derecho del cerebro, ese dejar libre el fluido y sobre todo los complejos ante estros adocenados y cátedros domadores de la lengua viva. Los que pretender mirar por encima del hombro a quienes de forma liberal no han querido saber de prebendas académicas, ni de beneficios militantes. Los que han tratado de ahogar el libre albedrío, zancadillear, olvidar intencionadamente, acuartelar acólitos, empapelar con oropeles, a los que en realidad no necesitaban sus elogios. Los honores y la fama no dependen de nosotros, sino de quienes los otorgan. Conviene no olvidar que la felicidad verdadera radica más en esta actividad poética que en otros equívocos bocados de la vida.