Sala de ensayo
William FaulknerFaulkner: el sentido de la forma

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“Como nuestros ríos, como nuestras tierras:
opacas, lentas, violentas, moldean y crean la vida del hombre
a su ensimismada e implacable imagen”.

I. Sangre, tierra, palabras

En el capítulo central de Mientras agonizo,1 Addie Bundren deja escuchar su voz por única vez. La centralidad de su discurso se constituye desde lo que dice, desde el lugar y la circunstancia de su decir y desde la articulación que propone con los cincuenta y ocho capítulos en los que otros textos tejen la pluralidad del sentido global de la novela.

Mientras agoniza, la madre de los Bundren, rústicos campesinos del sur norteamericano, de Yoknapatawpha, un condado de invención faulkneriana, asiste a los cruces de relatos de quienes la rodean, entre ellos sus hijos y su esposo Anse. En ese texto central, Addie despliega los sentidos que signan su vida: la sangre, la tierra, las palabras:

Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo... mi único modo de prepararme para estar muerta era odiar a mi padre por haberme engendrado (pág. 158).

La sangre aparece aquí asociada a la tierra como destino cruel e implacable, como sitio fatal e inexorable. Encuentra en las palabras el modo de ser y transmitir el ser moldeado en la experiencia ruda de la pobreza campesina, la lucha con la naturaleza y la tensión de la relación humana, expuesta de un modo visceral en el conflicto familiar a veces evidente y otras veces sórdido y opaco. La sangre, entonces, como problematización de la naturaleza humana; la tierra, terco obstáculo en el combate para sobrevivir y la palabra para poner en signos cotidianos y metafísicos esas tensiones primarias.

El segundo acto constitutivo del discurso de Addie Bundren es el sitio de la enunciación: habla desde su ataúd, laboriosamente construido por su primer hijo, Cash, mientras agonizaba. Desde esa caja que lleva sus restos hacia Jefferson para cumplir la promesa de enterrarla allí, la mujer dice sobre la palabra de la sangre en la tierra y el encuentro sexual, el “pecado”, que aparece como instancia original del deber de la procreación —mandato primario de la tierra y la sangre— y el designio sagrado que establece un destino: prepararse para estar muerto. Así, tierra y sangre (como una misma sustancia: naturaleza y humanidad: “la terrible sangre, la roja y amarga riada que fluye hirviente por la tierra”) son la fuerza verdadera del existir, para Addie, y reemplazan a las palabras, que inventa el hombre para cubrir la ausencia de la experiencia directa:

Yo yacía junto a él en la oscuridad, oyendo cómo la tierra oscura hablaba del amor de Dios y de Su belleza y de Su pecado; oyendo esa oscura ausencia de la voz en la que las palabras son los actos... (pág. 162).

El vitalismo de Addie conmueve aun más cuando se entiende que habla desde su ataúd, construido por Cash pieza por pieza, clavo por clavo, desde el cuarto contiguo a su dormitorio de moribunda. Los días de espera, el sonido del martillo y el ronquido del serrucho acompañando la agonía de la madre componen un ideologema, una figura envolvente y definitiva que profundiza la indagación sobre la condición humana, hace coherente la oscura mirada de Addie sobre su destino y se vincula, invisible, con la perspectiva heideggeriana del ser para muerte y la convicción de la tierra como pasado que se presentiza (el pasado es aún, decía el filósofo alemán) que influirá en todo el pensamiento existencialista del siglo XX.

Los otros textos que completan la novela (58) despliegan, de modo directo, las palabras de sus hijos Darl (19 veces), Vardaman (10), Cash (5), Dewey Dell (4), Jewel (1) y su esposo Anse (3), entre otros discursos. Con esas voces, diversas y contrastantes, se articula el monólogo de Addie, dejando ver y entender recovecos, opacidades y matices que su desgarrado sentir no formula, como la paternidad de Jewel, el embarazo de Dewey Dell, la relación entre Darl y Dewey Dell o los celos entre Jewel y Darl.

La postulación caleidoscópica del relato es la que posibilita y expande los temas familiares, la relación entre los personajes y el paisaje casi siempre desafiante y salvaje, los hombres rudos del sur, y también las referencias simbólicas que laten en cada una de las vicisitudes por las que atraviesan los Bundren, reiteradamente referidas al destino, a la muerte y sus sentidos, al deber moral, a la lucha contra la adversidad cotidiana e infinita. Ese universo simbólico se construye transversalmente en el relato desde las múltiples voces: las referencias religiosas en la palabra de Cora, Tull o los mismos Addie o Anse, van entretejiendo esa especie de relato bíblico. A su vez, la tragedia como género, que domina la primera parte (la figura de Addie muriendo mientras Cash termina su ataúd) se entremezcla con esas referencias para otorgar una dimensión metafísica al texto general.

La estructura del relato, dividida en esos 59 textos que se entrelazan alrededor de la palabra seca y desesperanzada de Addie, es la que en verdad habla, es la forma del relato la que dice, en el contraste de los discursos, la pluralidad del sentido narrativo. En esa formulación polifacética del lenguaje está la luminosa lección de Faulkner: el modo de contar también dice, la forma del relato también se hace cargo de la significación de la novela. Pero también está allí, en esa concepción del lenguaje narrativo como flujo interminable de la conciencia, leído seguramente por Faulkner en el Ulises de Joyce y en los trabajos de William James, aquello que Javier Marías describió como “los textos tensos y de largo aliento, las frases como torrentes llenas de misterio y de ambigüedad y mezcla, los inacabables párrafos o borbotones”2 que son la esencia de El sonido y la furia (1929), publicada un año antes de la aparición de Mientras yo agonizo. El juego y la vacilación entre algunos monólogos en aquella novela se expandirán en una veintena de voces que componen la formidable plurinarración.

 

II. El desgajamiento

La primera parte de la novela expone los perfiles de la tragedia familiar de los Bundren alrededor de la agonía de Addie y las formas genéricas en las que Faulkner instala ese hecho altamente simbólico reposan, como está dicho, en el relato bíblico y la concepción de la tragedia clásica.

La segunda parte parece aflorar cuando Darl intuye que su madre ha muerto, Vardaman cuenta que la caja de Cash está lista para ella y especialmente cuando Anse habla —por primera vez— del “Maldito camino. Y encima va a llover” (pág. 40). Es entonces cuando el relato transforma la espera en partida.

Ahora deben llevar el cadáver a Jefferson y los Bundren inician una marcha que los enfrentará a una enorme crecida del río que destruyó un puente, un incendio provocado por Darl y el accidente de Cash con su pierna rota, es decir, una denodada pugna contra la fatalidad. Los Bundren, aun sorteando esas porfiadas adversidades, llegan y entierran a su madre, pero desgajados: Cash sin su pierna, Darl detenido por la acción del incendio, Jewel con sus odios desnudos, Vardaman destruido en su pesar, Dewey Dell sin Darl y Anse en la extenuación de sus viejas fuerzas.

Como Addie, perseguida desde hace días por círculos de buitres, los Bundren se pudren y resisten como pueden, sabiendo que el sentido oscuro es siempre el mismo: la lenta y porfiada piedra de Sísifo debe ser arrastrada otra vez; el viaje de Ulises, su odisea colosal, tendrá esta vez un final tan previsible como inevitable, como el final de Addie, preparándose para morir y odiando a quienes la engendraron para cumplir ese destino.

“Mientras agonizo”, de William FaulknerLos Bundren se desgajan para decir la fatalidad de esa odisea familiar. En ella se lee el fracaso como supremo fin3 pero también se vislumbra una poética de la lucha humana contra ese supremo fin, una pugna heroica y poética, quizás inextricable, a sabiendas del resultado final.

Otros síntomas de ese desgajamiento individual, familiar y metafísico (son hombres finalmente solos subordinados al infinito universo de la adversidad) se ponen en circulación desde la locura inocente de Vardaman y el delirio esquizofrénico de Darl. En el primer caso, el pez que muestra el pobre Vardaman adquiere ribetes simbólicos:

Mi madre es un pez (pág. 82).

Cuando acuchilla al pez para prepararlo como almuerzo, salpica con sangre casi todo su cuerpo y el símbolo adquiere otras connotaciones: la sangre de la “madre” en el cuerpo del más inocente de los Bundren, la incomprensión de la muerte y su sentido.

Con Darl la locura propone otros recorridos. Desde los 19 capítulos en los que habla domina por acumulación la construcción del relato, que tiene —como señalamos— un centro gravitacional en el único discurso de Addie. Con el discurrir de la palabra de Darl la novela despliega sus mejores momentos poéticos:

Está mirando aquella cara rígida, en paz, que se va desdibujando en el crepúsculo, como si la oscuridad fuera precursora de la tierra última, y que al final parece flotar, ya despegada de la cama, ligera como el reflejo de una hoja muerta (pág. 54).

También el registro filosófico atraviesa las intervenciones de Darl, siempre focalizando el pensar en las cuestiones del destino, la fatalidad, las marcas del espacio vital en las maneras de vivir y también las disquisiciones sobre el tiempo:

Esa uniforme monotonía de desolación que se inclina ligera y aterradoramente de derecha a izquierda, como si hubiéramos alcanzado el lugar donde el movimiento del mundo devastado acelerase justo antes del precipicio final. Y sin embargo se los ve empequeñecidos. Es como si el espacio entre ellos y nosotros fuera tiempo (pág. 136).

Sobre la locura como destino inexorable, Harold Bloom dice:

Poeta y metafísico intuitivo, Darl se encuentra peligrosamente cerca de un precipicio al cual debe caer. Las heridas psíquicas que lleva son el legado de la frialdad de Addie y el egoísmo de Anse; está destinado a la demencia. Para él no hay salida, sólo siente deseo sexual por su hermana y la familia es su condena.4

Darl, finalmente, es también quien desnuda las intrigas familiares, los oscuros secretos que laten en el interior de la relación, aquello que difícilmente se conocería desde un discurso unidireccional:

Y a veces, cuando entraba en el cuarto para meterme en la cama, la encontraba allí sentada en la oscuridad, junto a Jewel dormido. Y yo sabía que ella se odiaba a sí misma por tener que engañarnos, y que odiaba a Jewel por quererle tanto como para llegar al engaño (pág. 119).

Esos tres registros, oscilantes y entretejidos en los discursos de Darl, componen progresivamente una argamasa, un compacto, una mixtura que dice todas esas perspectivas a la vez. Y las dice desde la locura en avance de Darl, no desde el prolijo sitial de la cordura, que ya no le pertenece. Por eso su esquizofrenia, además, se expresa magistralmente en uno de los capítulos finales, cuando Darl habla de sí en tercera persona, escindiendo narrador y personaje narrado. Otra vez, la lección de Faulkner: la novela habla también desde su estructura, el texto es también desde el sentido de su forma...

DARL: Darl se ha ido a Jackson. Lo metieron en el tren riéndose a carcajadas; recorrió todo el largo del vagón sin parar de reírse... (pág. 231).

El discurso disociado y el lenguaje como representación del deslizamiento de su equilibrio inicial hacia este desgajamiento psicológico que culmina en el episodio del incendio y del distanciamiento de sí (en el capítulo citado) complementan la noción faulkneriana de la mirada plural, resbaladiza e incompleta sobre los hechos que se narran, es decir, sobre el objeto narrativo y también sobre los hombres y mujeres que multiplican el punto de vista, es decir, sobre los sujetos narrativos.

Gisele Amaya Dal Bó analiza esta tensión entre identidad y locura en los episodios que involucran a Darl y Vardaman entendiendo que

A lo largo del libro, tanto Darl como Vardaman son considerados “locos” por estos cuestionamientos del “yo” y el “ser”, pero acaban de manera distinta. Vardaman, que queda traumado luego de la muerte de la madre y despliega a causa de esto, a lo largo del relato, una lógica que es considerada por todos absurda pero mayormente inofensiva, permanece con la familia porque, podría conjeturarse, en su supuesta “locura” afirma constantemente su ser y posicionamiento en el mundo y con respecto a los que lo rodean, como en un intento de alcanzar seguridad. Darl, en cambio, se inclina a pensarse a sí mismo como múltiple, y a pensar en la familia como algo desgarrado y absurdo (de allí, sus cuestionamientos sobre sus hermanos, especialmente Jewel y Dewey Dell, o su intento de dar fin al viaje a través de un incendio), y esto determina el que sea declarado mentalmente “insano” y enviado a la reclusión en un manicomio de Jackson. El capítulo cincuenta y siete, el último relatado por él, en el que habla con hipérbaton de su travesía hacia Jackson refiriéndose a su ser en tercera persona, representa la enajenación completa que este veterano de la Primera Guerra Mundial ha alcanzado, y la destrucción del “yo”: “Darl es nuestro hermano, nuestro hermano Darl. Nuestro hermano Darl en una jaula en Jackson donde, sus manos sucias yaciendo ligeras en los intersticios tranquilos de los barrotes, mirando hacia fuera él echa espuma por la boca”.5

Un concepto de Darl sobre esta vacilación entre cordura/locura se resuelve en la figura de un “otro” (la escritura misma) que las comprende y cobija, para formular el texto que, corriéndose de la razón conclusa, se proponga como escritura de la incompletud, allí, en el resbaladizo territorio entre cordura y locura:

Pero no estoy muy seguro de que alguien pueda decir lo que es locura y lo que no lo es. Es como si en cada hombre hubiera otro que estuviera más allá de la cordura y la locura, y que mirara los actos cuerdos y locos de ese hombre con el mismo horror y el mismo asombro (pág. 220).

La novela, finalmente, se construye a partir de ese fragmentarismo que convierte a la obra conclusa en texto produciéndose, en espacio donde la verdad no se alcanza sino que apenas sucede, inasible; quizás el modo más moderno de entender los sentidos de la existencia en el siglo que le tocó escribir al granjero William Faulkner.

El antecedente más lejano y más significativo de esta concepción narrativa puede rastrearse en el Quijote de Cervantes, reconocida lectura sistemática de Faulkner (“leo el Quijote como quien lee la Biblia”). En la formulación estructural de la novela cervantina hay anclajes visibles, pero también en el manejo de la multiplicación de narradores, espacios y modos genéricos. Hacia adelante, la influencia de Faulkner es decisiva no solamente en la articulación de la nueva novela del siglo XX (Joyce, Woolf, Proust, Kafka, Musil) sino también en escritores claves de la literatura latinoamericana: García Márquez, Rulfo, Roa Bastos, Juan C. Onetti, Julio Cortázar, Juan José Saer, entre muchos más. De este último escritor recogemos un concepto que nos permite poner en evidencia esa significativa admiración:

Cuando leí por primera vez a Faulkner descubrí cosas de mí mismo. Uno, en la obra de un gran escritor, se descubre a sí mismo. Lo que una obra aporta de extraño, de extranjero, de exótico, es secundario. Es importante lo que despierta como evocación de la propia experiencia. Tras leer Mientras agonizo, el mundo, y mi manera de entender el mundo, se habían transformado.6

En las novelas de Faulkner sigue latiendo, como en las obras esenciales de la literatura universal, esa capacidad de transformar el mundo desde el texto y sus signos porque el mismo texto se construye en dinámica transformación. Multiplicación de voces, fragmentarismo, deslizamiento de los personajes, corrimiento de la noción de linealidad o continuidad narrativa son, entre otras cuestiones, concepciones a las que se integra la idea de estructura narrativa y formulación genérica para que la forma despliegue los sentidos definitivos del texto.

 

Notas

  1. Faulkner, William: Mientras agonizo, Anagrama, Barcelona, 2000.
  2. Marías, Javier: “El influjo de W. Faulkner”. En: El jinete insomne, agosto de 2012.
  3. Gillio, M. E., y C. M. Domínguez: Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti. Planeta, Buenos Aires, 1993. Onetti es uno de los escritores latinoamericanos con más nítida influencia de Faulkner, y esa concepción del “fracaso como supremo fin”, tan faulkneriana, es centro de su brillante narrativa.
  4. Bloom, Harold: William Faulkner, Mientras agonizo. Biblioteca Ignoria. Trad. de Marcelo Cohen.
  5. Amaya Dal Bó, Gisele: “La fragmentación en Mientras agonizo, de W. Faulkner”. Revista Gato Blanco, Buenos Aires, octubre de 2011.
  6. Saer, Juan José: Diálogo con Ricardo Piglia. Centro de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral. Santa Fe, 1990.