Letras
Ocho cuentos breves

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Final del capítulo 13

Con la frente apoyada en el tronco del castaño del patio de la casa primera levantada en Macondo, yace inmóvil el coronel Aureliano Buendía. Había ido hasta allí a orinar y con la mente puesta en el recuerdo del circo que acababa de contemplar por la calle del frente de su casa, tras cuyo paso volvió a ver la cara a su soledad miserable.

Es una madrugada de febrero del año mil novecientos sesenta y seis. García Márquez sube a su dormitorio, se deja caer en la cama y llora sin consuelo por el hecho que acaba de consumar.

A su lado, Mercedes duerme profundamente.

 

Fragmento de las fallidas memorias de un cuentista de los albores del siglo XXI

Cuando despertó —después de haber escrito un libro de historias corrientes sobre la vida de personajes sombríos, otro más de poemas panfletarios del que no se conserva ningún ejemplar, algunos ensayos más bien deshilvanados, recibido un premio literario e innumerables palmadas en los hombros; ser incluido en una antología, fotografiado, entrevistado y puesto como ejemplo para sus allegados—, Augusto Monterroso todavía estaba allí.

 

El hombre que se levantaba con el pie izquierdo

El hombre que se levantaba con el pie izquierdo no creía en agüeros ni hacía caso de lugares comunes y, además, se ufanaba de su pragmatismo. Pero un día, tras soportar la cantinela sostenida de un amigo que conjeturaba que quizás en ese hecho estaba la causa de sus adversidades reiteradas, decidió, y se lo hizo saber con énfasis a su interlocutor, que desde el día siguiente mismo empezaría a levantarse con el pie derecho.

Y así fue: después de oír varias veces el gallo cantar y ver el sol asomarse con timidez por su ventana, dio una, dos, tres vueltas en la cama hasta quedar bocarriba, justo del lado contrario al que siempre se levantaba.

Entonces se sentó, estiró sus brazos cuan largo eran y se solazó en un bostezo prolongado a semejanza de un león avejentado al que no le afanan ya las lides de la caza. Pero cuando se disponía a poner el pie derecho en el suelo, corrió con la mala fortuna de que las piernas se le enredaron entre la sabana florida que la noche anterior le había servido como cielo lleno de estrellas a sus sueños. Intentó en este preciso punto del hecho una cabriola desesperada, mas sus manos sólo encontraron el vacío.

Y cayó de bruces sobre el piso ajedrezado, donde primero un ratón y luego una lagartija salieron despavoridas ante la presencia del inusual visitante.

 

Última visita a Praga

Érase un hipersensible lector que, tras llegar al punto final de La metamorfosis, quedó tan conmovido que nunca más en su vida volvió a pisar una cucaracha.

—No fuera a ser —decía para sí con grave convicción— que se tratara de Gregorio Samsa.

En verdad que podía serlo, nunca se sabe.

 

Un trompo que da vueltas

Un trompo que da vueltas es sólo eso: un trompo que da vueltas. Nada más. Este sencillo y minúsculo artefacto (así lo habría llamado Julito Cortázar, un vecino de esta cuadra en la que habito) no podría alterar ninguna existencia ni trastocar ningún mundo. Bastaría con contemplar cada uno de los actos que preceden su girar para comprobarlo: una cuerda que se enrolla a su alrededor, una mano que lo lanza y... ¡zas! se inicia su armónica danza.

Lo dicho: un trompo que da vueltas es sólo eso... ¿De dónde provienen, entonces, la ansiedad y el extravío que se apoderan de mí con cada nuevo giro?

 

Metamorfosis

Con no poca frecuencia, la mano suele convertirse en puño. Deja de intentar una caricia o no ofrece como antes una dádiva y se convierte en puño. Es una metamorfosis breve y exacta: bastan sólo unos instantes para que se olvide de su habitual calidez y vaya a estrellarse contra el rostro de ése que ha hecho enfadar a su dueño.

¡Ahí va la mano! A esta altura ya resultan vanos los intentos del sujeto para disuadirla: va y viene con exacerbado encono. Derriba cuerpos, magulla rostros que al tiempo la injurian y le temen.

En esos momentos en que alguien la saca de quicio y se torna agresiva, quienes padecen las consecuencias de su transformación suelen echar de menos su primera y natural condición de instrumento para expresar ternura y cariño.

Y no falta incluso el que, queriendo hacerse el trascendental, se le dé por parodiar a don Antonio Machado y decir: “La mano que ves ahora no es mano porque la estreches, sino porque te puede golpear”.

 

Miedo

Un hombre cualquiera le señala en la calle. Es apenas un gesto, tal vez fortuito, pero lo cierto es que no puede evitar cierto temor.

Visiblemente preocupado, regresa en seguida a casa, y allí se encierra sin atender a nadie. Asegura puertas, ventanas, descuelga el auricular.

Por las noches, la imagen del hombre que le señala se hace más nítida, lo obsesiona, no le permite conciliar el sueño.

El miedo se apodera de él, y lo lleva a una desesperación tan insoportable que toma, entonces, la decisión de quitarse la vida.

Otro día, en medio del espeso rumor de cuerpos que van y vienen por la calle, el hombre vuelve a señalar a alguien, que le responde con una sonrisa. Mientras camina, este último piensa: “Aún queda gente simpática por estos lados de la ciudad”.

 

La escoba nueva

He aquí la historia, un poco triste, de una escoba nueva que, desvirtuando lo que sentencia la trillada frase, barría mal. En realidad, “muy mal”.

No realizaba con eficacia la labor para la cual la había inventado la humanidad. De manera que aquellas superficies que intentaba limpiar —por muy diestra y diligente que fuera la mano que la dirigiera— quedaban, inevitablemente, con la misma cantidad de basura acumulada.

Y como si ello no bastara para contrariar a la sufrida ama de casa que la utilizaba, parecía haber renunciado a su postura erguida y con frecuencia había que levantarla del suelo.

Decepcionada, la mujer no dejaba de renegar y maldecía la hora en que se le había ocurrido comprar esa escoba inútil. Hasta que un buen día no soportó más y decidió arrojarla a la calle.

Un niño que pasaba por ahí la recogió, la llevó a casa y le dio la forma de un alado caballo de madera, con el que comenzó a pasearse, mañana y tarde, galopando —¡clac, clac, clac!— por las vastas praderas de la imaginación.

Ésta es, en apenas unas pocas palabras, y con la ayuda de una mujer y un niño casuales, la que podría tomarse como el acercamiento a una nueva teoría sobre por qué algunas personas han llegado a aborrecer de manera definitiva los lugares comunes.