Artículos y reportajes
Del fetichismo y de otras razones

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Fotografía de José Sánchez Lecuna

a Ana María Velázquez y a Enrique Vila-Matas

En el año de 1982, año del centenario del nacimiento de Joyce (también año del centenario del nacimiento de Virginia Woolf, asombrosamente ambos murieron el mismo año de 1941) tuve la oportunidad de visitar Irlanda, la única e inefable Irlanda, y también la ciudad de Dublín, luego de haber hecho un recorrido por la isla, cuna de muchos poetas (entre otros William Butler Yeats, cuya tumba visité en Drumcliff, entre el Knocknarea y el Ben Bulben, en el Condado de Sligo: “Cast a cold eye / On life, on death. / Horseman, pass by!”). Tuve la suerte de conocer Irlanda, cuna también de la reina Isolda la Madre y de su hija Isolda la Bella, aquel año de 1982 que fue un año de celebraciones, de homenajes, de publicaciones y de peregrinaciones.

Lamentablemente Sylvia Beach, la que le publicó el Ulises en el año de 1922 y quien, junto con Adrienne Monnier, era dueña de la famosa librería Shakespeare and Company, ubicada en el 12 de la rue de l’Odéon en París, y que fue a inaugurar la Torre Martello como Centro de Estudios Joyceanos en el año de 1962, ya no estaba con nosotros para festejar el año Joyce. Gracias a ella fue que se dio a conocer el Ulises, que marcó un hito en la historia de la literatura en Occidente. Gracias a ella también, y no a Gertrude Stein como siempre se pensó, pudimos conocer a los escritores de la mal llamada “Generación Perdida”.

A los dublineses comunes y corrientes no les gusta tanto Joyce, lo pude comprobar entonces, indagando y preguntando; no les gusta Joyce, no tanto por sus osadías y atrevimientos con el lenguaje, sus críticas constantes a sus compatriotas, sino, sobre todo, por su obscenidad. Recuerde usted: era el año de 1922 y nadie se había atrevido a hablar, hasta entonces, de ciertas intimidades propias de las mujeres, como en el capítulo XVIII, “Penélope”, del Libro III, y capítulo final, en el que Molly Bloom menstrua; y tampoco nadie se había atrevido a hacer alusiones a aspectos propios de la sexualidad masculina, el onanismo, como sucede en el capítulo XIII, “Nausicaa”, del Libro II, cuando, al vislumbrar Leopold Bloom a Gerty MacDowell en la playa de Sandymount, se entusiasma en demasía, aquella misma tarde del 16 de junio de 1904.

En 1922 no se hablaba de esas cosas, y mucho menos se escribía sobre estas cosas, y Joyce resultó ser un escritor muy inadecuado e incómodo para los exageradamente católicos irlandeses porque, además, también se metía con la iglesia y la religión, desacralizándolas y convirtiéndolas, con su mirada despiadada, en temas de críticas mordaces.

Pero para volver a lo que estaba diciendo al principio, cuando visité Dublín hice lo que todo amante de la literatura hace: les seguí los pasos a ambos personajes principales del Ulises: tanto los de Stephen Dedalus como los de Leopold Bloom.

Recorrí las calles de Dublín, que me resultó, con el perdón de los irlandeses, muy parecida a una “pequeña Londres”, visitando la Torre Martello, convertida en museo, y donde se puede contemplar el chaleco de Joyce, su guitarra y su máscara mortuoria. Le tomé fotos al colegio donde Stephen daba clases en el capítulo II, “Néstor”, del Libro I, al inicio de la novela. Permanecí un rato largo frente al 7 de Eccles Street (lo que queda aún es un pedazo de muro, una fachada en ruina, como mero recuerdo, con la puerta sellada con ladrillos), donde vivieron Leopold y Molly Bloom y donde trataban de recordar el significado de la palabra “metempsicosis”, como sucede en el capítulo IV, “Calypso”, del Libro II, intentando dilucidar el sentido de dicha palabra mientras cada uno languidecía, encerrado y aburrido en su mónada, ambos aislados en sus islas interiores respectivas, con sus pensamientos, sus deseos y sus frustraciones. Leopold y Molly Bloom, al igual que unos personajes beckettianos, cada uno condenado a su exilio interior, en su hogar del 7 de Eccles Street, punto de partida y punto de llegada de la novela: su Ítaca dublinesa de bolsillo. Leopold y Molly Bloom, arquetipos de la pareja mítica primigenia: Zeus y Hera, soberanos e inefables como ellos solos pudieron ser en la imaginación de los griegos.

También fui a visitar la fábrica casa-matriz de la Guinness, símbolo de dignidad de todos los irlandeses, y también algunos pubs donde solían reunirse los escritores dublineses de principios del siglo XX, deteniéndome en particular en el pub Davy Byrne’s, donde Bloom se come un sándwich con una copa de vino en el episodio de los “Lestrigones”, capítulo VIII del Libro II.

Ya entusiasmado por mis descubrimientos, dirigí mis pasos hacia la farmacia de Sweny (hoy en día “A. Flynn”) en Lincoln Place, donde Bloom compró el famoso jabón de limón, capítulo V del Libro II, los “Lotófagos”, y donde compré el famoso jabón de limón, donde aún se compra el famoso jabón de limón, y donde uno puede firmar el libro de visitantes del que el farmaceuta de entonces se sentía muy orgulloso.

Los amantes de la literatura no nos salvamos del fetichismo, y sería interesante analizar la adicción que muchas veces desarrollamos en torno a algún escritor o a alguna escritora, a algún objeto en particular, un bastón, un sombrero, un instrumento musical, una pipa (que para Magritte resultaba ser cualquier otra cosa, claro está), unos anteojos, unos guantes, un manuscrito (como el del Orlando de Virginia Woolf expuesto en una sala en Knole House, la casa de su amiga Vita Sackeville-West en Sevenoaks, Kent, Inglaterra), o en torno a algún lugar significativo como Berlín, siguiendo los pasos de Franz Biberkopf al recorrer Alexanderplatz, soñando con la plaza de la novela de Alfred Döblin que ya no existe, o como Florencia con su Dante que lamentablemente no murió en su ciudad tan amada y odiada a la vez, o como Ginebra, subiendo por Champel donde Juan Calvino mandó a quemar a Miguel Servet o buscando en la vieille ville el apartamento del 28 Grand’-Rue donde Jorge Luis Borges pasó sus tres últimos días, muriendo un 14 de junio de 1986..., sí, como esa Ginebra que él tanto amó y donde pasó unos años de su juventud de 1914 a 1919, protegido de los miserables y mortíferos estertores de la primera Guerra Mundial, esa misma Ginebra de la que confesó que “de todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad”..., sí, ciertamente, es así y estoy absolutamente de acuerdo con él, yo que también viví en Ginebra y puedo decir que fue una ciudad donde fui feliz durante cuatro años, siendo un muchacho preadolescente, porque era una ciudad apacible donde no sucedía nada sino un complejo devenir de una sosegada cotidianidad con la que sus habitantes se sentían muy cómodos. Pero con respecto a Borges tengo mis dudas, no creo que haya existido realmente. Recuerdo que lo estuve esperando toda una tarde, faisant le gué como un espía, frente al hotel Madison, situado en el boulevard Saint Germain, donde él y María Kodama se habían hospedado porque habían decidido pisar París antes de seguir rumbo a Italia. Era una tarde del año 1979 o 1980. Pasé como unas siete horas frente al hotel, inmóvil e inmutable como un poste de luz, teniendo que aguantarme las miradas inquietas, miedosas y a veces abiertamente burlonas de los peatones que pasaban sin detenerse, esperando a que apareciera Borges para saludarlo, para comprobar que sí existía y que no era el sueño de otro. Luego de las siete horas regresé a mi apartamento de la rue de la Tombe Issoire convencido de que Borges sí era una ilusión, de que no existía realmente, de que era el sueño de otro. Y usted me preguntará que por qué vivía yo en la rue de la Tombe Issoire, quedando mi apartamento sólo a dos pasos de Villa Seurat, donde vivió y escribió Henry Miller. Eso forma parte de mi congénita adicción y de mi incurable fetichismo. Miller siempre fue un escritor que admiré y, para que usted se entere, antes de vivir en esta calle inmortal, porque en esta misma rue de la Tombe Issoire vivía Horacio Oliveira, personaje de la inefable Rayuela, yo había vivido en un apartamentico en la rue Broca, calle donde Julio Cortázar y Aurora Bernárdez habían vivido a mediados de los 50 antes de mudarse a otra parte. ¿Casualidad? No. Eso se llama demencia literaria: sí, yo soy un demens litterarius y un fetichista delirante.

Y así como hay escritores insustituibles de los que me vuelvo fanático hasta perder mi propia personalidad, empezando a escribir como ellos, empezando a pensar como ellos, empezando a hablar como ellos, hay lugares mágicos e inolvidables que me acompañan siempre como persistentes obsesiones; por ejemplo, la aldea de Collodi, en la Toscana italiana, donde nació la madre del creador de Pinocchio, pueblo que le rinde culto a su autor y donde uno puede deambular como si fuera un lugar sobrenatural con su inolvidable parque, con su laberinto vegetal (que, espero, existe todavía), con sus fuentes interminables, aldea donde deambulé maravillado, siendo niño, a mediados de los años 50. Así existe una infinidad de otros lugares (que no me atrevo a nombrar porque son muchísimos y la lista sería interminable y muy tediosa para usted), lugares sagrados para mí, y yo me atrevería a decir, improfanables. Maldito el que un día profane estos míticos espacios venerados e inmortales como, por ejemplo, Dublín o Illiers/Combray.

En Dublín hay que comprar el jabón de limón de Bloom, y con más razón, un 16 de junio. Así como en el pueblo de Illiers/Combray, no muy lejos de Chartres, en Francia, hay que comprar, en la única panadería frente a la iglesia de dicho pueblo (panadería que dejó de existir, lamentablemente, lo pude constatar en mi último viaje a Illiers/Combray en marzo de 2007), las auténticas magdalenas proustianas (me informaron que se podían comprar en otra panadería ubicada en otra callecita perpendicular, panadería que estaba, ese día, desafortunadamente para mí, cerrada por razones que desconozco). Sí, se puede comprar en Illiers/Combray las auténticas magdalenas proustianas, y no exagero, ya que las compré una vez en una de mis primeras visitas (1978, 1979 o 1980, ya no recuerdo) de las cuatro que llevo, y al comer la primera auténtica magdalena tuve ese mismo estremecimiento (por cierto absolutamente fabulado por mi imaginación extasiada y entusiasmada en demasía en el momento del mordisco inefable) porque, bien se sabe, al comerse la magdalena verdadera, la real, la de la novela, Marcel (el personaje de la novela de Proust) reconecta con un pasado que se le revela a manera de epifanía, siendo Illiers el pueblo donde Proust iba, llegando a casa de su tía carnal, tía convertida en la tía arquetípica Leoncia (una especie de Hestia, virginal y guardiana de la tradición, de los recuerdos) de En busca del tiempo perdido, novela que nos habla también de un viaje arquetípico por parte del personaje principal, Marcel, en pos de sí mismo y que culmina en una profunda reflexión sobre la muerte y, por ende, sobre el arte, la escritura y el tiempo.

Sí. Las auténticas magdalenas proustianas y el auténtico jabón de limón de Bloom. Al comerse uno de esos bollitos proustianos, al enjabonarse uno con uno de esos jabones de limón, uno se incorpora a un arquetipo, a un mito propio de la literatura, es decir, a un mito propio de la cultura, y uno se “magdaleniza” al ingresar en aquel tiempo de la memoria (Mnemosyne) o se “irlandiza”, se “dublinece”, se “bloomiza” al mimetizarse y confundirse con el viaje interior y atemporal de Leopold Bloom. Luego, uno nunca más vuelve a ser el mismo. Yo confieso que nunca más fui el mismo. La espuma del jabón se había adueñado de mi psique. Quedé obcecado, poseído, como el personaje de “El corazón delator” de Edgar Allan Poe o como cualquier otro personaje de cualquier otro cuento ya que, en mis noches de sueño profundo e imperturbable, mi almohada voladora empezó a arrastrarme hacia paisajes saciados de escritura, palabras, imágenes, aventuras, infiernos, delirios, personajes y antihéroes.

En literatura todo es posible: por ello en París, en cada esquina, uno se tropieza con el recuerdo de tal o cual escritor que vivió ahí mismo, que se ahorcó ahí mismo, que escribió ahí mismo, que se embriagó ahí mismo, que se enamoró ahí mismo y uno, como un demente, se emborracha ahí mismo, se pone a escribir cualquier tontería ahí mismo, alquila un studio ahí mismo, se toma un ballon de rouge ahí mismo, delira ahí mismo donde deliró un Gérard de Nerval, pasa hambre donde pasó hambre un Gabriel García Márquez, se sienta en el café donde se sentó un Jean-Paul Sartre para escribir cualquier inicio de sus ensayos, lanza un paraguas en el parc Montsouris, ahí mismo donde Horacio y la Maga lanzaron un paraguas destartalado hacia el fondo de un abismo imaginario, para, luego de este gesto incongruente pero tan significativo, salir corriendo porque un guardia del parque se viene acercando peligrosamente señalando a gritos el acto impropio y punible que uno acaba de cometer, y así muchas cosas que suelen suceder frente a las narices de los indiferentes parisinos cansados ya, y hasta hastiados, de su legado literario, pero, es cierto, se sueña mucho en París y, sobre todo, se sueña querer ser escritor, ahí mismo donde tantos otros, hombres y mujeres, soñaron querer ser escritores y lo lograron. Y yo me pregunto: ¿por qué ellos lo lograron y yo no?...

La realidad se torna alucinante en París y Enrique Vila-Matas sabe muy bien que no miento, él que cree que Piquemal era un ciclista ciclotímico que “a veces se le olvidaba terminar la carrera” (ver Bartleby y compañía, Anagrama, p. 27), cuando éste fue en realidad un corredor del relevo francés de 4 x 100 que ganó la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, junto con Genevay, Laidebeur y Delecour, para luego, junto con Bambuck, Berger y nuevamente Delecour, establecer en 1967 un récord mundial en esta especialidad del atletismo. Recuerdo haberlo visto correr. ¿No estarás, estimado Enrique, confundiéndote con el ciclista galo André Darrigade, quien era un excelente sprinter?... Pero, en realidad, ¿qué importa?..., Claude Piquemal o André Darrigade..., da lo mismo para lo que quieras inventar..., ¿cierto?

Y para volver a nuestro tema, de vez en cuando en París uno ve a algún latinoamericano, la mayoría del cono sur, tratando de recoger de debajo de una mesa de un café o de un restaurante un terrón de azúcar huidizo que va rodando con picardía por entre las piernas de los comensales, como sucede curiosa y casualmente en Rayuela de Julio Cortázar, y si no lo hacen por lo menos se lo imaginan. ¡Cuántos no han cruzado las arcadas del Quai de Conti, cuántos no han buscado a la Maga en el Pont des Arts! Y, a veces, en Ginebra, uno puede vislumbrar a algún que otro latinoamericano inefable, amante de la literatura, regando tímidamente, sin embargo con cierta religiosidad, la tumba de Jorge Luis Borges en el cementerio de los Reyes en Plainpalais. O, de pronto, uno mismo se descubre visitando el castillo de Chillon cerca de Montreux, en el Canton de Vaud, donde una vez estuvo Lord Byron, buscando afanosamente su nombre grabado en una de las columnas de la cárcel del castillo, o tal vez, simplemente, uno se encuentra con algún colega conocido sentado en una de las mesas de la Closerie des Lilas, en París, tomándose un “Kir” con una sonrisa en los labios e imaginándose por un rato solamente que se ha convertido, como por arte de magia, en un Hemingway cualquiera, para luego, al voltear la esquina, tropezarse con la mirada de los ojos penetrantes de un Samuel Beckett de carne y hueso —eso me sucedió de verdad en el año de 1979, no miento, estimado Enrique—, dar un brinco de asombro y empezar a perseguirlo para luego detenerse a su lado en un cruce de calle y, sin embargo, no atreverse a preguntarle, por timidez y respeto, por qué se parece tanto a la “nada”, por qué se parece tanto al “vacío”. Cosas de la literatura y también de las peculiaridades de la vida: los profanos no lo pueden entender, pero de pronto no hay ni siquiera nada que entender.

Y hay tantos lugares como éstos, lugares cabalísticos donde uno se ensimisma, donde uno se entrega a la ensoñación, a los deleites de la imaginación y también al homenaje: recuerdo así el pueblito de Villeneuve, cerca de Montreux, en Suiza, donde murió Oskar Kokoschka, donde se hospedaron Lord Byron (en un hotel que lleva ahora su nombre), también Víctor Hugo y Romain Rolland, quien escribió allí el prólogo de su inolvidable novela Juan Cristóbal en la Pascua de 1931. Igualmente el hotel Danieli donde Proust se hospedaba en Venecia, hotel que, una vez en su interior, nos ubica en otro tiempo y otro siglo. Así Auvers-sur-Oise con su albergue/café/museo donde, en un cuartucho ubicado en el primer piso, murió Van Gogh, y claro está, con el cementerio donde descansan ambos hermanos, Vincent y Theo.

Visitar lugares emblemáticos y significativos para nuestro legado es alimentar nuestro amor por la literatura, es reivindicar su papel preponderante para la memoria cultural de los pueblos, es subrayar y corroborar la importancia de una tradición: la de la escritura, la de la memoria, la de los testimonios. Visitar estos lugares es un acto de agradecimiento para con la herencia de otros escritores que nos legaron obras que hemos leído con fruición, con pasión y con reverencia. Visitar estos lugares donde estuvieron y escribieron escritores que admiramos representa un acto de respeto, de sacralización: es un acto simple, ciertamente, pero con una carga profunda de religiosidad porque es nuestra manera de rendir un culto a nuestros maestros, a nuestros mayores, a nuestros “ídolos”, a nuestros “dioses”, aunque hayan sido éstos humanos y mortales. Por ello acostumbro visitar también cementerios en mis viajes, como el del Père Lachaise en París, donde reposan (entre muchos otros artistas y escritores como Wilde, Proust, Modigliani, Chopin, Balzac...) los restos del que se suele llamar “el primer profesor”, Pierre Abélard, o como el cementerio de Montparnasse donde se encuentran Samuel Beckett, Ionesco, Marguerite Duras, Julio Cortázar, Baudelaire, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y tantos otros.

Cuando viajo, por ese fetichismo del que no logro deshacerme, también visito casas donde vivieron los escritores que me han apasionado. Por ejemplo, el día lunes 16 de junio de 1980 tuve un inolvidable encuentro con la última morada de Virginia Woolf, Monk’s House, en el pueblito de Rodmell, en el sur de Inglaterra, cerca del río Ouse donde ella murió, ahogándose por voluntad propia. Desde el puente, que aún domina el flujo de sus fatídicas aguas, estuve un buen rato contemplando al río Ouse con mucha tristeza, con consternación y con un recogimiento denso y silencioso, casi místico.

De regreso del puente a la aldea de Rodmell, observé, asomándome por encima del muro del jardín de su casa que colinda con el cementerio de la iglesia del pueblo, el estudio donde ella acostumbraba escribir.

Las cenizas de Virginia Woolf están enterradas en el jardín de esta casa. También las de Leonard Woolf.

Así, la nostalgia, el apego, el embrujamiento. Sí..., y pienso en mi adicción enfermiza: sé que alberga algún secreto matiz malsano, un cierto culto a la muerte tal vez, un apego maniático e incontenible que me lleva a sentirme personaje de mis propios fantasmas.

Sin duda es una manera de no querer morirme nunca. Paradoja de la vida: con mis muertos, con estos espectros de las Letras, me siento más vivo. Gracias a ellos sé que la muerte no existe. Sólo existen estos espíritus difuntos, entre muchos otros, que me acompañan siempre, encerrados en mi pequeño baúl de recuerdos, para que no se escapen. Y si lo hacen, abandonándome a mi temible soledad, condenándome a vivir por siempre en las tierras del vacío y del olvido, me dejarán el amargo sabor de la semblanza de un rostro que, al mirarlo en un espejo, ya no reconoceré.