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La efigie negra

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Es mediodía, el intenso sol me dibuja sobre el escritorio, a lo lejos oigo a la ciudad bullir. Enseguida, por el pasillo, escucho sus pasos.

Entre tanto recordé a la negra, esa figura de madera que había estado conmigo tantos años: era mi compañera, la distinguida invitada, con la que me desahogaba en mis madrugadas. La negra llevaba consigo una falda de tela café que caía a ritmo del son cubano hasta sus tobillos tan caribeños. Sus brazos refugiados detrás de su espalda daban un aire pecaminoso, como esperándome en la travesura mental, allí, donde habita el gozo. Su cabellera aventajada caía en cascada chocando contra sus hombros. En su cuello, adornaba un ligero collar de hojas cristalizadas que con la luz pareciese dar un color morado, y a todo ello esa estilizada cara que decía tanto.

Mis días eran largos, lo suficiente para imaginar la mayor parte de él; viajarme para que las horas pasaran ágiles y aquello no fuera tan tortuoso. Hubo días en que lo conseguía, otros no. Siempre fui un solitario, un alma en pena, un muerto que estaba vivo. Y no es que me quisiera así: lo odiaba. Muchas veces salía a caminar por las noches, imaginando que a la luz de las farolas, al doblar una esquina, encontraría al amor de mi vida; mas nunca pude hallarla: terminaba con una botella de whisky, como hipnotizado frente a la efigie femenina.

Aquella mujer de madera poco a poco se fue ganando mi confianza: le platicaba lo poco que había hecho en el día: atender mi pequeño negocio de miscelánea. Cuando regresaba cansado de estar haciendo lo mismo durante 12 horas, echaba el cuerpo en el largo sillón a descansar, fumar un poco y tomar un tanto más de Johnnie Walker; la televisión no era opción para mí, me aburría sobremanera. Todo lo que hacía era hablar con esa pequeña figura de madera, imitando de propia voz el diálogo, para no sentirme tan desdichado; entonces me engañaba, hacía como si escuchase la negra: la llamaba negra.

Después de tanto hablarle, una noche, puedo jurar que me respondió, fue casi un murmullo que bien pudo estar mezclado con mis ganas por querer que un día me respondiera, más el alcohol que inundaba mis venas. No estoy muy seguro pero debieron haber pasado un par de semanas cuando la negra, en una de las tristes y solitarias madrugadas cuando ni la luna era capaz de asomarse, caminó... No es que sus espigadas piernas se hubiesen movido, fue como si diese saltos, casi imperceptibles, de un lado a otro, que no duraron más de tres segundos. Me incorporé de mi asiento completamente alterado, blanco del rostro como si la vida me hubiese sido arrancada y entonces desmayé, caí redondo contra la mesa. Al despertar, el rostro de la negra rozaba el vértice de mi nariz; pero el remolino neuronal hizo que corriera desesperado a buscar alivio al cuerpo.

De ahí, entre pasajeras noches, más cosas raras sucedían: de pronto, en la madurez de la oscuridad, la figura de la negra azotaba contra el piso alfombrado sin razón aparente, como si ella se empujase al vacío en la búsqueda de romper el cascarón: escapar de su encierro. En otras noches, cuando el sueño estaba a punto de engullirme, escuchaba el llanto de una dama en la lejanía, mas me era imposible despertar, fuerzas extrañas lo impedían. Así fue hasta que, un día, seguro estaba de que la negra podía tener una parte viva; armado de valor, y con las ganas de que fuese carne y no madera intenté hablarle; pretendí que la negra me escuchaba, otra vez pero con más fe, y en ocasiones, que no fueron pocas, ¡hasta imaginaba que se reía de mis decires! Cuánta risa nerviosa solté esa noche y las que vinieron después que, entre cigarrillo y otro, como un cenizo oyente que sabe que debe disfrutar su humo al máximo pues tiene más vida la mosca que su hoja, esperaba que la negra me contestase. Esforzaba a la imaginación a darle efecto animado a esa pieza de arte cubano. Por semanas esforcé a la imaginación para inyectarle un poco de mí, hasta que una noche de octubre la negra despertó.

Recuerdo que nos era imposible aguantar los deseos por acercarnos y tocarnos; primero ella —risueña, alegre— me tomaba de la mano, con ese pincel que tenía por dedos, iba formando al dejado que era yo. De abajo hacia arriba, me dibujaba a su antojo; así siguió hasta llegar al cuello que en cada pincelada lo alargaba. Sus labios, las carnosas ondulaciones marrones cada vez más cerca de los míos, invitaban a recargarme en el amplísimo sillón donde fácilmente cabíamos los dos cuan largos éramos. Así noche tras noche corría exasperado a casa para verla, olvidando el hambre, soslayando a la ciudad, lo único que ansiaba era estar con ella; pues cada noche iba siendo más humana.

Su respiración en pausas, como si le costara respirar mi aire, le picaba su recién creada garganta y a sus moceados pulmones parecía costarles entrar en ritmo. “Vamos”, me dijo, casi callada, apenas un hálito de palabra, una fina palabra desvanecida cual hoja en otoño que yacía ya sobre mis hombros, y es que la escuché tan suave que cerré los ojos medrosamente, esperando que ella se completase, terminara su transformación y con ello completara a este pobre que la ama.

Noche tras noche su madera iba siendo piel, sus pechos dejaron su rigidez, así como sus piernas se deshicieron de su pegamento que las mantenía unidas. Luego dijo “ya casi”, casi en mis labios dijo la negra, pues los suyos estaban a milímetros de los míos, su olor a mujer y no a madera, como noches atrás, provocó que quisiera abrir los ojos para verla, darme cuenta de que era casi mujer, mas la negra con una delicadeza tal, en un acto de humanidad, cubrió con la palma de su mano la curiosa vista que hube lanzado para encontrarla entre la penumbra. “Ya casi”, musitó. Sentí sus labios convulsos enmarañándose con los míos que poco a poco los podía sentir ajenos, acartonados, y mi lengua tiesa impidió decirle que se detuviera un momento para poder admirarla: imposible. Ella se levantó: era tan hermosa, tan gigante a mis ojos: una dama espigada, ya no figura, ya no madera, sino piel morena de brazos largos delicados, muslos anchos, pechos firmes y caderas amplias: la misma bella mujer que por muchas noches imaginé al tiempo que la veía capturada en esa forma decorativa.

Sus ojos los abrió una vez estuvo completada, y al instante dijo “gracias” con su orgánica voz. Se acercó con un beso listo para pegarse en mi barnizada frente. En ese instante pensé en el milagro, en esa majestuosa mujer que ya veía de abajo hacia arriba. Di gracias en mi pensamiento porque por fin dejaría de estar solo, ¡ya no más esta maldita soledad!, y apresuradamente quise levantarme para aprisionarla y hacerla mía en esa alargada noche: no pude, fui incapaz de moverme: la vi alejarse poco a poco, en dirección a la recámara; la traté de seguir con astillados ojos hasta que me avasalló un sueño obtuso al que fui arrastrado vehementemente.

Y aquí está Celia, se llama Celia, lo sé porque su marido no para de decir su nombre, y parece acentuar su amor hacia ella cuando estoy cerca, como si tuviese celos de mí; entonces le pregunta qué tanto me ve y por qué parece que aquella figura de madera que sostiene en sus manos la hipnotiza. Pero la negra no responde, calla: solamente se limita a acariciarme, a tocarme, y me inunda todo con su mirada, y me toca y sigue y sigue...