Letras
El indiano

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La Coruña, noviembre de 1898

La lluvia golpeaba incesantemente los cristales de mi habitación mientras yo intentaba escribir mi carta de despedida. El inicial chaparrón se había ido apagando hasta convertirse en un murmullo sereno, acompasado, como los latidos de mi corazón. Dos habitaciones más allá, mi padre libraba su última batalla con esta vida, entre estertores y delirios de moribundo. La casa era un continuo ir y venir de criados, familiares, amigos y algún que otro conocido morboso que se complacía de nuestra ruina. Madre odiaba que yo empleara deliberadamente ese término, pero era el exacto. Como a mí ya no me importaban ni mi futuro ni las habladurías, podía usarlo sin que me embargase la pesadumbre que solía ensombrecer su rostro cuando lo escuchaba en mis labios.

Algunos días antes habían llegado al puerto de la ciudad cuarenta y cuatro vapores con aproximadamente veinte mil repatriados, enfermos leves y graves, que fueron atendidos en los hospitales militares y en nuestro sanatorio. Era el fracaso de un país que perdía irremediablemente sus colonias en América, y que recogía así los últimos pedazos de su maltrecho orgullo. Al mismo tiempo, mi mundo se desplomaba con menos estruendo, pero con similar fatalismo.

El germen de mi propia ruina se había sembrado mucho antes de que nuestra deriva social y económica fuese evidente. Mi padre ya había perdido el dinero y mi dote, pero todavía gozábamos de cierto beneplácito social. Yo tenía dieciocho años, era una niña rebelde que contrariaba a su madre y sus hermanas por el mero placer de hacerlo. Mientras mis dos hermanas mayores buscaban con desesperación un marido dispuesto a prescindir de dote, yo ya sabía que mis posibilidades eran tan reducidas como el aire que me proporcionaba el corsé.

La Coruña era una ciudad hermosa y liberal, encerrada entre verdes colinas y bañada por un océano virulento y muy azul, con temperaturas suaves todo el año y una humedad que, lejos de molestarme, me resultaba deliciosa. En aquel entonces, nosotros nos acabábamos de mudar a una de las galerías de La Marina, que habían sido construidas en un osado alarde arquitectónico que combinaba a la vez madera, metal y espejos, y que Emilia Pardo Bazán había calificado de “insípidas grilleras modernas”. Habían sido diseñadas principalmente para nuevos ricos, en su mayor parte burguesía industrial y comercial, y mi padre había arrendado una de ellas a un diputado. La luz del sol centelleaba sobre la superficie acristalada de la fachada, y debo reconocer que a mí me encantaba, pero era la única satisfecha con nuestra nueva ubicación.

Él era indiano, hijo de un hermano de mi padre, por tanto mi primo. Su padre había sido un hacendado del que había heredado una considerable fortuna amasada en Cuba, y había regresado ese mismo año a la patria para instalarse en un pazo en mitad del campo. Con él había traído un ejército de criados y suscitó tras de sí una considerable envidia. Su porte galante, su soltería y sus veintinueve años le hicieron también blanco de todas las jovencitas que se encontraban en edad casadera. A mí no se me cautivaba fácilmente y él lo hizo en un segundo. Todavía no sé si fueron sus largas pestañas, sus ojos almendrados y su sonrisa torcida cuando dijo que él no era de los que se casaban, o tal vez mi acusada inocencia, lo que me precipitó al vacío. Le gustaba llamar la atención: vestía pantalones ceñidos, levitas de paño, camisas blancas de lino, cuellos almidonados y anudados con pañuelos, relucientes botas y sombreros de copa alta. La primera vez que atrajo mi interés fue en la misa de domingo de la iglesia de San Nicolás, donde nos invitó a la fiesta que celebraba con motivo de su cumpleaños. Hasta la fecha las únicas personas que a mí me habían fascinado eran grandes mujeres a las que ni siquiera había conocido, como Juana de Vega. Hasta él.

Envió uno de sus carruajes para que nos recogiera, y éste nos condujo a la casa más lujosa que yo jamás había visto. El laberíntico jardín tenía vistas al océano, y la casa contaba además con una capilla, un hórreo y un palomar. Era una construcción gigantesca con varios balcones exteriores y once habitaciones dispersadas por toda la estructura, con paredes de piedra y madera noble, y luminosos ventanales. El comedor era lo suficientemente amplio para recibir a todos los asistentes y aquella noche se llenó con el barullo de las conversaciones.

No tardé en convertirme en su amante. Aunque yo no era especialmente bella, lucía con bastante gracia todos mis vestidos, que él se encargaba de retirar con la maestría del amante más experimentado. No me eran ajenos sus flirteos y correrías con otras damas de alta sociedad, pero la pasión, febril e irracional, se impuso arrastrándome a su cama en un remolino de caricias. Los dedos de sus manos me arrebataban el corsé devolviéndome el aliento, y mis labios trémulos correspondían a sus besos mientras enredaba su voz melosa en mi oído y susurraba: “Tes o meu corazón nas túas mans”. Su voluntad de hombre sin ataduras se mantuvo firme durante una década, y ese otoño había anunciado su compromiso con una dama que le doblaba la edad y el patrimonio.

No se puede condenar a las mariposas a vivir en las sombras, y por eso asumí mi destino escribiendo la carta que él recibiría cuando ya fuese demasiado tarde.

Las furiosas aguas del océano Atlántico me acogieron con un abrazo opresivo y helado. El dolor físico no consiguió acallar el de mi corazón quebrado en mil esquirlas de cristal. Las olas espumosas me zarandearon de uno a otro lado, y me ahogaron al fin en la sal de mis propias lágrimas.