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Nota del editor
Este cuento del escritor chileno Miguel de Loyola fue incluido en la antología De Moctezuma a los Andes, que publicara en 2012, simultáneamente en México y Chile, la Agrupación Cultural Chile México.
Nos vemos en México

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Nos vemos en México, era la consigna en aquellos años, las palabras de despedida después de cualquier reunión. Nos vemos en México, compadre, le decías a tus amigos al momento de despedirte, como quien dice chao, adiós, hasta la próxima. Supongo ahora que debió haber sido parte de un slogan publicitario, relativo al Mundial de Fútbol de 1970, donde Brasil con Pelé a la cabeza del equipo se adjudicó la codiciada copa Jules Rimet después de vencer a Italia por cuatro goles a uno, en una final en el Estadio Jalisco que todavía ronda por mi memoria como uno de los mejores partidos de la historia. Esa fue acaso la mayor ventana al mundo para México, abierta por un torneo deportivo que por primera vez llegaría a todos los rincones a través de la TV y que los jóvenes de entonces tendríamos la oportunidad de disfrutar y atesorar como recuerdo imborrable. Por esa razón quizás, tras el recuento final de lo que hice y no hice en mi vida en el que estoy empeñado en estos últimos tiempos, cuando muchos años después tuve la oportunidad de viajar al extranjero, mi primer destino turístico sería México.

Volamos un mes de octubre con mi mujer en la línea aérea mexicana, en un vuelo que hacía escala en Lima y Bogotá, pero a causa de una peligrosa turbulencia cuando cruzábamos el Caribe, el avión se vio forzado a aterrizar también en San José de Costa Rica, donde caía una lluvia torrencial, diluviana, pensamos al momento de bajar del avión, temiendo no poder reanudar el viaje, y creyendo que poco menos llegaba el fin del mundo para los viajeros de aquel vuelo. Pero no hubo tal, la lluvia cesó después de unas horas de espera en el aeropuerto en calidad de pasajeros en tránsito, y pudimos ese mismo día continuar el trayecto, aunque bastante intranquilos después de aquel aterrizaje de emergencia. Tal vez no deberíamos haber venido, comentaría mi mujer, después de apretarme la mano cuando el avión aceleraba por la pista mojada buscando despegar hacia la infinitud de la bóveda celeste. Son naturales estas turbulencias en esta zona, aclararía el comandante de la nave, cuando el avión había alcanzado altura. Algunos pasajeros después de oír sus palabras se durmieron confiadamente. Esas palabras alentadoras del comandante tuvieron el efecto de un verdadero somnífero también para mi mujer, a quien vería dormir plácidamente durante el resto del viaje.

Después de algunas horas, sobrevolamos los cielos mexicanos en una tarde dominada por aquel sol espléndido que la cultura azteca supo ensalzar como dios. El avión comenzó el descenso muy lentamente sobre el área de la gigantesca ciudad, emplazada en el llamado DF, enseñando desde el aire a los viajeros la magnificencia de su tamaño y arquitectura, tras pasar por encima de sus edificios, pareciéndonos por momentos increíble volar casi al ras de algunas construcciones, y temiendo la posibilidad de chocar en cualquier momento contra ellas. La ciudad desde el aire podía verse nítida, surcada de calles y amplias avenidas, por donde los autos desfilaban diminutos, semejando regueros de hormigas desbocadas por incendio o insecticida. Algunos pasajeros podían reconocer desde el aire el Zócalo, la Catedral, el Paseo de la Reforma, el imponente palacio de Bellas Artes, donde días más tardes veríamos por primera vez en vivo los famosos murales de Diego Rivera. El controvertido pintor mexicano, cuyas obras se conocían y codiciaban en todos los rincones del mundo.

El avión aterrizó finalmente en el aeropuerto Benito Juárez, ubicado en medio de la formidable ciudad de los llanos, casi incrustado entre sus edificios. Por fin estábamos en México, aquel viejo santo y seña tantas veces repetido en mi juventud a modo de despedida, cobraba ahora las dimensiones de una premonición, de un sueño autocumplido. Nos vemos en México, compadre. Sí señor, nos vemos por fin en México. Estábamos bajando del avión al calor tórrido de la tarde azteca, cargando luego las maletas, saliendo del aeropuerto climatizado a ese calor denso y espeso, buscando un taxi para trasladarnos a un hotel previamente reservado desde Santiago, ubicado en la llamada Zona Rosa, muy alegres, muy contentos, por cierto, liberados de las tensiones del vuelo y de aquel aterrizaje forzoso vivido horas antes, en medio de la tormenta caribeña.

Cuando estuvimos instalados en el taxi, y mientras el auto se abría paso entre los cientos de miles que corrían desaforados por la avenida, el chofer sorpresivamente dijo mande, luego de hacerle un comentario referido a esos innumerables automóviles que iban y venían sin descanso por la avenida. Una aglomeración de vehículos que por primera vez vivíamos, pero acerca de las cuales habíamos oído hablar en reiteradas ocasiones a otros viajeros y las que décadas más tarde también sufriríamos diariamente en nuestro propio país, tras la llegada de la modernidad, de la invasión de automóviles japoneses, coreanos, chinos...

Ese vocablo pronunciado por el chofer, con aquel clásico acento local, dio un rebote en mi cerebro buscando su sentido y significado. Aquel mande, al principio, mi mujer y yo lo entendimos en su sentido más literal, como respuesta de quien está a la espera de una orden por cumplir. No pensamos, como concluiríamos después, tras volver a oír la misma palabra en reiteradas ocasiones y diferentes situaciones, que se trataba de una muletilla para los mexicanos. Una palabra que reemplazaba al clásico qué, o al qué dijo usted, luego de no haber oído la pregunta del interlocutor. Sin embargo, en ese momento, allí en el interior del taxi y observando los rasgos étnicos del conductor, que daban cuenta inequívoca de sus orígenes ancestrales ligados a las razas nativas, dicha palabra me llevaría a reflexiones y divagaciones múltiples, tendientes a rastrear su significado primitivo y su sorprendente metamorfosis a través del tiempo. Mande, sin duda la palabra estaba construida sobre la base del verbo mandar. Y es probable que tras la conquista y el largo período colonial establecido en América por España, el significado sufriera los cambios de su sentido originario, luego de un uso excesivo. Lo interesante estaba en plantearse cómo se habían producido esos cambios lingüísticos durante el cruce de culturas. Se sabe del valor temerario de los guerreros aztecas, también de sus prácticas sanguinarias, de los sacrificios humanos que hacían diariamente a sus dioses, de la crueldad de sus ritos, del poder militar que conformaba su imperio, y, sin embargo, habían terminado sometiéndose a los invasores al extremo de, sin duda, llegar a responder con un mande ante cualquier orden impuesta por sus superiores. Cabía preguntarse, ¿cuántos aztecas habían muerto antes de aceptar la imposición de aquel mande como respuesta solícita? Porque de seguro al principio la palabra debió responder a su sentido original. Es decir, mande usted, señor, aquí estoy para servirle. Y ahora se hallaba reducida a un vocablo del habla cotidiana sin ninguna importancia, desgastado y torcido su origen.

El taxi cruzó raudo calles y avenidas cortando el calor de la tarde, mientras inducido por la magia de aquel simple vocablo, comenzaría a viajar mentalmente hacia las raíces mexicanas, imaginando el inicio del encuentro y cruce de dos imperios que se fundieron en América dando origen a nuevas etnias y nuevas formas culturales. Me sorprendería, desde los primeros días en la ciudad, la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe, donde se podía leer aquel fervor religioso pagano del pueblo mexicano fundido con las prácticas y ritos del catolicismo. La plaza Garibaldi, donde tras la caída del crepúsculo se notaba aquel humor voluble de los mariachis, la aguerrida combinación de dos razas temerarias en un solo espíritu, quienes ahora premunidos de guitarrones y pistolones de grueso calibre se amanecían cantando a sus amadas y amenazando al mundo. La música de sus canciones despertaría aquellas noches después del correspondiente tequila, y de uno que otro golpeadito exclusivo para turistas, sin la gradación alcohólica genuina, muchos recuerdos dormidos de una infancia vivida en un pueblo recóndito de Chile, donde la música de las clásicas rancheras mexicanas las propalaba el viento hacia todas las latitudes, impregnando la atmósfera con aquel humor festivo y a ratos también tristón y lastimero impreso en sus letras y en su música.

Un mediodía de visita a Teotihuacán, un paseo por sus presuntas avenidas y edificios, el ascenso por esas estrechas gradas que escalan la cumbre de las pirámides, enseñando desde las alturas la más grandiosa panorámica de la ciudad extinguida, nos hundirían todavía más al fondo de la historia mexicana. Allí los vestigios arquitectónicos daban cuenta inequívoca de una civilización misteriosamente desaparecida, y por cuyas ruinas Moctezuma II, se dice, solía pasear haciéndose acaso la misma interrogante respecto a la inexplicable caída de un imperio que había levantado semejantes estructuras. Y esa constante inquietud del emperador de los aztecas por aquel mundo extinguido, sería su talón de Aquiles. Lo llevaría a confundir a los conquistadores, y concretamente al propio Hernán Cortés, con la figura de aquel dios desaparecido de esa cultura admirada por Moctezuma. Su nexo esotérico hacia el pasado, sus supersticiones ancestrales, y la coincidencia del paso de un cometa por el cielo por esos mismos días de llegada de las huestes españolas, ayudaría al proceso y consolidación de la conquista. De lo contario, para Cortés habría sido imposible dominar un imperio que superaba en número y ferocidad a los suyos.

Saldríamos esa tarde de Teotihuacán muy conmovidos por sus ruinas, llevándonos algo de aquel ambiente místico y legendario impreso en cada una de sus piedras, y sobre todo la visión de un dios sol que se derramaba por sobre la pirámide como una cascada de rayos refulgentes y mágicos, envolviendo a la masa de turistas en las tinieblas de un pasado multicolor e incomprensible. Un matrimonio mexicano procedente de Chiapas con quien nos detuvimos a conversar mientras andábamos sugestionados entre las ruinas por los posibles espíritus, nos sorprendería por su interés en enseñar a su hijo de diez años aquellos vestigios de civilizaciones más antiguas. Así aprende de pequeño la historia de su país, nos comentaría el padre orgulloso de ser un eslabón en la cadena de sucesiones extendidas en la infinita línea del tiempo. Es costumbre, en México, sabríamos después, llevar a los hijos a lugares históricos. Hay mucho turismo local en el país, señal inequívoca de bienestar económico de un pueblo. El niño corría a ratos por entre las piedras, liberando su energía natural, de alguna manera retenida por esa atmósfera mística impuesta por la presencia de esas pirámides dormidas en medio del llano silente. En sus ojos negros también estaba impreso aquel enigma milenario que arrastra el pueblo mexicano desde sus orígenes hasta nuestros días. Recordé la novela La serpiente emplumada, de D. H. Lawrence, que tan bien describe la dimensión esotérica de los mexicanos, sus enigmáticos nexos con las culturas primitivas, sus nudos ancestrales, incomprensibles, pertenecientes a los mundos del inconsciente.

Al día siguiente, temprano en la mañana, una larga caminata por el Paseo de la Reforma hasta el Zócalo nos pondría al corriente de otra historia dentro de la novelesca historia mexicana, como había comenzado a parecernos desde nuestro arribo. Ahora la de un rey, de un emperador impuesto en 1864 a los mexicanos por Napoleón III para resarcirse de las deudas contraídas con los franceses. Pero lejos de gobernar para los intereses de Francia, Maximiliano terminaría enamorado de esas nuevas tierras, onduladas y fértiles, de cielos celestes y puros, concediendo y cediendo al pueblo mexicano beneficios que los franceses no estarían dispuestos a apoyar, tampoco los republicanos, quienes terminarían derrocando el régimen y fusilando al complaciente emperador. Maximiliano había alcanzado a planificar la construcción de aquella hermosa avenida llamándola inicialmente Paseo de la Emperatriz, la misma por donde nos encaminábamos deteniéndonos de tanto en tanto frente a cada monumento, frente a cada escultura erigida bajo la supervisión de una de las almas más refinadas del imperio austrohúngaro. Un paseo que conectaba la casa de gobierno con el Palacio de Chapultepec, lugar de residencia del soberano, y donde quedaría grabada la evidencia del arte de los pueblos más depurados de la Europa Imperial.

Regresamos otra vez al hotel exhaustos esa tarde, agotados después de esa larga caminata por un paseo que se abría también hacia el corazón de la historia en cada uno de los monumentos expuestos a los paseantes, erigidos y aumentados después de la Revolución. Quisimos comer algo de paso, pero nos intimidó esta vez la variedad de platos posibles de elegir, sin contar con la asesoría correspondiente. Ya no podíamos más con el chile, un ají tan picante que nos hacía arder la boca y el estómago. Aquel poderoso condimento era un ingrediente infaltable en la comida mexicana, y comenzaba a darnos una idea acerca del origen del carácter explosivo de los aztecas. El chile estaba en la base de sus comidas y de su temperamento, al punto que podría haber sido el gatillo de todos esos feroces procesos históricos vividos por el pueblo mexicano, desde la conquista hasta nuestros días. Sugestionado por esa idea, comenzaría a mirar a los grandes caudillos de la Revolución envalentonados por la fuerza de aquel furioso condimento. Y tequila, agregó mi mujer después de comentarle mis divagaciones relativas a esa delirante conclusión respecto a las propiedades del ají. Pero Pancho Villa jamás tomaba alcohol, expliqué. Dicen que cuando entraba a una cantina, y esto parece una cantinflada, el bandolero cargado de pistolas y cinturones repletos de balas pedía una leche malteada. Sí, señor, una leche malteada, cabrón. Más de algún cantinero se sorprendería al principio, creyendo que se trataba de una broma del general, pero esa risa debió costarle cara a los incrédulos. Pancho Villa, Doroteo Arango su real nombre, no bebía ni una gota de aquel tequila extraído del maguey, se mantenía siempre sobrio, pero de seguro comía chile, y en cantidades, para mantenerse fiero sobre la silla del caballo durante días enteros, al igual que sus tropas. Lo mismo debió ocurrir con Emiliano Zapata, el guerrillero de las fuerzas del sur, quien, sabemos, terminaría sus días arteramente asesinado en una emboscada, al igual que Villa.

Al día siguiente nos fuimos al Zócalo en el tren subterráneo, desobedeciendo las advertencias de los funcionarios del hotel, quienes insistían en que no era un medio de movilización seguro para los turistas. Una advertencia que oiríamos no sólo en México, sino en todos los sitios por donde alguna vez anduvimos, sospechando que se trataba más bien de una estrategia de las agencias para sacarle todos los dólares posibles a los turistas. ¿Por qué no iba a ser seguro el medio de transporte colectivo de los mexicanos? Fuimos y volvimos aquel día al centro histórico usando las redes subterráneas sin problema alguno. Salvo el de las clásicas aglomeraciones a las horas de mayor tránsito, existentes también en Chile y en cualquier lugar del mundo. Y eso nos ayudaría también a tomar contacto con los ciudadanos, a observar sus rostros y ademanes, su lenguaje y sus costumbres, y a establecer relaciones históricas imaginarias, viendo en sus rostros fundida la estirpe guerrera de sus antepasados aztecas, ahora presa por la camisa de fuerza impuesta por la cultura occidental que había llevado a esos pueblos y a todos los pueblos de América a la llamada civilización y modernidad. Allí viajaban ahora los altaneros guerreros aztecas, envueltos en trajes de lino y trevira, corbatas italianas, zapatos de cuero, en dirección a sus respectivos hogares o lugares de trabajo. Así había pasado la historia y seguiría pasando a través de los siglos. En un continuo ir y venir de civilizaciones que se van entrecruzando y sucediendo unas a otras, dejando pequeños vestigios de su existencia a las venideras que el tiempo va disolviendo poco a poco...

¡Ay mamacita mi vida! Oiríamos exclamar espontáneamente a una mujer en el tren subterráneo, y la frase balbuceada quizá por algún motivo en ese momento concreto, quedaría en mi mente girando hasta hoy día como forma de explicación de nuestro efímero paso por el mundo.

Nos vemos en México. Sí, mi amigo. Así nos vimos finalmente en México.