Letras
Viejo árbol de cenizas

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—Uno, dos, tres, cuatro.

Giselle miraba las pequeñas gotas escurrirse en la ventana.

—Más allá, más lejos, allá —le susurró en el oído.

Esquivando la espesa humedad Giselle descubrió al viejo árbol de cenizas. Todos los que eran más grandes que ella le habían repetido que se alejara del árbol, especialmente aquella vecina anciana con ese aliento rancio y un rosario que brillaba sobre su piel quebrada. Si había algo que afectaba a Giselle eran los olores, amaba el olor a tierra mojada y a madera quemada, pero siempre detestó el olor a anís de la vecina.

Aquel árbol le despertaba mucha curiosidad. Por momentos parecía enorme y de robustos troncos, pero a veces sus ramas adelgazaban colosalmente para después volver a expandirse, como una ilusión, pero era aun más curioso que no crecía nada en metros alrededor, sólo había polvo, pero llegando a un punto exacto toda la vegetación cobraba vida formando un círculo (muerto) perfecto con el árbol, líder, en el centro.

Giselle era una gran preocupación para sus padres (ella sabía muy bien que eran adoptivos), desde su nacimiento se había aferrado a una inexplicable afonía, jamás había emitido siquiera un sonido. Desconcertaba a todos los médicos que afirmaban que era una niña totalmente sana.

—Uno, dos, tres, cuatro.

Intentó ignorar al árbol y se concentró en sus dibujos.

—Vamos, acércate —le susurró en el oído.

Y ahí estaba, inmóvil, afuera soplaba un fuertísimo viento; todo lo demás se agitaba frenéticamente mas el viejo árbol de cenizas permanecía intacto, calmo.

Giselle, silenciosa, se escabulló por la ventana y salió de la casa, descalza.

Caminó con lentitud hasta hallarse en frente del árbol, escuálido en ese momento. El viento había cesado y la lluvia, antes suave, ahora dolía.

—Uno, dos, tres, cuatro.

Estaba cansada y no entendía qué hacía allí.

—Más alto —le susurró en el oído.

Y en la desnudez de sus pies comenzó a trepar el árbol. Parecía agrandarse. Giselle trepaba, hipnotizada. Y aunque subía y a sus ojos estaba más alta, cercana a la cumbre del árbol, era como que subía... para abajo, como que caía... para arriba.

—Uno, dos, tres, cuatro.

Y allí en la cima se envolvió en cenizas frías y por primera vez se echó a reír.

—Si tan sólo hubieras usado zapatos —le susurró en el oído.

El árbol despidió un adorable aroma que recordaba el de la verdadera madre de Giselle cuando cantaba canciones en las noches de tormenta.

Y mientras Giselle se dormía, forzada por el somnífero perfume, el viejo árbol de cenizas se tragó a la niña y sonrió.