Sala de ensayo
Kordon, Rozenmacher, Conti
Notas sobre poéticas realistas argentinas

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Bernardo Kordon
Bernardo Kordon.

Introducción

Mediante el presente trabajo no pretendo agotar las instancias ni teóricas ni históricas del vasto repertorio de variables realistas en la literatura argentina. María Teresa Gramuglio, en el lúcido volumen perteneciente a la Historia de la literatura argentina de Noé Jitrik, se detuvo minuciosamente en el recorte de su objeto de estudio, al cual sitúa en las tres primeras décadas del siglo XX, colocando a los autores (Gálvez especialmente) en el contexto cultural del naturalismo (Gramuglio, 2002). Reconocido antecedente de Boedo, sin duda alguna Gálvez permite actualizar por un lado la pregunta por los “destiempos”, y por otro, también los interrogantes acerca de las razones estéticas, ideológicas y editoriales que llevaron a Barletta y Olivari a firmar el manifiesto “Con Gálvez o con Martínez Zuviría” (Lafforgue y Rivera, 1981: 194). Si Gramuglio auspiciaba la relectura de Auerbach, Lukács y Jackobson, los textos nacionales (sus autores y formaciones grupales) son abordados desde el marco epistémico que reconoce a la representación como problema y fuente de hipótesis; pero además, su enfoque (y la integridad del volumen que dirige) sitúa en un conjunto de pertenencia cultural aquellos procedimientos y temáticas que constituyen, precisamente, a los géneros literarios en su ínsita historicidad: la novela, el relato, el teatro, el sainete, las crónicas. Todo ello configura un abanico de manifestaciones que tampoco deja exentas a las revistas de entonces (Nosotros, Ideas), cuyo pluralismo deliberado es claro indicio de correspondencia con las prácticas literarias del momento, proclives a elaborar situaciones y personajes generales, representativos de segmentos sociales específicos. Es aquí donde se ponen en juego, reactivados, los planteos argumentales y estructurales (formales) que van desde la mímesis transhistórica a la organización conceptual (y política) de materiales (lenguajes, referencias, asuntos y motivos) de acuerdo a una concepción dialéctica racionalista. Siguiendo un amplio recorrido de la crítica argentina (de Lafforgue y Rivera, a Sarlo y Gramuglio por ejemplo), podemos advertir que a nadie escapa el acento puesto sobre el proceso de urbanización que en Europa del siglo XIX va de Victor Hugo y Eugenio Sue a Balzac (pasando por Baudelaire) y a Zola; Pío Baroja, los hermanos Goncourt y Charles Dickens completan el marco de referencia que representa, como los pioneros cuadros de Courbet, la pobreza, la miseria o la marginalidad.

Ahora bien, tratándose de literatura argentina decimonónica, habría que recordar que el naturalismo de la década del 80 se reconoce sobre todo en la plenitud narrativa de Eugenio Cambaceres pero también en las estrategias argumentativas de Antonio Argerich, quien con su ¿Inocentes o culpables? ofrece un documento social, filosófico y científico de una época impregnada de positivismo (Berg, 2007). Aunque hay adaptación de técnica, formato y asuntos, el enfoque nacional asume la traducción de las necesidades que la clase dirigente (la alta burguesía, la oligarquía terrateniente) cifra en un territorio que siente invadido por la inmigración. Entonces, la escuela que propició Zola, aquí va a implementar un cambio de signo ideológico, invirtiendo el esquema causal de víctima y victimario.

 

Un apartado sobre literatura argentina después del Centenario

Ciertamente, podríamos pensar que Boedo practicaba un didactismo moralizante cuyo fin era concientizar la culpa social que ejercía un efecto irreversible, la fatalidad que en definitiva no hacía sino propiciar sobre el protagonista, la particularidad del caso. Tratándose de una casuística, el naturalismo argentino establecía pautas para un discurso aleccionador y pedagógico, excediendo la racionalidad de la abstracción conceptual que define el modelo de representación realista, al menos como lo conocemos con su oficialización lukacsiana en 1934 (Huyssen, 2002: 23). En el naturalismo de Boedo el caso funciona como potencia de generalización, a modo de ejemplo moralizador. Por su parte, al realismo, entendido en los términos generales de la teoría y sobre todo de Lukács, le importa el vínculo entre mundo y personaje, allí donde el tipo objetiviza la escena en tanto mediación dialéctica para que la acción desarrolle un proceso racional entre el pasado y el presente del personaje que encarna lo social y lo histórico.

Sin embargo, el naturalismo de Boedo, lejos de concluir en sus autores reconocidos (Castelnuovo, Barletta, Cendoya, Yunque, Mariani, Olivari, César Tiempo/Clara Beter), prefigura la corriente que va a inclinarse hacia técnicas volcadas en un realismo experimental. Quizá no sea desacertado seguir pensando en el pasaje de naturalismo a realismo. Pero lo que podemos proponer como problema o hipótesis de lectura es que si se producen modificaciones técnicas y estilísticas, esto es concomitante a la instalación progresiva del concepto de clase que permite la formulación conceptual y política del dilema. No es que en Boedo esté ausente la conciencia de clase; sin embargo, el mesianismo lacrimógeno que inviste su poética hace perder de vista el objetivo militante, confinando la cuestión a un reduccionismo abstracto y maniqueo entre pobres y ricos. En todo caso, Boedo deja escapar la dialéctica del sistema de producción por concentrarse en una desproporcionada relación entre un efecto concreto (con detalles perturbadores que apuntan sobre todo al cuerpo) y una causa sin especificidad ni análisis (Fernández, 2002). Al dejar de lado el proceso que conduce a una situación, la consecuencia textual más evidente es que los personajes se encuadran menos en tipos que en estereotipos, cuyos mecanismos reiterados desgastan o automatizan los hábitos de lectura. En cuanto a Roberto Arlt, quien no practica un realismo convencional, la clase social es uno de los blancos predilectos para situar los personajes, sus discursos y soliloquios y desmontajes narrativos que corren por cuenta de “editores”, “traductores”, testigos, inscriptos en un juego de marcos extremadamente experimental. En la escritura arltiana no es adecuado hablar de dialéctica, por el carácter de estos personajes que exceden la totalidad de lo típico; además y, en este mismo sentido, porque Arlt no busca una síntesis de mediaciones sociales que expliquen racionalmente el presente. En 1936, Bernardo Kordon publica La Vuelta de Rocha y aquí comienza, casi contemporáneo de Arlt, una de las obras más prolíficas, que hacia mediados de los 50 se reafirma con las variables enunciativas del sistema pronominal (monólogo, fluir de conciencia, estilo indirecto libre, etc.) que leyó en Arlt; pero la producción de Kordon también se sitúa en el contexto signado por un acontecimiento cultural que involucra a Latinoamérica, ya hacia los sesenta: el boom. Por otra parte aunque en relación con esto más precisamente con algunos autores que, como Faulkner, Hemingway o Dos Pasos, oficiaron de guías para gran parte de los escritores nacionales tocados por este suceso.

En las hojas que siguen, trataré de mostrar en algunos textos de Kordon, Rozenmacher y Conti, las funciones y procedimientos narrativos que permiten pensar en el realismo durante el siglo XX.

 

Haroldo Conti
Haroldo Conti.

Apuntes preliminares sobre algunos textos realistas

Como señalaba, Kordon desarrolla un sistema de enunciación experimentando con los límites del tono y las voces de los personajes.

Desde esta perspectiva, se trata de mostrar cómo funciona un sistema literario, sus cruces y articulaciones, allí donde más que cortes y discontinuidades se establecen nuevas reconfiguraciones en el contexto de series y filiaciones transformando los procedimientos narrativos en vías de producir significación acorde al contexto cultural. La poética de Kordon es tributaria de Boedo pero también de Arlt, cuyas condiciones de producción están asignadas en parte por la experiencia biográfica del viaje, por el despliegue de aquel exotismo propio de quien incursiona y toma distancia para narrar y describir la pregnancia del mundo ante sus ojos. Pero Kordon no cuenta historias de alquimistas ni lunáticos, sino de derrotados, vencidos o abandonados. Sin embargo, a diferencia de Boedo, Kordon está lejos de adoptar estrategias didácticas donde la ideología es entendida como identificación (catártica) entre autor y personaje; en estos términos, Boedo no alcanza la eficacia de la estilización que supone, precisamente, distancia y observación. Aquí, la elipsis y los implícitos componen una noción de realidad ligada tanto con la experiencia concreta que traduce la narratividad como con la verdad de un vacío, un agujero, en definitiva, intraducible. Esta perspectiva de la oquedad es compartida en alguna medida por Kordon y Conti, y lo que sí puede afirmarse que los distingue como principio narrativo, no es tan sólo la idea sartreana de compromiso literario, postura que conforma el imaginario de época y la generación Contorno, sino también la postulación de una ética, que atañe a la escritura (a la modalidad estética) y también a la proyección de principios asumidos en relación con lo social.

En su cuento “El sordomudo”, por ejemplo, Kordon coloca al linyera vagabundo en el lugar del asesino mientras que la víctima es un niño/adolescente, hijo de una familia adinerada; con el título el autor marca posición y, allí donde el narrador acompaña al personaje central, es el lugar y el momento en que el camionero advierte que su buena fe ha sido usurpada por Severino, el criminal. Por lo tanto, el ideologema de base funciona en el mundo del trabajo, aunque no responda a una perspectiva de totalidad ni de generalización de abstracta objetividad que requiere el realismo (desde la perspectiva lukacsiana), ni a una casuística cuyo esquema concluye por funcionar como generalización estereotipada. Simplificando de alguna manera, podría decirse que el argumento de Kordon en la óptica de Boedo asume una causalidad redentorista y fatal: la marginalidad social conduce a la perversión. Entre tanto, Kordon cuenta la historia creíble sin necesidad de justificar socialmente un delito sin sentido. Así, podemos definir su poética como realista en tanto y en cuanto tengamos en cuenta la construcción de un estilo, los elementos heterogéneos como el humor y la parodia que en algunas narraciones implican una ruptura con las convenciones del realismo clásico (como en “Huelga de basureros”). Sin embargo es precisamente esa alternancia, las contradicciones y paradojas que representan verosímilmente lo real, matizando la ficción con las referencias verídicas. Es el uso de las mismas lo que da cuenta de una escritura que experimenta sobre los bordes de la representación realista y la figuración de atmósferas alucinadas, extra-ordinarias (en el preciso y literal sentido de la palabra). A partir de la situación del espacio y también de las notaciones de la temporalidad, a menudo ingresa la historia, en clave mayúscula y nacional, aunque el género del cuento no exija una totalización. Los indicios espacio-temporales más la estilización mimética que reconstruye lenguajes, se refuerzan con registros narrativos biográficos (en tercera o en primera persona), declaraciones y testimonios, todo lo cual asume un concepto de ficción que orienta las figuraciones de lo verídico y lo verosímil. Mientras que en Kordon y Rozenmacher la ciudad será escenario privilegiado, Conti propone un doble recorrido a través de los meandros de la naturaleza y los escombros que la cultura disemina en la ciudad (Berg, 2003: 85).

Si los personajes deambulan y merodean por la ciudad, algunos lo hacen para alcanzar una utopía o un sueño como en Toribio Torres, alias Gardelito; en este caso, el pasaje del interior (Tucumán) a los suburbios de la Capital donde el muchacho llega para vivir con sus tíos, hacinados en un habitáculo y con escasos medios de sustento. Si su propósito es llegar a la radio para cantar, el camino que toma tiene un doble sentido. Recorre los barrios porteños más acomodados para adaptar eficazmente el truco de sus “relatos” al modo más fácil de conseguir dinero. De tal manera, los cuentos que arma para las señoras (la dueña del perro y la joven que se apiada del cachorro) lo sitúan como un farsante, un “cuentero” cuyo historia cede el humor a medida que el tiempo transcurre en el agotamiento de los recursos en base a la mentira compulsiva. El drama y el humor son los elementos con los que Kordon elabora un perfil de personaje, nítido en su caracterización a la cual corresponde el saber pleno del narrador omnisciente. En una soledad desesperada, cada acto colabora en la definición de su destino, que lo juega deliberadamente con la estafa y el engaño. Es en esa fisonomía donde la historia asume el sentido que sabe evitar la didáctica ramplona y moralista para detenerse en la lenta y progresiva asunción de una conciencia ante la apuesta desafortunada que depara la pérdida implacable. Matizando una risa en sordina con una tristeza creciente, la ciudad, con los referentes espaciales reconocibles y verídicos, traza el mapa donde la cotidianeidad se convierte en aventura. Así, los itinerarios urbanos que recorre Toribio, con nombre falso y un pasado que quiere olvidar, son los “jeroglíficos” que le hablan de complicidad, abandono, cobijo y traición. Si para Roberto Arlt el mal respondía como acicate para destrabar las máscaras que la “buena” sociedad porteña se imponía, para Kordon el fraude alienta sin propósito o la finalidad se pierde de manera gradual. Toribio necesita mentir para comprobar cómo y hasta dónde le creen. Cuando hallábamos cierto determinismo que nos remitía a Boedo, esto no sólo respondía a una trama de orígenes familiares oscuros y humildes del protagonista, sino al desenlace fatal que lo aguarda sin opción. Ante el peligro implacable, Toribio cuenta por primera vez la verdad y muere asesinado por Picayo y Fiacini. La rapidez de la detonación homicida invierte, previsiblemente, para Toribio, el esquema de víctima y victimario.

La verdad es una clave que en muchos textos de Kordon funciona precipitando el desenlace; también opera como motivo y pretexto que irónicamente sugiere una relación tangencial con el modelo estético al que apunta Kordon: el realismo. Verdad ausente, la mentira es pieza clave en la máquina de construir relatos, dispositivo mistificador del, valga la paradoja, auténtico cuentero. Entonces, en el bullicio anónimo que esconde y exhibe, que protege y delata (canta) los señuelos del cuentero, la aventura de la caminata descuenta las horas antes del final. Como los personajes de Arlt, Toribio es una representación de sí mismo pero, sobre todo, ante sí mismo; ensaya y aprende el arte de fingir y simular ganando orgullo por la teatralización y el histrionismo logrado. Los socios del delito cobran venganza de la última estafa que Toribio tramó sin éxito. Aunque Kordon evita los recursos mesiánicos y lacrimógenos que caracterizaban a Boedo, aún persiste un tono moralizante residual (no religioso) propio de sus antecesores. De Kordon bien puede leerse ciertas marcas de la picaresca (la del Siglo de Oro Español como la de la novela dieciochesca inglesa, por ejemplo Moll Flanders, de Daniel Defoe), precisamente por el recorrido de aprendizaje sobre la falta, además de la voluntad de ascenso (que, en el caso de Toribio Torres, se trata más que nada de un sueño, una utopía o un delirio de grandeza). Roberto Arlt, en su saga de personajes desclasados (marginales, pero nunca vinculados al mundo del trabajo), liquida cualquier rémora moralista o didáctica; las historias que narra Kordon son historias de perdedores, fracasados, historias de derrotas por causas perdidas de antemano. Pero esa oscilación entre voluntad de ascenso y deseo de salto, de pase mágico a otra condición, Kordon la trabaja ante todo discursivamente, con finales que no cierran ni explican, en una escritura donde lo real abarca también el sueño y la muerte; por ello, no es ajena a esa realidad el síntoma que retrotrae a la infancia apuntando a zonas borrosas del inconsciente. Esto sucede en varios relatos. “Una región perdida”, en la cual lo cotidiano se mezcla con escenas traídas del mundo empresarial y la vida en matrimonio. Lo que prometía una previsible tarde de té, con invitados obsecuentes ante el dueño de casa y su empleador, se ve interrumpido con una repentina desesperación ante encierro y comportamientos encorsetados: ante la reacción atónita de los presentes, Renán comienza a hablar sin represión alguna de impresiones borrosas. La situación absurda provoca el disgusto de su esposa ante el pésimo comportamiento social de su marido, cuya fisura consiste en no reparar, no darse cuenta de lo sucedido ante los demás, en lo que debía ser sólo una formal reunión de trabajo. En “Un día menos”, el protagonista narra en primera persona el confuso intersticio de una vigilia onírica donde recuerda o reencuentra a su hermano muerto, entre una playa y su casa; en “La desconocida”, con narrador omnisciente, el personaje cobra conciencia de la sensación, alterada por la duermevela, de despertar junto al misterio de su mujer, la melancolía por “el dolor de vivir y de morir”.

Kordon trabaja el decir de personajes en la amplia gama de género y edades, pertenencia de clase o exclusión social, y allí inscribe un vínculo de intimidad entre narrador y personaje; elabora la lengua ajustando el ritmo de la narración, alternando la concentración entre núcleos e indicios. Pero también estiliza las hablas, tanto las que llegan del interior a Buenos Aires como el decir de los porteños en el vaivén del comercio y el contrabando, la clientela fraguada, la confianza defraudada, las trampas y la supervivencia en el universo de la ciudad, donde la palabra fraudulenta empeña la lealtad y juega con traición (tema compartido con Arlt): es el caso de “Hacéle bien a la gente”, título que se quiere máxima o proverbio de la dura sabiduría que otorga el aprendizaje en la calle y del ritual encuentro con los amigos (dicho sea de paso, producidos en bares y restaurantes porteños verídicos). Kordon funda un lugar, reconocible, verosímil y sobre todo cierto, añadiéndole el plus imaginario y creativo del pasaje al otro lado, del episodio inesperado y la sorpresa que guardan rincones, calles y recintos. Entonces la ciudad resulta una potencia transformadora que produce vida y experiencia del mundo cotidiano. El factor político ingresa con ideologemas de clase. Así sucede con “El aserradero”, donde el accidente de trabajo es un percance subsanado por un nuevo empleado oriundo de Salta, un sustituto que garantiza el funcionamiento del sistema capitalista. Por un lado, la caracterización del lenguaje social apela a lo que Florencia Abbate denominó “usina lingüística” refiriéndose a la composición de la prosa, donde la vinculación de los personajes con el contexto se da ante todo por la estilización de la oralidad y de las procedencias sociales y culturales (Abbate, 2004). Aquí se trata de la estilización de las hablas urbanas, escenario donde la violencia y la ciudad no son un mero trasfondo sino un marco activo donde se formula una identidad; el movimiento urbano que pone en circulación los lenguajes y las vidas, son el laboratorio donde la ficción de la oralidad constituye el contexto donde se inserta el personaje mediante los respectivos códigos culturales. Pero también, la ciudad fascinante y caótica constituye las subjetividades, sus experiencias con el cuerpo y la sexualidad, con el dinero y la clase, con las ideologías y la política. En este sentido, la subjetividad formula una identidad (en relación a la generalidad del contexto donde se inserta el personaje) y una singularidad (que postula un personaje, su posición sin dejar de pertenecer o de funcionar en un entorno). Sin embargo el Conurbano también es escenario de horror, y cabe señalar que Kordon aquí se distancia de Boedo, por la concisa precisión del relato. Así, “El sordomudo”, lejos de recurrir a la exposición detallada del crimen, plantea una tácita y necesaria relación con la verdad, matizando sutilmente el vínculo (y diferencia) entre culpa y responsabilidad. La estilización de las hablas también tiene que ver con su desplazamiento y desvío, precisamente con la mentira, en las formas de la fabulación o del engaño, como hemos visto hasta acá, pero también con una deriva hacia el chisme, el rumor o la intriga deliberada para usufructuar la buena fe de personajes solitarios. “Nuestra señora de los gatos” presenta el desamparo como situación o fuente de ventaja para personajes sin escrúpulos, en este caso femeninos; fuera de las casas acomodadas, la ciudad es testigo, croquis donde se definen las conexiones entre escena y personaje. Es en el puerto y los baldíos donde “morían los rieles herrumbrosos de un ferrocarril en desuso, con ruinas de galpones abandonados, pozos de excavación inconclusos... muchos gatos gordos y lentos asomaban sus cabezas redondas y contemplaban el tráfico que se deslizaba velozmente por los sesenta metros de ancho de la avenida Leandro N. Alem. Del otro lado de ese caudaloso río de ruedas y motores comenzaba la vieja edificación de la recova: casas bajas con azoteas y balcones de hierro forjado...”. El detalle y los indicios certeros no excluyen la metáfora. En el registro descriptivo, el narrador agudiza su percepción, cuyas sensaciones impregnan la sensibilidad de la mirada. Lejos de asumir una postura sentimental, el narrador pone el acento sobre la presencia de vida en contraste con un territorio deshumanizado. Desde una perspectiva que repone los recuerdos de infancia en primera persona, “Maíz para las palomas” compone un vínculo con la ciudad entre los dos niños que la recorren con la ilusión de separarse aunque sea momentáneamente de sus hogares. Un niño que se dedica a sus tareas y a los juegos, otro, mayor, de manos curtidas por el esfuerzo vertido en el trabajo para ayudar a su padre; su tiempo libre lo dedica a las aves. De las calles deslumbrantes a los recintos más secretos (“los profundos conventillos y los inmensos corralones de Almagro”), Kordon inscribe las huellas de Juvenilla de Cané (invirtiendo las procedencias clasistas) y más aun, de Corazón, de Edmundo de Amicis, con sus clásicas historias de compañerismo y solidaridad en el ámbito escolar. Pero más allá de que la condición social y el signo político sean factores constitutivos en su escritura, de Kordon conocemos el modo de construir un vínculo entre narrador y personaje, mediante el cual el primero acompaña al segundo midiendo los alcances de su acción y su mirada, cuyo resultado es la construcción de un mundo y el procedimiento es el conjunto de mediaciones que estructuran el sentido (la dirección o perspectiva) de la acción. Por momentos el estilo indirecto alterna con el indirecto libre, movimiento que puntualiza las distancias que sitúan al narrador ante todo, en el lugar de acompañante con visión más abarcadora. Suele suceder que Kordon resalte la excepción dentro de las costumbres o los hábitos, la particularidad que rompe la regla que rige el comportamiento uniformado del grupo, como sucede con “Domingo en el río”; la vestimenta de la muchacha incomoda al novio porque no se ajusta a las pautas comunes, resultando provocadora para las miradas masculinas del grupo. Kordon dosifica la violencia, o bien concretándola, o planteándola en su inminencia que implica peligro o amenaza inconclusa; aquí, el picnic y el asado como destino del trayecto en camión es un ejemplo. Y en esta historia, el punto de vista infantil resulta clave, enfocada en tercera persona por el narrador cuyo saber indaga y acompaña a Fernando, advirtiendo en su tristeza de abandono y amor a su madre, su necesidad de perderse “en el camino de hormiga” de la kermese cercana al balneario de Quilmes. Cómo no recordar a Benji de El sonido y la furia, de William Faulkner, aquel idiota de la familia que narra desde su perspectiva, cuando leemos “Fuimos a la ciudad”, el cuento donde Kordon le presta voz a un niño adolescente retrasado que relata el viaje familiar y la desilusión, el desarraigo, la distancia y la pérdida, el abandono al padre y la hermana mayor que regresa de Capital, cuya soberbia es castigada por los muchachos del pueblo. A diferencia de Boedo, la prosa de Kordon es sobria si bien no escatima imágenes sensitivas; inclusive esta escena carece de dramatismo y es despojada en su desarrollo, no abunda en detalles ni en consecuencias que alteren el curso del relato, es un episodio más, justificado, si se quiere, por la lógica narrativa. Sin embargo, la austeridad y el despojo los elabora, lingüísticamente, asumiendo el tono, el modo y el estilo de un niño con las propias características de la criatura que realiza las cosas en su decir, literalmente. Pero además, y sobre todo, desde el costado inocente y extrañado que recuerda la tristeza del padre cuando “le subía el agua a los ojos”. Si la palabra “lágrima” implica un concepto y por ende una abstracción, el enunciado transcripto muestra la experiencia inmediata de un vínculo entre el niño y su entorno, un aprendizaje moroso hecho sobre el sentimiento que lo une directamente a su lugar, a su rutina y a su viejo padre que muere antes del reencuentro. Tratándose del tiempo, pareciera que en Kordon la espera siempre se agota y precipita el revés de la trama, de la historia; la melancolía de la espera des-cuenta con el final, que supone cambio de rumbo o simplemente la muerte. Volviendo al mundo de los adultos, “Los tripulantes del crimen” configura un mosaico policial, con una síntesis proléptica narrada en tercera persona para luego bifurcarse en los testimonios o versiones de cada uno de los tres asesinos. Y la ciudad sigue siendo escenario y repertorio, marco y personaje omnímodo y voraz, con sus cafés, pensiones y aguantaderos. Así concebido, el espacio es la máquina estereofónica que reproduce los cruces y la circulación de transeúntes, colocándose como escaparate móvil que pone de manifiesto ciertos clisés de amplios sectores de la clase media.

Germán Rozenmacher
Germán Rozenmacher.

No es casual que los relatos “Andate paraguayo” y “El remolino” sean del año 1972. La violencia aumenta en el país, entre la dictadura de Lanussse (1971-1973), los operativos de las organizaciones guerrilleras ERP, FAR y Montoneros y la Masacre de Trelew; hacia 1973 es inminente la organización de la Triple A a manos de José López Rega, que concentrará sus propios antecedentes en activistas de ultraderecha como el Comando de Organización y la Concentración Nacional Universitaria (CNU). Ambos relatos reproducen ciertos lugares comunes, o casi mejor decir, formaciones discursivas (en el sentido foucaultiano del término, si se quiere) de amplios sectores de clase media imbuidos de clisés xenófobos. En el primer relato citado, la banalidad, la frivolización de la opinión pública estereotipada estigmatiza con discursos nacionalistas de derecha a personajes que pasan a la palestra por casualidad, literalmente por el juego de azar. “Andate paraguayo” narra la historia, realmente sucedida, de Ramón Negrete, que se fuga abandonando a su mujer cuando gana el prode. Ambos pasan a ser curiosamente personajes públicos convertidos en noticia por el manejo periodístico. Como si fuera poco, se instala la opinión como hábito trivial y reiterativo, apartándose del sentido de formación y responsabilidad civil que supone la acepción cabal de “opinión pública”. Entonces, el discurso social que se instala desde los medios masivos parece ser una falsa conciencia obstinada en representarse a sí misma con los roles de la decencia y la solidaridad del ciudadano argentino. Kordon apela a otro recurso, el uso de la variación tipográfica, citando en clave los discursos y la palabra que socavan la superficie marcando el contraste entre las discusiones superfluas y las grietas del horror. Esa otra letra es el testimonio de una joven detenida y torturada por presuntas conexiones con la guerrilla. Llegado este punto, hay que decir que Kordon no escamotea detalles ni información. Más bien se ocupa en señalar una realidad oculta por episodios construidos mediáticamente para desinformar o alejar la verdad cognoscible: la del silencio impuesto desde el terror de estado en su máxima violencia. El otro texto que citaba, “El remolino”, tiene la peculiaridad de condensar una imagen, la del título, y proyectarla en distintos objetos: desde la mirada oscura y profunda de Hermenegilda a la vorágine urbana que arrastra y traga a los caminantes insomnes. Aquí se trata de un relato que puede caracterizarse de realista sin dejar de poner de manifiesto esta mirada metonímica del narrador, singularidad que le valdría a Kordon una recepción en el grupo Literal, la neovanguardia de los 70, formada por Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán y Germán García, a quien este último le dedicó una perspicaz reseña a su relato “Estación terminal” (García, 2002: 101-109). Final de destino en el espacio (la ciudad) y el tiempo (la muerte), procuran los elementos para incluirse como lectura en un grupo que se enfrenta abierta y programáticamente al realismo y la comunicación lineal. Es metonímico (y por ello metafórico) el fragmento que se asocia puntualmente a otras imágenes, motivadas en este caso por el borramiento del sujeto de enunciación en el límite de la muerte. Las iniciales BK funcionan como indicio clave. Un cuento como “El remolino” vuelve sobre los clisés de clase media; la prostituta que viene del Chaco pero que miente con la falsa procedencia santafesina (la mentira es un motivo persistente en Kordon porque encubre pérdidas y fracasos), es despreciada por el hombre que paga sus servicios, hombre que también miente cuando encubre su apariencia honorable cuidándose de no ser visto por conocidos que puedan juzgarlo. El narrador reproduce así una suerte de monólogo interior del personaje masculino, no sin antes marcar distancia mediante el relato en tercera y con una nominación adjetivada que señala posicionamientos ideológicos distintos. “El tipo la miró con resentimiento: —¿Cabecita, eh? Cabecita, cabecita negra, salida de la tierra y color tierra como un gusano, el pensamiento torcido de quien viene a arrebatar la tranquilidad y los bienes y hasta la salud del hombre blanco de la ciudad”. Llegado este punto cabría marcar una remitencia insoslayable: “Cabecita negra”, el memorable cuento de Germán Rozenmacher de 1962. El realismo de Rozenmacher se sustenta fundamentalmente en la noción de clase, porque lo social y lo político articulan implícitamente un hecho histórico: la irrupción y la marca indeleble del peronismo. Es desde el punto de vista de la pequeña burguesía de clase media que el narrador en tercera persona omnisciente encara una perspectiva crítica adoptando irónicamente el discurso y la mirada del personaje central, el señor Lanari. Así, el relato enfoca los hechos desde un ángulo determinado por un discurso colectivo y un imaginario imbuido de lugares comunes, clisés, prejuicios y generalidades que ofician como legado ideológico del pasado histórico. Dichas formaciones discursivas precisamente por cristalizar en el espacio a través del tiempo, alojan sobre todo el miedo, como factor y dispositivo verbal cuyo asedio permanente condicionó la posición y el desarrollo de la vasta generalidad de la clase media argentina. El título del texto responde a esto con un sintagma nacional: los “cabecitas negras”. Si el enunciado no responde a los parámetros de una enciclopedia extranjera, sí alude a algo que la cultura argentina conoce bien. El cuento narra precisamente quiénes son los cabecitas, que, como los pájaros a los que aluden, son los personajes migrantes de tez oscura y telúrica, cuya inestabilidad impulsa la búsqueda de mejoras económicas. Como se ve, la expresión es peyorativa. Llegado este punto, el protagonista conjuga su propia historia y la historia nacional disponiendo la sinécdoque para su modo de representación. El señor Lanari es el portavoz de dicha clase media, y el narrador, tomando sus palabras y su pensamiento, fingiendo reproducirlos, los descoloca con el desvío que genera el contraste entre su perfil y el desencadenamiento de los hechos que precipitan el abrupto desenlace. La ciudad aquí también es un personaje más que admite en su seno una eclosión de contrastes irreconciliables. La mirada crítica del cuento consiste en la exposición de contradicciones y de un personaje central que no entiende y desconoce las pautas que impone su presente en relación dialéctica con la historia nacional. Desde esta perspectiva, el señor Lanari es caracterizado por el narrador con la anuencia de dicho personaje, autocomplacido y seguro del retrato que dibuja de sí mismo; enumera y acumula bienes y objetos a modo de caución identitaria frente a los otros que sin garantías llegan como aluvión invasivo a desordenar las pautas convencionales de convivencia social: seguridad económica, respetabilidad, relaciones y vínculos que reaseguran pragmáticamente los beneficios adquiridos por herencia o por trabajo. Mediante el uso del estilo indirecto libre, el narrador elabora un tono de sutil desconfianza, incertidumbre y desacuerdo; estructuralmente, la ironía se sostiene en la ruptura de la alianza entre narrador y personaje, allí donde el primero toma distancia repitiendo las consignas de Lanari, que ya dejaron de funcionar. Pacto irónico que no hace más que mostrar las contradicciones e insolvencias culturales de un representante emblemático de aquellos sectores de la pequeña burguesía nacional, embargados por el temor avaro y codicioso, por el valor otorgado al juicio de las apariencias sociales, por la indiscriminada voracidad pecuniaria. El señor Lanari hace un recuento de sus bienes, reales y simbólicos y, satisfecho, procede a exponerlos a los “cabecitas”, es decir, al policía y su hermana, la joven alcoholizada y perdida que grita en medio de la ciudad, nocturna y silenciosa. El señor Lanari se caracteriza por el deseo de atesorar dinero, propiedades, cosas de valor, por salvar una idea abstracta o nunca demasiado clara de “seguridad”. Pero es ese deseo de acumulación (real) y de preservación (imaginaria, caución de nombre e identidad) que cifra la clave ideológica de este segmento social: el conservadurismo. El estilo indirecto libre que reduplica el fluir de conciencia del señor Lanari, no hace sino refrendar los equívocos de una clase media especulativa, fenicia y cobarde, ajena a la cultura y al trabajo intelectual, tal como lo testifican los libros y los discos que saturan el mobiliario del departamento que el señor Lanari convirtió en estuche. Y lo que queda del protagonista es el producto de un trabajo denodado a costo de postergar los sueños que alguna vez tuvo; allí se pone de manifiesto el choque contra la fuerza, menos de las circunstancias que de la realidad que se autoimpone como un bloque.

Pensar en las modalidades realistas de la narrativa argentina del siglo, implica detenerse en David Viñas y Haroldo Conti. Precisamente, hacia mediados de la década del 50 para los 60 podemos ubicar un fenómeno cultural que involucró a Latinoamérica: el boom. Combinación de éxito comercial y calidad literaria, se amplía el horizonte de expectativas para una masa de lectores que participa del sistema de producción y consumo, con los agentes centrales que son los autores que alcanzan a consolidar fama y prestigio a través de entrevistas televisivas y radiales. El escritor es una estrella y la cultura de masas con esto tiene mucho que ver. No sólo en lo que atañe a la reproducción de la palabra y la presencia autoral, sino también favoreciendo el ingreso a otros medios como el cine, que propician la industria, la técnica y la cultura. Y esto último se afirma en la adaptación de novelas para guiones cinematográficos; Kordon, como Viñas, vio realizados en pantalla grande sus textos Toribio Torres, alias Gardelito, con Lautaro Murúa. Conti, cuya obra comienza a mediados de los 50 para desarrollarse en la década del 60 con el influjo de la beat generation (Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs), escribe en 1954 la película La bestia debe morir, y su novela de 1966 Alrededor de la jaula es llevada al cine por Sergio Renán con el título Crecer de golpe. Sabemos que fue militante peronista, fundador de una unidad básica en su pueblo natal Chacabuco, en la Provincia de Buenos Aires, y que hoy figura entre los miles de desaparecidos por la última y más trágica de las dictaduras en la Argentina. Pero se sabe menos acerca de un peculiar estilo intimista de la mirada que construye un territorio, el lugar de Conti. Entre Chacabuco y el Delta se define el espacio donde los personajes, vinculados con el entorno de lo social, nunca abandonan sus vínculos, las relaciones inconclusas y lacónicas entre padres e hijos, amigos, hermanos, parejas. La esfera de la subjetividad y el plano del objeto alcanzan así una funcionalidad recíproca, la complementación necesaria cuya economía es atributo de una prosa tan sobria como eficaz. El autor recurre a referencias espaciales verídicas, a marcas comerciales de época, a registros de lengua coloquial que efectivamente pertenecen a los usos prácticos del idioma y también a jergas más específicas, pero es sobre todo en la elaboración de efectos que dependen de los registros pronominales donde la narración imprime el tono singular de su poética realista. Así, entre las formas personales y las demostrativas, la sintaxis del relato arma un sistema de relaciones donde la subjetividad (el sujeto de enunciación) proyecta una mirada del mundo, instancia donde la objetividad es resultado y elaboración de la sensibilidad. Si en algunos relatos la acción es eje central, “Como un león” por ejemplo, en otros la descripción se detiene en la temporalidad que se desbroza del espacio, ya sea en la elaboración del recuerdo (Todos los veranos), o en el cuidadoso modo de establecer vínculos donde la perspectiva del narrador conjuga el potencial con el pasado, adjudicándole a cada uno resonancias de continuidad incierta sobre el presente (cuando se trata del pretérito imperfecto) o de remates definitivos que dan fin o un giro, no previsible, sino necesario al curso de la historia (Sudeste). Pero la ciudad, sus bordes marginales como la villa miseria en el relato “Como un león”, también se hace presente con el eco de Kordon. Si la historia es contada por un niño, el acento está puesto entre la necesidad admitida de aprender en la escuela a pesar de las carencias elementales que sufre su familia. Nouvelle o relato de aprendizaje, se trata de un pequeño personaje que asiste ante el espectáculo de la selva de cemento abriéndose así la experiencia reveladora de quien logra las herramientas para sobrevivir en un mundo hostil, lo que no es óbice para un reconocimiento y una elección definitiva: la del lugar propio, la villa. En Conti, lo real es producto de una ecuación entre las dimensiones del sujeto y del objeto. Así, en Sudeste el centro del sistema de enunciación que da cuenta de esto es un narrador en tercera persona que sintoniza su frecuencia sensitiva con el Boga, el personaje cuya soledad de navegante tiene la dimensión de los personajes de Stevenson, Melville o de Conrad. Éstos en el mar, el Boga a través del río; la escritura de Conti persiste en la inscripción de un ritmo lento que suspende la acción dando lugar a una fluencia tenue de espera y de inminencia. El narrador percibe que el Boga se siente centro de un campo de fuerzas donde la naturaleza converge hacia él. Si el recurso de la sinestesia es habitual en Conti, su complemento es una conjugación temporal que puede apelar a la continuidad en el pretérito imperfecto y a la resolución (que dan el azar, la naturaleza o las circunstancias) en el pretérito indefinido. Pero, sobre todo, la elaboración de la temporalidad requiere a su vez una adjetivación concentrada que muchas veces se manifiesta con el uso de la hipálague; esto puede leerse en Sudeste, en Todos los veranos y también en Alrededor de la jaula, donde los resabios de un romanticismo leído se coagulan en muestras materializadas de un vago matiz religioso, o mejor, de trascendencia que enhebra el vínculo entre hombre y paisaje (sin excluir la ciudad, la Costanera y el zoológico de la última novela citada). Por otro lado, el presente figura cercanía pero distinción con el objeto descripto o también, cierto matiz despersonalizado donde la mirada del narrador asume como propia la del personaje. El saber qué construye la narratividad en Conti subordina la información explícita al procedimiento elíptico mediante el cual la mirada del sujeto de enunciación y del personaje quedan consubstanciadas, casi podría decirse aisladas, como la geografía del Delta, en un lenguaje donde no hay presupuestos de comunicación. En este sentido, tanto el Boga como el “Viejo”, el padre del personaje que narra en primera persona Todos los veranos, responden al llamado atávico de esas costas y se mueven en el extravío de su cotidianeidad. En este sentido, un rasgo notable del padre (el “Viejo”) de Todos los veranos es su condición deambulante, el viaje perpetuo y solitario que emprende como búsqueda sin destino y como móvil que genera una profusa actividad sin meta fija, y aquí habría que recordar su filiación con la beat generation. Entonces, el misterio se hace más primordial cuanto más sugiere la experiencia diaria, el mapa físico de la rutina desvelada de la deriva.

 

Corpus central

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