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El guache

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Facundo le asestó un golpe certero en la frente, no tan fuerte como para matarlo pero sí para privarlo de todo sentido. Lo subió a la mesa para hundirle el puñal y recogió su sangre en un balde mientras lo afeitaba silbando. Sabía matar un cochino tan bien como usted o yo sabemos usar una computadora, pues era nacido y criado en el campo. Se acercaba el mediodía y Facundo trabajaba de prisa, habiendo calculado que debía salir con su carga al anochecer para llegar al pueblo por la mañana. Así podría descansar antes de la fiesta para el nuevo párroco que venía en camino como reemplazo del finado padre Asuaje.

En un par de horas todo estaba listo. El chicharrón estaba empacado, las tripas fritas y aderezadas, un pernil asado, la cabeza cocida, la asadura preparada y todo lo demás salado y empaquetado. La noche era fresca y Facundo trabajaba saboreando algo de asadura con casabe pensando en la gran bienvenida que le darían al cura la noche siguiente.

Mientras terminaba de empacar las viandas escuchó un ruido extraño sobre el tejado, como muchos rasguños juntos, y oyó una especie de chirrido detrás del portal. Salió a ver qué pasaba y se encontró con un grupo de guaches husmeando entre los desperdicios. —¡Sale! —gritó Facundo cogiendo una piedra del piso. —¡Shhh, sale! —repitió, arrojando la piedra al más grande de la partida. Los bichos se dispersaron en un instante encaramándose por la pared y escaparon por un agujero del tejado. El que había recibido la pedrada se quedó mirando las alforjas fijamente, como indeciso sobre su huida, pero cuando Facundo tomó una segunda piedra, el guache había desaparecido.

Terminó de poner todo en su lugar, se subió a su mula y salió camino al pueblo masticando tabaco. El monte estaba ruidoso aquella noche y Facundo jugaba a adivinar qué animal hacía qué sonido. Eso es un araguato —decía— y eso una lechuza. Por allá hay un conejo latiendo —o— acaba de pasar un murciélago. Iba entretenido en su juego cuando lo alertó el mismo chirrido de antes, como la risa de un bebé, sólo que mucho más agudo y entrecortado. Otra vez esos zorros —se quejó, siguiendo su camino sin detenerse.

No había andado más de media hora cuando vio los matorrales agitarse unos metros adelante y se encontró con el guache sentado en medio del camino. El animal no se movía y parecía estar esperándolo. Ya va a ver esta sabandija —murmuró Facundo tomando su escopeta mientras la mula seguía avanzando. Apuntó y disparó sin dudar, pero cuando bajó la mira el guache ya no estaba ahí.

Facundo continuó su camino con la escopeta sobre el hombro, pero la noche se había vuelto silenciosa y no había más señales de vida que él y su mula. Se mantuvo alerta hasta que, tal vez por el arduo día de trabajo, tal vez por el silencio reinante, tal vez por la brisa que lo arrullaba y que lo refrescaba en aquella noche de verano, Facundo comenzó a sentir sueño. Su cabeza se balanceaba adelante y atrás y le costaba mantener los ojos abiertos. La mula iba tranquila y él cerró los ojos un momento sólo para descansar.

Despertó de golpe y se percató de que seguía sobre su mula, pero ya no estaba en el camino del pueblo. En algún momento el animal había llegado a un recodo y había tomado la vía incorrecta. Ahora se encontraban en una trocha desconocida y Facundo no tenía otro remedio que detenerse y apearse para decidir qué hacer. Mala cosa —se dijo. Ahora sí que voy a llegar tarde al pueblo. Los árboles formaban un sólido techo sobre su cabeza y hacían imposible orientarse, así que Facundo decidió buscar un lugar alto para divisar el camino de regreso. Con la escopeta en mano, anduvo a pie hasta que encontró lo que buscaba: un cedro viejo y robusto que se alzaba por encima de la tupida bóveda. Terciando la escopeta sobre un hombro, escaló ágilmente hasta la copa y desde ahí inspeccionó sus alrededores. A lo lejos, hacia el este, vio brillar en la falda del cerro las luces del puente. Se sorprendió de cuánto distaba aquel sitio y no podía explicarse cómo, si había dormido por apenas unos minutos, la mula se había desviado tanto del camino.

Reflexionando en la copa del cedro, Facundo escuchó de pronto un ajetreo debajo de sí. Miró hacia la base y vio a su mula esperándolo. Al principio no vio nada más y creyó que había sido sólo su imaginación, hasta que de repente aparecieron aquellas franjas claras y oscuras moviéndose sobre las alforjas. En silencio se dejó caer entre las ramas y cuando aún faltaban algunos metros para tocar tierra, Facundo se abalanzó sobre la mula esperando arrastrar al guache en su vuelo y torcerle el pescuezo. Todo fue inútil.

Sentado en el piso, Facundo mascullaba y se masajeaba la cabeza. Se incorporó pesadamente e inspeccionó las alforjas. El guache había logrado abrir una pequeña ranura, pero no había podido tomar el contenido. Tomó a la mula por la brida y retrocedió sobre sus pasos para tomar el camino del puente.

El silencio reinante había finalizado y ahora se oía una serie de murmullos y chasquidos que Facundo no podía reconocer. Caminaba con el ceño fruncido escuchando entre los sonidos animales una especie de risa, unas carcajadas repentinas que comenzaban en un sitio y que se hacían eco en todas direcciones. Él se limitó a cargar la escopeta y comenzó a gritar: —¡Ven, maldito, ven a buscar comida, que te voy a alimentar con plomo!

Una ráfaga gris pasó veloz a su derecha, pero cuando apuntó no había nada. Casi al mismo tiempo algo se agitó hacia la izquierda y él giró para cazarlo, pero sólo encontró oscuridad. Un tercer movimiento arriba de sí lo alertó y esta vez pudo ver la cola anillada que saltaba de una rama a otra, pero era demasiado tarde para disparar. De repente apareció el guache a un lado del camino y Facundo disparó en el acto. Saltó a recoger el cadáver y no encontró otra cosa que las marcas de los perdigones sobre la tierra.

Facundo iba dando vueltas y veía al guache escondido detrás de las piedras, bailando sobre las ramas, agitándose en los matorrales y a veces en el camino, corriendo de frente hacia él. Disparaba y recargaba dispuesto a exterminarlo a como diese lugar, pero los perdigones se perdían en la negrura sin dar con el blanco. Así estuvo por un tiempo hasta que, tembloroso, se dio cuenta de que había agotado todas las municiones. ¡No importa, maldita sabandija! —gritó—. ¡Te voy a aplastar la cabeza yo mismo, ven a buscar las tripas! Como aceptando el reto, el guache saltó desde un tronco hueco sobre Facundo, que blandió la escopeta tomándola por el cañón. El golpe falló y casi se fue al suelo por el impulso. No había recuperado el equilibrio cuando de nuevo vino el guache desde lo alto como un espectro y Facundo asestó esta vez un golpe con la culata, pero cuando fue a rematarlo el animal había desaparecido. Dándose vuelta lo encontró de frente sobre la mula, pero cuando levantó el arma para aplastarlo el bicho se le vino encima y fue a caer en su cabeza, pagándole el culatazo con sendos rasguños en las mejillas. Esto fue demasiado para Facundo, quien comenzó a gritar y a dar mandobles en todas direcciones. El guache por su parte aparecía por breves momentos y ya no aparentaba ser sólo uno, sino muchos. Cientos de ojos amarillos brillaban alrededor de Facundo y cientos de colas anilladas bailaban en el aire. Algunos se acercaban a las alforjas que Facundo defendía encarnizadamente, otros corrían hacia él, volaban sobre su cabeza como para atormentarlo o se escabullían entre sus pies haciéndolo tropezar.

Rugiendo, Facundo retiró las alforjas de la mula y las hizo un bulto que aseguró bajo un brazo mientras con el otro seguía dando golpes de escopeta a diestra y siniestra. Esta última maniobra no hizo sino alborotar la situación y los guaches se arremolinaron sobre él como un enjambre de avispas. Lo mordían, le halaban los cabellos, se encaramaban sobre su sombrero y luchaban por quitarle las viandas. Facundo se lanzó sobre la mula y la espoleó violentamente para escapar de aquel paraje, pero la tormenta de guaches era infinita y las criaturas caían sobre él sin cesar. Él iba veloz y no soltaba las alforjas mientras con la escopeta lanzaba estocadas derribando aquí y allá a algunos de sus enemigos. Tal era el frenesí que cuando algún guache se atrevía a pasar volando frente a su cara, Facundo se lanzaba con la boca abierta para matarlo a dentelladas. Logró atrapar a varios con esta técnica, mordiéndoles la cola y luego agitando su cabeza de lado a lado mientras el guache se retorcía buscando escapar de sus fauces. Así pasó el tiempo hasta que la tormenta fue mermando y no quedaron allí más bestias que la mula y Facundo, con los ojos enrojecidos y la boca babeante llena de pelo y sangre.

Faltaba ya poco para el amanecer cuando llegó al puesto de la Guardia Nacional y se anunció. Buenas noches —dijo Facundo—. Vengo desde el cerro El Paují y perdí el camino hace varias horas. Buenas noches —respondió una mujer desde la puerta. Llevaba una chaqueta militar que le quedaba grande y parecía que acababa de despertar. Se ve usted muy agitado, ¿se encuentra bien? Nada grave —respondió Facundo—. Tuve que espantar unos guaches que querían robarme la comida, las autoridades deberían hacer algo al respecto. No hay mucho que podamos hacer —respondió la mujer—. Pero pase y tómese un café, que se ve que le hace falta. Gracias —replicó Facundo apeándose—. Sí que me hace falta. Dejó la mula en la puerta y entró en la garita llevando todavía bajo el brazo las alforjas.

Apenas probar el café Facundo arrugó la cara, pero lo bebió en silencio de todas formas mientras recuperaba el aliento. Llevo de guardia varios días —dijo la mujer sentándose junto a él— y nunca pasa nadie por aquí... he estado siempre sola. Él seguía absorto en su café cuando sintió el aliento de la mujer en el rostro. Las noches en la montaña son demasiado frías para mí —dijo ella en voz baja, y Facundo levantó la mirada encontrándose con dos ojos llenos de lascivia. Ella se sentó sobre sus piernas y le acarició la cabeza. Quédese conmigo hasta que amanezca —le dijo. Facundo no podía ver nada más que los ojos de la mujer y no podía oír nada que no fuese su voz. Todo el mundo se había reducido a aquello y él sentía un fuego que lo quemaba por dentro. Podemos hacer lo que usted quiera —dijo la mujer— pero antes quisiera comer algunas tripas de cochino fritas. Un escalofrío subió por la espalda de Facundo haciéndolo levantarse y tumbar a la mujer sobre la mesa. Le quitó la chaqueta de un tirón y cuando descubrió la cola anillada retrocedió de un salto cubriéndose la cara con las manos. La mujer se incorporó, lo miró riendo y extendió las garras para atraparlo, pero Facundo gritó con toda la fuerza de sus pulmones, apretó las alforjas contra su pecho y salió corriendo del lugar invocando los nombres de todos los santos mientras ella seguía sobre la mesa e inundaba la noche con su risa entrecortada.

Su esposa le reprochó el haber llegado tarde e ignoró por completo el relato de lo sucedido, alegando que Facundo estaba ya muy viejo para andar solo por la montaña y que de seguro había estado bebiendo la víspera mientras preparaba el cochino. Él no le contestó y se retiró a su cuarto a descansar dejándola a cargo de todo. No despertó sino hasta la noche cuando su hijo fue a avisarle que el cura había llegado y que era hora de cenar. Se levantó, se arregló y salió a darle la bienvenida a su invitado.

El nuevo cura era bastante joven y vestía un hábito negro que llegaba hasta el suelo. A Facundo le pareció ridículo en un clima tan caluroso, pero no se atrevió a reprocharle nada y se sentó tranquilamente a la mesa con él, preguntándole sobre su viaje y sobre sus años en el seminario. El joven hablaba poco y se concentraba en devorar ávidamente todo lo que le ponían en frente, deteniéndose sólo para felicitar a la esposa de Facundo por haber preparado tan exquisita cena y agradecer a su anfitrión con una desencajada sonrisa por haberse tomado la molestia de sacrificar un cochino en su honor.

Ya quedaba muy poco sobre la mesa cuando llamaron a la puerta. Facundo se levantó y fue a ver quién iba a su casa a aquellas horas de la noche, encontrándose con un hombre joven vestido de negro. Buenas noches —dijo el forastero—. Soy el padre Yépez, reemplazo del padre Asuaje. ¿Es usted el señor Facundo Morales?

Facundo se quedó boquiabierto e inmóvil, excepto por un temblor que iba creciendo en sus manos y un errático parpadeo en su ojo izquierdo. De repente cerró los puños, su rostro se enrojeció, mostró los dientes en una mueca bestial, comenzó a gruñir asustando al joven que aún estaba en la puerta y corrió al comedor con un machete en la mano. Era demasiado tarde. El guache había saltado sobre la mesa y estaba corriendo ya en el patio. Se encaramó sobre la pared y, antes de desaparecer entre los matorrales, mostró a Facundo la cola anillada que asomaba por debajo del hábito.