Letras
La píldora

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—La píldora —dijo Julissa sin mayores preámbulos. Me tomó por sorpresa como nunca lo había hecho.

Sus ojos huidizos, contemplando temerosos las baldosas blancas del suelo. Su cuerpo bañado por un leve rayo de luz que se filtraba por una de las ventanas. Era un haz intenso que dejaba percibir las partículas de polvo flotando por sobre ella; la luz cálida resaltando la blancura de su piel y el detalle de sus rasgos. ¿Cuándo había dejado de ser una niña? Una pregunta, a todas luces, boba y extemporánea.

—La píldora —volvió a repetir, casi murmurando, Julissa.

—Qué píldora —dije—. ¿Qué píldora quiere, señorita?

—Esa píldora —elevó un poco la voz para luego volver a murmurar, siempre mirando al suelo—: la del día siguiente.

Sentí un intenso frío que lamía mis espaldas (¿para quién quería ese medicamento? ¿La había mandado alguien? ¿Acaso su madre?). Después, fue casi como un soplido del viento que ingresaba con fuerza inesperada e intentaba incomodarme; la seriedad de mi rostro, impávido, en contraste con la expresión de vergüenza de Julissa. Esas píldoras estaban al fondo, en el segundo escaparate a mano derecha del mostrador, detrás de las cajas de remedios recién llegados; lo sé porque yo las coloqué estratégicamente en dicho lugar, a una prudente distancia del público. Decidí ponerlas allí para que, al momento de ir por ellas, demorara más de lo justo y necesario y, así, hacer más largo el suplicio de la vergüenza, aunque nunca, ni en mis peores pesadillas, pensé dársela a alguien como Julissa.

—La píldora del día siguiente —insistió otra vez ella y quise mandarla a callar, pero me contuve. ¿Acaso tenía ese derecho? Sus dedos pálidos y sus cabellos negros, algo revueltos; sus ojos, pequeños y tristes, hundidos dentro de su rostro, todo su ser impregnado con una extraña mezcla de miedo, culpa y tristeza. Todo ornado con la cereza de la vergüenza que decoraba sus mejillas.

No dejé de mirarla.

—Son treinta soles con cincuenta, también hay otra de veinticinco con treinta —dije de pronto, con ensayada frialdad, como si no la conociera—. ¿Cuál quiere que le dé?

—La primera —respondió con una inseguridad que delataba su inexperiencia—. No sé... deme cualquiera.

No pregunté más e ingresé al almacén, caminé despacio, como siempre lo hacía, una manía que no pude superar después de vivir cinco años arrastrando los pies; lentamente giré a la derecha, estiré los dedos y busqué entre las cajas una que dijera “Postinor”; al encontrarla di un giro robotizado. A la distancia, aún podía distinguir toda la frágil humanidad de Julissa, su precisa hermosura rondando los dieciséis años —sí, dieciséis años, no podía olvidarlo—, la pequeña virgen superpuesta sobre las calles manchadas de esta ciudad percudida (¿alguna vez Blanca? No lo creo): Julissa, la niña de los valores morales inculcados desde la cuna (alumna de un prestigioso colegio de monjas, por decisión de su madre a quien no veía hacía muchísimo tiempo). Ella quería desaparecer del planeta: la maldita combinación de culpa, de miedo y de tristeza que me hizo pensar en cuántos hombres serían capaces de soportar tal infamia. ¿Acaso ella no era consciente de lo que estaba haciendo? “Qué descarada”, pensé y me empecé a tragar mis propias palabras.

—Tenga —le dije y quise que mi voz la acariciara—, ésta es la mejor.

—Gracias. ¡Muchas gracias!

Ella introdujo la píldora dentro de su bolso pintado de mundo, buscó entre sus cosas y sacó un billete para pagar. Estiró sus manitas sobre el escaparate y colocó el dinero sobre éste. Siempre con los ojos fijos en las baldosas blancas de la farmacia “Mundo”. Dejó el dinero.

—Son treinta con cincuenta —dije y acudí a la caja—. No se le ocurra irse sin su vuelto.

—Gracias —dijo ella con un tono cordial y, por suerte, con algo más de serenidad, aunque podía tratarse de una actitud impostada. Quién sabe. ¡Qué poco conocía a esa niña!

—Para servirle, que tenga usted un buen día —dije maquinalmente, como siempre lo hago con los clientes, una formalidad que muchos me conminan a dejar de lado en estos nuevos tiempos—. Hasta luego, Julissa.

Ella levantó el rostro y pude contemplar al detalle el inocultable parecido a su madre. Intuí cómo sus sentimientos se desvanecían, uno después del otro, sin saber cuál se extinguía primero. ¿Dónde demonios estaría su mamá?

—Hasta luego, Julissa —reiteré cerrando los ojos para ya no ver más (para no imaginarme a su mamá hace dieciséis años): ella estaba renunciando a ser madre y yo no tenía cara para decirle que no hiciera lo que yo también hice alguna vez: huir como un cobarde de la paternidad—. Mucha suerte.

—Adiós, señor —se despidió mirándome con ternura y yo hubiera dado mi vida porque, de una vez por todas, me llamara papá.