Letras
Vida bendita

Comparte este contenido con tus amigos

Tan oscuro que estaba. Así estaba bueno: sin luna. El techo y las paredes de la choza sonaban con la brisa, uno de los gatos ronroneaba y se enrollaba en las viejas y arrugadas pantorrillas; el otro, no habiendo más, estaba guisado, ya los huesos pelados sobre el plato.

“Erdá, señora bruja, ejto ejtá insoportable”, se dijo a sí misma. Se moría de hambre, pero por más que el dolor agónico le corroyese el estómago, no se iba a morir, de eso no se moría una bruja.

Semanas largas habían pasado y el maldito padrecito no se cansaba de rezar los ranchos del caserío y rociarlos con agua bendita. La última vez que se paró en un techo se le quemaron las patas, y la risa de cuando sentía que al fin iba a comer o a hacer una de sus fechorías se le retorció en un gemido de dolor. Aquella vez volvió con la barriga vacía a su choza y alzando el vuelo alcanzó a escuchar a uno de los negros gritarle desde abajo: “¡Para que no volvaj, bruja hijueputa!”.

Se oyeron truenos lejanos, se puso más húmedo el aire, se escurría más el viento entre las paredes de hoja de palma. “Por lucifé, que ejta vej jí llueva duro, pero bien duro, pa’ que la lluvia me juague esoj techitoj”. Levantó al gato que estaba recostado en sus patas de gallina y se lo puso en el regazo. “Que si no llueve, te toca a ti la suerte que le di al otro; pero maj gatoj negroj no hay por aquí, y muy poquita carne tienej tú”. Le dijo mientras le acariciaba la cabeza.

El mar picado chocando contra los riscos le hacía eco a los truenos. Se escuchaba el golpe sordo del descalabre de las olas contra el acantilado seguido del siseo de la caída del agua, sonido que venía como hilo en el viento y como hilo se enhebraba en los hoyos de las paredes, en los tímpanos de la bruja, tal vez en los del gato negro. Ella sabía que cuando lograba escuchar el mar desde esa distancia de la costa era porque venía la tormenta. Esta vez no se iba a dejar coger de la pereza porque todo retraso le daba más tiempo al padrecito y, como consecuencia, habría más techos rezados. Esta vez iba a llegar antes, riesgos había que tomar. Puso al gato en el suelo, echó mano del plato lleno de huesos y los tiró en un rincón de la choza, sobre un montón de podredumbre en la que se embadurnaban insectos rastreros de toda clase.

La bruja esperó taciturna.

Llovió por tres días, sin descanso, sin un espaciecito para el sol. Por tres días estuvo sentada a la mesa, quieta, con la espalda encorvada y las manos sobre la madera. El gato a veces se le sentaba sobre los pies o sobre las rodillas, después salía a perderse por horas mientras cazaba animalitos. Al mediodía del día tres, desde la choza ya no se oían las olas contra la roca. Tiempo era ya de que terminara la lluvia y de que se viniera la noche.

Apenas el mar se tragó el sol, se montó en su canasto y salió con afán, dejando abierta la puerta de la choza. Las estrellas le aseguraron que no vendría tormenta alguna que le llenara el canasto de agua y la hiciera estrellarse contra el suelo. A toda prisa voló hacia el caserío buscando la capilla de madera a ver si el padrecito ya había salido y en qué dirección, para ella ir en el sentido contrario y poner las patas y aletear sobre uno de los techos que él dejara de últimos para regar con agua bendita.

Se estuvo bien alto en el cielo para poder tener una visión amplia del caserío. En una de las calles el tipejo se paseaba con crucifijo, balde y monaguillo. Se veía pequeñito, como para estriparlo de un pisotón. Al parecer el padrecito apenas iba por la mitad de los techos, y era la mitad opuesta a donde quedaba el rancho de la negra Anatolia, varios cientos de metros después de que terminaba el caserío. La negra Anatolia tenía su niño moro todavía. No lo había hecho bautizar porque estaba esperando al negro, quien aún no regresaba del viaje a Tumaco. Veintidós días había contado la bruja desde el nacimiento del negrito, porque bien pendiente de él había estado, y más días podían contarse de lo que llevaba ausente el negro.

Desde el cielo, vio cada vez más cerca el rancho de la negra Anatolia hasta que lo tuvo exactamente debajo suyo. No se veía luz en el interior, aunque estaba bastante temprano como para que la negra estuviese durmiendo. La bruja pensó que tan sólo habría una vela prendida en todo el rancho, y que desde lo alto no se alcanzaba a notar su luz.

Se tiró en picada y paró ya cuando se sintió a punto de llenarse la boca con la paja del techo. Posó el canasto, se irguió todo cuanto su encorvada espalda le permitió, extendió los brazos y con ellos aleteó haciendo que se le llenaran de plumas. Mientras lo hacía, puso una pata sobre el techo: estaba limpio de bendiciones.

“Por lucifé, que ejta negra no haya puejto ni ejcoba detraj de la puerta ni tijeraj bajo la almohada”, amuletos efectivos para impedirle la entrada a los cuartos. Asentó la otra pata sobre el techo. La invadió el regocijo de siempre porque iba a lograr lo suyo, se iba a explotar a carcajadas, carcajadas que se oirían hasta el otro extremo del caserío. Le recorrió una tembladera desde las patas, le subió por la columna y se le atascó en el cuello, a punto de salir vomitada en una risotada gallinácea y atronadora.

Que no se iba arriesgar a que se le viniera el padrecito encima, decidió. Se mordió la lengua para no reírse. Apretó duro, bien duro, hasta que la punta de la lengua dio un salto y cayó en frente suyo, le salieron patas y se convirtió en una cucaracha que se perdió rápidamente entre la paja. Ya le volvería a salir, pero que dolía, dolía. Siguió aleteando, ya no tenía brazos sino alas y el cuerpo se le había encogido bastante. Ahora era una gallina negra.

Comenzó a hurgar entre la paja, a abrirse paso con el pico y las patas, a chuzarse los ojos con las astillas. Al fin pudo hacer pasar la cabeza y el pescuezo y menos mal que estaba flaca de tanto aguantar hambre: meter el cuerpo fue fácil.

Cayó cerca a la cuna donde dormía el negrito. Se acercó a ésta con cacareos murmurados y de un salto se posó en la tabla a los pies del bebé. Ahogó algunos cacareos de emoción. Se aseguró entonces de que la negra, cuya cama estaba al lado de la cuna, estuviera bien dormida. La negra no estaba.

“Si soy bruta, debí haber mirado primero en qué cosaj anda la negra”, se lamentó. Pero ya estaba allí, y el moro también, cubierto nada más que por un mosquitero. Lo lograría antes de que la negra Anatolia entrara al cuarto o, a lo mejor, la negra estaría bastante ocupada y no vendría hasta después de un largo rato. Corrió el mosquitero con las patas. Se abrió la puerta entrecerrada y apareció la negra Anatolia con un candelero. La gallina se quedó pasmada. “¡Virgen santísima!”, gritó la negra asustada y con la mano que le quedaba libre, por reflejo antes que por decisión, agarró el machete del negro que estaba colgado cerca a la puerta.

La gallina seguía pasmada, del puro susto, de la pura rabia.

“¡Ya vas a ver, bruja desgraciada!”, mandó el machetazo la negra Anatolia. La bruja se echó a volar estrellándose contra las paredes, con la impresión de que ya no tenía cabeza, pero estaba enterita. Cayó en un rincón y de nuevo se le vino encima la mujer que era ira con piel de negra. Esta vez el machetazo estuvo más cerca, pero tampoco la tocó. Atravesó la puerta, salió corriendo y cacareando de forma tan desesperada que casi se le salía el guargüero. Su pobre velocidad de gallina la dejaba una y otra vez al alcance de los machetazos que esquivaba por las plumas, saltando de un lado para otro. Al fin dio con una ventana que daba al exterior del rancho y salió de un brinco. “¡Vení, hijueputa!”, le gritó la negra, sacando la cabeza y el brazo con el machete por la ventana. La mujer regresó apurada a buscar a su negrito, lo alzó, lo puso pies arriba, pies abajo, vientre arriba, vientre abajo, revisándolo muy cuidadosamente mientras rezaba el Ave María; el niño estaba bien, sin marcas ni morados. La madre lo abrazó.

Escondida en un matorral, la gallina vio a la negra Anatolia salir del rancho con el bebé en brazos, cargando también una lámpara de aceite y un crucifijo mientras rezaba el Ave María, camino al caserío.

Con gran esfuerzo de sus mediocres alas, la bruja intentó subir al techo. Al primer intento se estrelló contra la pared del rancho, al segundo logró llegar arriba. Se metió en el canasto y se lanzó al aire, navegando la humedad del aire costeño. Al arribar a su choza era de nuevo la vieja encorvada; aterrizó en el umbral, la puerta estaba entreabierta. Salió del canasto y se lo colgó en el antebrazo. El gato descansaba bajo la mesa y se levantó al verla entrar. La bruja soltó el canasto y agarró una caja de madera que se había robado una medianoche de un puerto pesquero, se acercó al gabinete donde descansaban los frasquitos, los corazones de paloma, los sesos de sapo, los ciempiés machacados, los intestinos de rana venenosa... También estaban en el gabinete los libritos con oraciones escritas al revés. Qué belleza de libritos.

Con paciencia comenzó a acomodar cada cosa dentro de la caja. El gato se acercó y ronroneó; “sí”, le respondió ella, “noj vamoj”, y continuó empacando. La caja quedó medio llena con las pocas pertenencias. Caja y canasto en mano, salió y se paró en el umbral. “Vení puej”, le dijo al gato, que salió y se paró a su lado de inmediato. La bruja sacó de debajo de su axila una botella de ron llena de aceite para lámparas y la arrojó con fuerza, regándose el líquido incendiario y los pedazos de vidrio por todo el suelo de la choza. La bruja escupió con fuerza hacia el interior de su morada, encendiendo el fuego. Afanada abordó el canasto, agarró el gato y la caja, pero al gato lo agarró con más firmeza porque lo apreciaba mucho y no quería que se lo fuese a arrebatar el viento. Explotó su risa gallinácea, que se oyó hasta el caserío, y volando se fue la bruja hacia algún otro poblado costero al que debería llegar antes de que amaneciera.