Artículos y reportajes
Jorge Luis BorgesInfamias y eternidades: las dos historias de Borges

Comparte este contenido con tus amigos

Existen interesantes peculiaridades en los dos libros que Jorge Luis Borges escribió, titulándolos con el común nombre de “Historia”, y quizá no es casual que éstos se encuentren publicados sucesivamente. El primero, Historia universal de la infamia, en 1935, y al año siguiente Historia de la eternidad, en 1936, creo que con una clara intención de crear contrastes entre ellas. La primera de estas peculiaridades reside en que, aun llamándose ambas “Historias”, no poseen entre ellas similitudes temáticas: las historias a que aluden los textos en Historia universal de la infamia son ficciones, mientras que en Historia de la eternidad se trata de un solo ensayo que da título al libro, donde se revela una voluntad de historiar, cronológicamente, el concepto de eternidad en la tradición filosófica occidental. Los demás trabajos del libro son independientes, y poco tienen que ver con el ensayo principal. La tendencia de Borges a titular los libros con el nombre de un solo cuento se produjo ante todo luego de la publicación de este último; así, tenemos a El Aleph, El libro de arena, El informe de Brodie y El hacedor, entre otros. También, en muchos de sus libros de poesía observamos esta inclinación, aunque todo esto no pase de ser una observación puramente formal o secundaria.

Quizá lo resaltante en Historia universal de la infamia es su unidad de estructura narrativa, rasgo no muy visible en la mayoría de los libros de Borges, caracterizados por reunir trabajos heterogéneos (cuentos, ensayos y poemas), que pueden tomar sus nombres aleatoriamente de alguno de ellos. En el Prólogo a la primera edición (1945), Borges fija que ha escrito los textos que lo componen entre 1933 y 1934, desarrollando luego su peculiar entonación para los prefacios, donde cita lecturas, admite influencias y torpezas y enumera características, casi siempre en tono autocrítico. Resonancias de Chesterton, Stevenson, y aun de las películas de Josef von Sternberg son citadas, ampliado este tinte cinematográfico a su célebre cuento “Hombre de la esquina rosada”, en el que acusa un “propósito visual”. Se halla en este brevísimo prólogo la conocida frase suya: “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. Casi veinte años después, Borges llama a estas páginas “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos, y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética) ajenas historias”, haciendo de paso un duro alegato contra el estilo barroco, lo cual hace notar en el título del volumen. Dice nada menos que “el barroco es aquel estilo que deliberadamente agota sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”. De no ser por el adverbio “deliberadamente”, el barroco sería para Borges algo poco menos que execrable, además de constituir esa “etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios”, es decir, un estilo puramente intelectual. De todo ello se disculpa Borges, especialmente de “la infamia que aturde en el título”, de su apariencia y de su “superficie de imágenes”.

Valga todo ello para afirmar que los excesos de este libro no son precisamente barrocos; más bien corresponden al repertorio de historias exageradas de algunos personajes que crean en sí mismos actitudes infames o reprobables: un espantoso seductor, un impostor inverosímil, un asesino desinteresado, un proveedor de iniquidades, un incivil maestro de ceremonias, un tintorero enmascarado y una viuda pirata. En pocos libros suyos, Borges cumple un esquema narrativo tan unitario, al menos en el capítulo así titulado para el conjunto de historias de la primera parte; a saber, fragmentos breves donde se intenta precisar lugares, personajes, fenómenos o hechos para cada tipo o carácter. Valga citar el de uno solo a modo de ejemplo: para “El impostor inverosímil Tom Castro” tenemos los siguientes acápites: “El idolatrado hombre muerto”, “Las virtudes de la disparidad”, “El encuentro”, “El carruaje” y “El espectro”, los cuales sirven de guías a las distintas secuencias del relato, o como diría Borges, “la seducción de la vida entera de un hombre en dos o tres escenas”, donde revela el ya referido propósito visual tan propio del cine. Para los demás personajes, Borges cumple con un parámetro similar. Los citados filmes de Von Sternberg y sus procedimientos expresionistas, bien valdrían un estudio aparte.1 Por lo pronto, anotemos que esta peculiaridad es básica en el momento de acercarse a los textos de Borges donde privan las referencias a las técnicas fílmicas, como la ya citada en “Hombre de la esquina rosada”.

Borges, al final de su libro, cita todas las fuentes de donde ha extraído estas historias de infames conductas, y ellas son confiables. No puede decirse que respondan a sus ya consabidos juegos apócrifos, donde inventa autores y obras. Entre estas tenemos a La vida en el Mississippi, de Mark Twain, a la Enciclopedia Británicay a la Historia de la piratería, de Phillip Gosse. No es ocioso anotar que, en lo concerniente a personajes cinematográficos, pocos han disfrutado de tanta reputación como “El asesino desinteresado Bill Harrigan”, mejor conocido como Billy The Kid, una de las historias más “redondas” del conjunto, la cual Borges adorna con preciosas metáforas como “noches con olor a niebla quemada”, “la buhardilla de alguna casa jorobada”, “la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar”, “ese aire de cachivache que tienen los difuntos”.

Por cierto, la versión que hace Borges de la muerte de Billy The Kid no se comparece con la que se observa en varias películas famosas, donde a Billy lo mata Pat Garrett en el interior de una casa, donde precisamente se le había tendido una trampa para acorralarlo, sin darle tiempo a defenderse. En cambio Borges sitúa a Garrett disparándole a Billy desde una hamaca, mientras lo veía venir galopando por la calle principal —y única— del pueblo de Fort Summer.

Las otras historias no son menos fascinantes, y a todas ellas Borges ha tenido el cuidado de extraerlas de tradiciones muy distintas; así tenemos a Lazarus Morell y sus canalladas, ocurridas en Mississippi durante el siglo XIX; el impostor Tom Castro —o Arthur Orton— ejerce su infamia en Londres o Australia, o el tintorero enmascarado Hákim de Merv en los desiertos de Turquestán. Cumple Borges aquí, como en ningún otro de sus libros, con un diseño preconcebido hasta en el momento de titular los relatos: artículo, adjetivo y sustantivo (o a la inversa) y el nombre del personaje. Son siete en total.

A éstos le sigue “Hombre de la esquina rosada”, uno de los textos más polémicos de Borges, narrado desde la oralidad, desde el habla del compadrito de Buenos Aires, un lunfardo que narra su anécdota de enfrentamientos de puñal, una lucha a cuchillo entre dos hombres, Rosendo Juárez y Francisco Real, salpimentada del mejor lenguaje de arrabal, entre acordes de tangos y milongas. Sólo al final de la historia nos enteramos de que Borges ha estado haciendo el papel de interlocutor mudo, en este caso de una especie de reportero, cuando advertimos que quien narra la historia en primera persona le tutea y le dice: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco”. A tal punto llega Borges en su “transcripción”, que puede darse el lujo de escribir muchas palabras como éstas suenan, aun cuando estén erróneamente escritas, en aras de la expresividad y fuerza del relato.

La sección titulada “Etcétera” fue aumentada por Borges con tres relatos nuevos en la edición de 1954. Ésta consta de ocho piezas (suponemos que las tres últimas son las agregadas), y la verdad, tanto “Hombre de la esquina rosada” como los ocho cuentos de “Etcétera” hacen honor a su nombre dentro del conjunto, pues rompen con la estructura de la Historia universal... y han sido posiblemente añadidos para imprimir mayor densidad cuantitativa al libro, que de no ser así hubiese resultado un tanto enjuto de páginas. De cualquier modo, las piezas son igualmente magistrales. Están dedicadas a Néstor Ibarra, traductor de algunas obras de Borges al francés; en ellas está presente una vez más la pericia de nuestro escritor para el relato brevísimo: la más extensa de ellas sólo tiene cinco páginas; la más corta quince líneas.2 Tengo para mí que “Un teólogo en la muerte”, “Historia de los dos que soñaron” y “Un doble de Mahoma” son obras maestras. Finalmente quiero anotar, sin exageraciones, que “El rigor de la ciencia” es uno de los cuentos breves más perfectos y profundos que he leído jamás. Algo que me fascina de él es precisamente que su imagen central, tan vasta, esté resuelta en un espacio tan corto. Por si fuera poco, Borges se da otro de sus lujos para acompañar este cierre con broche de oro, al incluir un poema, supuestamente escrito por Muirchertahc, rey de Dublín, dirigido a Magnus Barford en 1102, cuando éste último emprendió la conquista de los reinos de Irlanda. Se trata de una venganza literaria por anticipado.

Por su parte, Historia de la eternidad parece haber sido un reto para Borges, quiero decir, un reto como scholar. Hay allí una voluntad de exhaustividad, de coherencia discursiva apegada a cierta lógica no ficcional, de rastreo bibliográfico o erudito donde no prevalece el humor lúdico borgeano, sino más bien la búsqueda de un sentido filosófico, antes que literario. Sin embargo, no se exime de usar giros elegantes y sus austeras metáforas.

Al inicio del capítulo III, Borges nos dice: “Hasta aquí, en su orden cronológico, la historia general de la eternidad. De las eternidades, mejor...”, y prosigue con sus párrafos donde queda muy mal parado el realismo. Finalmente, en la cuarta parte, Borges se atreve a señalar su “teoría personal” de la eternidad. “Es una pobre eternidad ya sin Dios”, dice, “y aun sin otro poseedor y sin arquetipos”. Ya en adelante tenemos al Borges de cuerpo entero, dado a la tarea de citar de su propio libro El idioma de los argentinos (1928) una página titulada “Sentirse en la muerte”. En ella Borges se permite varias de sus mejores licencias para jugar con el tiempo, abrumado frente a la visión nocturna y sencilla de una calle de Buenos Aires. Escribe, entre otras cosas, una joya como ésta: “La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal”. Remata su ensayo arguyendo lo siguiente en una nota a pie de página: “El propósito de dar interés dramático a esta biografía de la eternidad me ha obligado a ciertas deformaciones: verbigracia, a resumir en cinco o seis nombres una gestación secular. He trabajado al azar de mi biblioteca. Entre las obras que más serviciales me fueron, debo mencionar las siguientes”, y cita a continuación diez libros de autores alemanes, ingleses y españoles.

Los restantes textos de Historia de la eternidad son más conocidos: “Las kenningar”, “La metáfora”, “La doctrina de los ciclos”, “El tiempo circular”, “Los traductores de las 1.001 noches” (Burton, Madrus, Littmann), y finalmente “Dos notas”: “El acercamiento a Almotásim” y “Arte de injuriar”. No voy a detenerme aquí en interpretaciones, ni siquiera en descripciones, sino sencillamente a acotar que se trata de relatos literarios por excelencia; en casi todos se juega con los libros y los autores; son, por decirlo así, relatos para literatos, que se confunden más con el discurso del ensayo que con el de la ficción. De hecho, estas piezas se diferencian notablemente de las de Historia universal de la infamia, tejido éste de vidas mundanas e infames, de aventuras y de un lenguaje común o popular, entreveradas de algunos etcéteras geniales, mientras que en Historia de la eternidad abundan los libros y la cultura, donde un Borges erudito nos pasea por la filosofía y los conceptos. Este alto contraste nos revela a un autor dueño de ambos mundos, enseñoreado en una de sus mejores épocas creadoras. El irónico título de “Historia” en ambas obras resalta quizá el sentido maravilloso que Borges tenía de la Historia. Sin embargo, esa maravilla no deja de hechizarnos en el pleno ejercicio de la razón, de una precisión deductiva vuelta estilo, donde puede imbricar las ideas filosóficas con las estéticas, y configurar un orbe literario propio.

Estos ocho textos de la sección “Etcétera” de Historia universal de la infamia están dominados por el tema religioso: la fe, la caridad, los libros sagrados, Dios, autoridades de la iglesia, Mahoma, hechiceros y brujos circulan por estas breves páginas. Es curioso observar cómo Borges ventila los motivos religiosos, con cuánta sobriedad se acerca a los diferentes universos mágicos de las doctrinas sagradas, merced a personajes de diferentes tradiciones, como la cristiana y la mahometana: ángeles, papas, reyes o dioses conviven con personajes corrientes, creando atmósferas muy nítidas. En el fondo, el motivo central de “Etcétera” parece ser la justicia divina, en cuanto se pone en contacto con la justicia humana: el perdón, la piedad, la misericordia, mantienen un diálogo con la crueldad, la mentira, la venganza o la ambición de riqueza. Los anhelos terrenales se minimizan en cuanto Borges los coteja con ciertos designios superiores; parece darnos una cierta lección de humildad, al indagar con tal lucidez en los aconteceres de estos personajes, algunos de los cuales fueron extraídos de libros de Emanuel Swedenborg, Richard Francis Burton, el Infante Don Juan Manuel y Las 1.001 noches, recreados luego por la imaginación borgeana.

 

Notas

  1. En mi ensayo “Borges y el cine” he rozado algunos puntos de la relación del autor con el mundo cinematográfico, a partir de un trabajo titulado “Films”, que éste incluyó en su libro Discusión (1932). Mi trabajo puede leerse en el libro Espectros del cine; Cinemateca Nacional, Caracas, 1999.
  2. Manejo la edición de Alianza Editorial, Madrid, 1971.