Sala de ensayo
Julio CortázarJulio Cortázar: “Las babas del diablo”
Lenguaje y mundos paralelos

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La relectura de Cortázar (Bruselas, 28 de agosto de 1914; París, 12 de febrero de 1984) lleva a pensar que —particularmente en su cuentística— hay por un lado diferentes modos de formular lo real, lo fantástico y las funciones del lenguaje y, por otro, que cada cuento y relato pueden en sí mismos originar diferentes lecturas (como en el caso de “El perseguidor” [Las armas secretas, 1959] que, tomando varios episodios de la vida del saxofonista Charlie Parker [Kansas City, 29 de agosto de 1920; Nueva York, 12 de marzo de 1955], a quien es dedicado, con un conocimiento absolutamente interior y preciso del mundo del jazz, puede a la vez ser leído, entre otras maneras, como una metáfora de la creación: absorbente, única, incomprensible, de la cual sólo podemos ser testigos y que en sí misma es un fenómeno al que uno puede aproximarse pero que no puede explicar).

Los acercamientos a su narrativa serán tan variados como las obras que elijamos leer y que nos permitan reflexionar sobre las propuestas estéticas de una literatura siempre abierta a las posibilidades de exploración de la realidad, del lenguaje y de las maneras de narrar.

 

Mundos paralelos

Cada narración postula un modo de plantear lo fantástico. Aunque haya ejes que las conectan, cada una es distinta. Los ejes no son evidentes, no son siempre los mismos, pero podemos pensarlos en algunas categorías: 1) la experiencia de la introspección y el aislamiento, que genera un modo de ver las cosas que es tomado como verdad; 2) la incomunicación: la experiencia introspectiva es intransferible y las palabras que aluden a ellas son insuficientes; 3) la existencia de mundos paralelos que como un juego de espejos hacen que las realidades posibles sean muchas, ramificadas, latentes; o 4) personajes que viven su vida como si estuvieran condenados, en un mundo donde la libertad es muy restringida.

Lo fantástico y lo extraño se encuentran en la propia experiencia cotidiana.

En algunos trabajos, como “Las puertas del cielo” (Bestiario); “La noche boca arriba” (Final del juego, 1956) o “Todos los fuegos el fuego” (Todos los fuegos el fuego, 1966), la atmósfera es creada por la belleza de un lenguaje tan deslumbrante como exacto.

Algo intrascendente puede constituirse en la llave de dos mundos, como “Axolotl” (Final del juego). La narración parece detenerse. No hay hechos. Nada externo acontece. No sucede nada que no sea la intensificación de un objeto seleccionado, el acto de percibirlo, observarlo y desplegar un lenguaje a partir de él:

Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso... lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas... Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior... (Cuentos completos I, pág. 401, Alfaguara, 2011).

La observación se vuelve puntual, obsesiva; se humaniza, instaura un vínculo extraño que empieza a invadir lo real. Los hechos exteriores no son lo importante sino este acto de hacer más profunda la percepción de algo y remitirlo a otras categorías ajenas a ese algo: “carentes de toda vida pero mirando” o “uñas minuciosamente humanas”. Una larva deja de ser tal y puede convertirse en literatura.

Ello tiene que ver con una obsesión (como en “El perseguidor”), y se instala la duda acerca de si lo fantástico existe como tal o si sólo existe esa obsesión, y que es ella la que produce aquello que parece real a un narrador volcado sobre sí mismo.

 

“Las babas del diablo” y los planos de la escritura

El relato contiene una compleja operación discursiva: cuenta una historia pero antes lleva a cabo una digresión en la que aborda los presupuestos tácitos de toda ficción, en la cual se elige algo para contar, una especie narrativa (en este caso el género de la literatura fantástica), un narrador y un modo de narrar.

Estos conceptos son puestos en crisis y se escribe desde esa idea de crisis; no obstante, sobre el final, el narrador vuelve a un modo tradicional de narrar.

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada (Cuentos completos, Alfaguara, 2011, pág. 223).

El relato se inicia con una propuesta referida no a la narración sino al modo en que ésta puede ser planteada, instalando la idea de que el enunciado será forzosamente falible.

Luego de instalarlo extenderá este concepto de perplejidad hacia otros elementos: el narrador elegido y lo narrado.

El narrador fluctuará entre uno omnisciente y el personaje, y lo narrado se articulará básicamente en dos espacios: dentro y fuera de la fotografía.

Hay dos menciones a la fotografía en una suerte de efecto especular, pero un juego de espejos que distorsionan la imagen.

El narrador, al principio y al final, opera desde la muerte: es decir que narra desde un lugar de negación e imposibilidad de narrar. Parte de la atmósfera fantástica proviene de esto y de la alternancia dentro/ fuera, de la fotografía.

No obstante, el final se resuelve de un modo tradicional: planteando y resolviendo un clímax.

 

Núcleos narrativos

La narración se desarrolla en tres núcleos: 1) los presupuestos narrativos; 2) la obtención de la fotografía y 3) la expansión de la imagen.

1. El primer núcleo es el que hace visibles los elementos de la narración: se cuestiona el qué y el cómo de la escritura; instala la pregunta sobre la falibilidad de la elección de lo narrado y de la posibilidad de contarlo:

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empieza a preguntarse por qué hace todo lo que hace... (pág. 223).

De este enunciado aparentemente banal surgen dos cuestiones posibles: 1) La narración es de un hecho como podría serlo de otro o 2) la narración obedece a algo que se impone contar, algo que debe o merece ser contado, algo nuevo o extraordinario o que se hace nuevo o extraordinario por el hecho de contarlo. Contar es explorar las posibilidades de algo, parecería reflexionar.

Vamos a contarlo despacio, ya que se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo.

El narrador propone algo diferente: no contará aquello que sucedió sino más bien aquello que será descubierto en la medida en que es contado. Luego, es la escritura la que interviene en la producción del hecho y no la realidad.

Algo que empieza como una propuesta realista va desplazándose hacia otro lugar.

El narrador subraya que se trata de una operación escritural: no asistimos a lo que sucede tanto como a la escritura sobre lo que sucede:

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección (pág. 223).

Pero no parece referirse sólo a una máquina de escribir sino también a una cámara fotográfica:

hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1.1.2) y a lo mejor puede que una máquina sepa más de otra máquina (pág. 223).

Parece la puerta a lo que vendrá: precisamente la expansión de la imagen fotográfica hasta convertirla en algo móvil y hacer de la imagen primero estática una narración dinámica, justamente la que resuelve el clímax.

2. El segundo núcleo narra la secuencia de la obtención de la fotografía y presenta al personaje:

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo 7 de noviembre del año en curso (pág. 224).

A partir del enunciado empieza a haber digresiones: del narrador (alterna uno desde afuera con el personaje) en aspectos laterales (si pasa una nube o hay viento en París) que abarcan al narrador desde afuera, pero también al personaje que hace digresiones sobre lo que va viendo.

La fotografía es un acto de ver y de dejar testimonio. Pero incluso eso es puesto en tela de juicio:

Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad (pág. 226).

No es observación al azar: la fotografía, ese acto de fijar y cuya esencia es la propia inmovilidad e inmutabilidad, será asumido como algo muy diferente.

Lentamente, como si buscara un objeto fotográfico, el narrador va llevándonos a la escena que será el eje del relato:

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre (pág. 227).

La selección de algo a narrar es también la presentación de algo que no acaba de ser narrado sino que puede o no ocurrir. Lo único cierto es la escritura en sí misma, una que capta no lo que sucede sino algo móvil e indefinido. Escribir es explorar.

Sin embargo, en esto que no sabemos qué es hay

como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo (pág. 228).

El relato trabaja sobre varias incógnitas: quién es yo: el narrador omnisciente o el narrador personaje y lo que sucede es así o parece así a quien lo narra.

Se introduce entonces la deliberación de sacar la foto y que ella

restituiría las cosas a su tonta verdad (pág. 228).

La foto es 1) algo que tiene un poder, el de restituir las cosas a un plano real, y 2) el de plantear a la escritura como el desarrollo de algo que —a diferencia de la foto— no es real. Reducida a su pura imagen, parece postular el narrador, las cosas serían diferentes al modo en que aparecen en el desarrollo del texto.

Veremos que la fotografía estará muy lejos de devolver las cosas a su tonta verdad, y que lo que suceda será muy distinto.

La instancia de plantear el sentido de la foto coincide con la introducción del personaje del hombre en el auto.

La escena de la fotografía aparece dos veces: en la primera desde la deliberación —la decisión de sacarla— y vista desde afuera hacia adentro, desde la escena en sí al hecho de registrarla.

Coincide con una doble descripción del sujeto del auto: primero es un esbozo que aparece al hacer el encuadre y que vuelve a aparecer cuando se produce la discusión luego de obtener la foto.

También se produce la primera mención al título del relato.

Ambos elementos: el hombre del auto y el título, serán presentados de una manera muy diferente la segunda vez.

El título, en esta primera mención, surge como imagen de la huida del joven que se produce con la toma de la foto y la frustración del propósito —no revelado aún— de los otros personajes:

se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carretera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo (pág. 230).

Es decir, que se produce un giro en la imagen que va de la Virgen al diablo.

La actitud de los personajes es de contrariedad y desconcierto.

3. En el tercer núcleo —de la expansión de la imagen— se invierte el sentido de movilidad de la acción y todo comienza a girar alrededor de la fotografía.

Asistimos a una visión desde adentro hacia el exterior.

La imagen de la fotografía, que antes aparecía vista desde la dinámica del personaje que selecciona una escena y la obtiene, aparece como un escenario en expansión. Se hace móvil y cambiante y el resto de las escenas es mostrado desde este centro, verdadero vórtice que va absorbiendo y redefiniendo a los personajes y a la vez planteando incógnitas que nunca serán resueltas.

La narración opera sobre la ruptura del concepto de una fotografía, aquello que reduce un corte y una inmovilidad de lo real y al mismo tiempo que lo ubica en un espacio y un tiempo tiene el poder de sacarlo tanto del espacio como del tiempo, y de perpetuar ese instante fuera de su transcurso.

Nada de eso sucede aquí, donde la fotografía delimita un ámbito destinado no a congelar las cosas sino a desencadenarlas, y vuelve sobre una escena no para mostrarla como fue sino para que pueda terminar de resolverse aquello que estaba sucediendo y cuyo transcurso fue interrumpido por el acto de obtener el registro.

Es decir, que la foto aparece como algo en contradicción: en ella se fija una escena y al mismo tiempo hace que esa misma escena sea retomada en el punto de la interrupción y que suceda algo nuevo. En este caso, será algo inclusivo del personaje del fotógrafo, que pasa a ser cautivo de ese corte en la realidad que él mismo había llevado a cabo.

La fotografía atestigua y al mismo tiempo desencadena. Es algo fijo pero también móvil, tanto que puede signar la suerte de aquel que había pretendido de la escena justamente eso, hacerla algo fijo.

A la vez nos remite a la escena que alternativamente oculta y revela. La oculta porque en el primer núcleo el fotógrafo le da una interpretación, y la revela porque en el último núcleo le da otra, la verdadera, con lo cual se evidencia la falibilidad de la imagen y de la certeza que parece dar: surge como algo pero no es eso. No sólo no es eso sino que es el opuesto.

Lo otro que nos dice se refiere a la fuerza de la propia escena: como fotografía había otras que eran mejores, pero el fotógrafo opta por ampliar ésta, una vez y otra: verdadera metáfora de que la misma escena vuelve a ser mostrada y cada vez con más matices y un mayor poder sobre la realidad. Es como si la fotografía fuera imponiéndose a la propia realidad, instaurando algo diferente, algo que sucede por la actuación de un poder oscuro.

El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea de la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose... como toda foto donde no faltaba nada, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena (pág. 231).

La fotografía se impone pero su poder es incierto. No sabemos en qué radica. El doble narrador reafirma esa impresión “sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena”.

Hay una primera secuencia que podríamos llamar de acechanza de la foto:

Los dos primeros días acepté lo que había hecho... y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción... para reencontrar la cara de la mujer... (pág. 231).

Los elementos importantes del cuento, sus pasajes de un núcleo a otro o el título, son dichos al pasar pero reafirmados luego por otro elemento, también tenue.

En este caso, se prepara el pasaje a la segunda secuencia: la de la expansión de la imagen y su movilidad, que comienza cuando el ojo del narrador-personaje se coincide con el objetivo de la cámara; lo cual también se enuncia como al pasar:

La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar (pág. 231).

Elementos importantes son enunciados como intrascendentes (la tonta realidad) y un detalle importante, como una observación más.

Quizás sea un modo de enunciar a lo fantástico como aquello que a nadie se le ocurre considerar.

Cada tantos minutos, por ejemplo... alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico... Entonces descansaba de mi trabajo y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto... (pág. 231).

El poder de atracción va convirtiéndose de contemplación en acción y en movimiento, también de manera paulatina y a partir de hechos cotidianos.

Hasta ese momento el narrador lee la fotografía con la primera interpretación: la mujer deseaba seducir al muchacho.

Sucederá entonces algo nuevo, un hecho fatal. También será enunciado tangencialmente. Pero todo comenzará a girar hacia otra explicación, una que nace precisamente en el movimiento que adquiere la fotografía, también enunciado tangencialmente:

Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí con una frase empezada y la terminé redonda... (pág. 232).

El pasaje al puro movimiento opera a partir de otro comentario banal:

Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine (pág. 232).

Es decir que la fotografía se ha transmutado en cine, algo cuya esencia no es la inmovilidad sino el movimiento. Sin embargo no hay una relación de causalidad lógica entre el primer término de la oración y el segundo: el enunciado comienza hablando de grandes herbarios y termina derivando hacia una película.

En metáforas desusadas como esta pensamos que, precisamente, uno de los matices de la escritura pareciera ser la de encontrarse descentrada, como fuera de foco. Ingresan a ella cuestiones laterales y reflexiones y no siempre lo hacen enunciados directos. En este sentido no dice que la fotografía se convirtió en una película sino que lo introduce luego de una observación que no tiene nada que ver ni con las películas ni con la acción narrada, una que discurre entre estas digresiones.

Es entonces que se produce el ademán de la mujer que hace pasar al narrador del rol pasivo de espectador de la imagen al de alguien que lleva a cabo una acción fatal para él.

Cómo opera esta suerte de rapto y por qué es un pasaje fatal para él es algo que nunca se aclara, son los enigmas que plantea el relato.

De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla (pág. 232).

Algo ha sucedido, pero no sabemos qué. Ese narrador tan detallista que repara en observaciones intrascendentes sin embargo calla lo más importante, aquello que en realidad sucede. Al hacerlo cumple con la finalidad por excelencia del relato fantástico: instalar la duda, la indefinición, la falta de una respuesta definitiva.

En la secuencia siguiente el narrador ya está adentro de la foto.

El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado de la fotografía (pág. 232).

Es decir que el personaje está dentro de la escena. Detrás de él está el hombre del auto, que cuidadosamente excluyó de la fotografía.

A partir de esto la de la mujer empieza siendo una presencia vicaria, una entregadora. Esta interpretación aparece con la inclusión del personaje: ya no es quien selecciona la escena sino que resulta cautivo de ella.

También hay otra modificación: la del hombre. Ya no tiene un rostro anodino sino el de alguien que maneja y domina los hechos; muestra un aire

entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro (pág. 232).

Dos cosas suceden a partir de allí: 1) la acción se intensifica, se hace más oscura, revelándose un nuevo designio: la intención del hombre del auto de corromper al menor utilizando a la mujer para ese propósito y 2) el juego entre el adentro y el afuera de la foto: entre la acción y el estar del otro lado.

Digamos que en este elemento parece verificarse el elemento nuclear del cuento: el juego entre un adentro y un afuera, una movilidad y una inmovilidad. No es clara sin embargo la dinámica: nunca sucede algo de un modo abierto y manifiesto porque son las reflexiones del narrador las que ocupan el primer plano.

De este modo asistimos a una duda: la alusión al objetivo es algo más que una mención y el propio narrador se ha convertido en el objetivo “sin poder hacer nada” o el objetivo es un desdoblamiento más, como el del doble narrador.

¿Es la misma escena en el mismo momento? ¿Implica la introducción en la fotografía un retroceso en el tiempo real de los hechos captados por ésta? ¿Cuál es el papel del narrador? ¿Qué sucede con él? ¿Quién hace que suceda algo con él y de qué modo?

Esta es básicamente la ambigüedad en la que se mueve una acción que es siempre vista parcial y progresivamente: en efecto, las cosas no suceden de manera instantánea sino que van siendo desplegadas como en una especie de cámara lenta, una cuyo punto de visión es primero el del personaje situado en su asiento, tomando el lugar del objetivo mientras escribe la traducción y luego de ese otro en el que yace el personaje una vez que ingresó a la imagen.

Pero ¿cómo ingresó? ¿Qué fuerza lo obligó a dejar la traducción en una frase en francés que nunca terminaría? ¿qué hace ahora?

Todo se intensifica: las presencias, las acciones y las omisiones.

Pero hay una gran diferencia con la primera parte: lo que comienza a suceder se vuelve imperativo.

El orden se invierte: si antes el personaje observaba y decidía sacar la foto, ahora es arrastrado pasivamente a lo que sucede en ella sin poder ya intervenir:

Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia (pág. 233).

Entonces, ¿se trata de otra escena o de la misma? Si la primera vez el chico pudo escapar y el narrador sacar la foto entonces ahora todo sucede nuevamente, pero ahora el chico no escapará y el narrador que ha sacado la foto no podrá salir de ella.

Hay a la vez un desplazamiento del tiempo: el antes de la foto es el ahora del personaje, aunque éste haya ingresado en algo que ya sucedió. Ya sucedió y a la vez está sucediendo. Este camino circular conduce a algo más:

...la (impotencia) de que el chico mirara otra vez al payado enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y perfume (pág. 233).

El devenir de los hechos sufrió una alteración en el plano de lo real (la foto). Ahora, en el plano de lo fantástico, ya no puede haber otra alteración real, debe suceder aquello a lo que la narración debía llegar, un clímax. Pero, a diferencia de una narración tradicional, éste resuelve algunas cosas y no todas.

Algo más sucede, la redefinición del título. Si antes los hilos de la Virgen (de la pureza virginal del muchacho) eran también llamados babas del diablo, ahora el foco está en las babas, que evocan lo siniestro y lo maléfico.

Si antes el hombre tenía un rostro enharinado, éste, en el curso de una acción cada vez más fragmentaria e intensa, se ha convertido en la cara siniestra del mal

que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire (pág. 234).

Las cosas son vistas fragmentariamente: si antes había una escena completa, ahora son elementos:

Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité... y en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida, iba creciendo... (pág. 233).

Quién mira: la cámara o el ojo del personaje desde la cámara, y si es así, ello se vincula con el otro pasaje, aquel en que advierte que se encontraba sentado como si fuese el objetivo.

La cámara selecciona a partir de una mirada. Al hacerlo se abstrae del resto. Esta última mirada no es enteramente humana, o es humana a partir sólo de lo que la mirada seleccionó con la cámara: rostros, movimientos, una mano, son algo en sí mismos, no remiten —como en el núcleo anterior— a una totalidad a la que pertenezcan.

...y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro negro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse... (pág. 234).

Toda la visión se hace con referencia a un foco del que se está adentro o afuera.

En el final se plantean dos elementos: 1) el cambio en la dinámica de la acción que se circunscribe nuevamente al ámbito de la fotografía del cual el personaje parece alejarse y 2) la acentuación de los rasgos maléficos del personaje del hombre del auto, encargado, además, de clausurar el punto de visión con la mano:

frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante más en perfecto foco, y después todo un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más... (pág. 234).

Pero qué sucede en realidad con el personaje. Desde dónde vio. Desde el interior de la imagen o desde la pared de su cuarto, y lo que ve al final, lo ve en la escena ahora vacía de la foto colgada en su cuarto, o en la propia escena.

Hemos asistido a un relato que cuenta algo dos veces y desde dos puntos de vista: adentro y afuera, por parte de alguien que no sabemos si es un narrador o el personaje; tampoco sabemos la suerte de ese personaje que se declara muerto, cuál fue la fuerza que lo arrastró y a dónde ni qué sucedió con él, o si simplemente es una invención del narrador.

La literatura, parece decirnos, no se agota en contar sino en plantearnos algo que será siempre incierto. La literatura usa de la realidad, se vale de lo aparente para hacer otra cosa.

Esa otra cosa es asumirla como puro lenguaje, uno con posibilidades que no vemos a partir de lo real sino de lo que se puede escribir (y cómo) sobre lo real.

La otra es revelar que lo visible es una apariencia, una convención; que las mismas cosas pueden cambiar según cómo se las vea o cómo se las nombre.

La literatura es algo siempre inacabado, capaz de generar lecturas y de renovarse.

Si algo podemos decir es que existe un sentido de movimiento que hace que no exista una visión definitiva.

Cortázar es quizás quien mejor ha podido plasmar que una de las funciones más altas de la literatura es la de plantearse como posibilidad de ver cosas diferentes en las habituales y de generar un texto que no leeremos dos veces de la misma manera.