Letras
“El arte de irse”, de Nick Schinder
El arte de irse
Nick Schinder
Cuentos
Editorial Dunken
Buenos Aires, 2012
112 páginas
ISBN: 978-987-02-5880-3
El arte de irse
Extractos

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Una variación de Buda

Y fue mientras tenía en brazos el cuerpo desnudo de su amante, y mientras la sentía temblar de amor recién ido, y mientras sus rasgos perfectos resplandecían como la naciente mañana, que Vashanyi, el Melodioso, comprendió que es de sabios no aferrarse con desmesura a las cosas amadas, ya que su eventual ausencia, por el motivo que fuera, podría hacernos pedazos.

Pero mientras aspiraba una vez más el olor único de su propia saliva en la piel de su cuello —que por una alquimia impenetrable no era el olor de lo uno ni de lo otro, sino una cosa nueva hecha de ambas—, comprendió que es de aun más sabios amar a las cosas todavía más por su Impermanencia, pues, en el fugitivo instante en que nos son dadas, debemos amarlas absolutamente, por el tiempo en que son nuestras y por la eternidad en la que dejaran de serlo.

Sumido en este pensamiento, se hundió en ella de nuevo, porque también es de sabios no permitir que ninguna reflexión empañe un goce que, aun en su apogeo y perfección, ya se está yendo.

 

La batalla

Ella apoyó la cabeza en su pecho y escuchó el murmullo.

—Suena como el mar embravecido —le dijo.

Él sonrió, acarició su nuca y no dijo nada, pero por dentro, temblaba...

¿Cuánto tiempo más podría distraerla del estruendo de sus innumerables almas batallando por su carne?

 

Jill

Jill no puede dormir.

Cada noche, en la penumbra, sus ojos azules se proyectan sobre la nada, abiertos, anhelantes, hay imágenes inconexas y púrpuras que habitan esa interzona sin nombre entre la vigilia y el sueño.

—Mami, no puedo dormir...

Y cada noche, su madre repite el ritual sereno de acariciar su frente, la nariz prodigiosa, velar sus ojos con el cuenco de la mano...

—Imagina un punto negro —le susurra—. Respira hondo, e imagina un punto negro a lo lejos, al principio una sugerencia indistinta en el fondo de toda esa luz que te mantiene despierta, pero con cada inspiración ves que se hace grande, y nítido, y que de a poco se dilata, se expande como el aire azul de tus pulmones, lentamente puebla toda tu visión, y ese punto es el sueño, el sueño que te va ganando, que te acaricia como te acarician mis manos, mi vida, Jill, mi nena hermosa...

 

De repente, el Capitán Graham tuvo una intuición.

—No deberíamos estar aquí... Es imposible que estemos aquí...

Cohen lo miró inexpresivamente. Eran los últimos sobrevivientes del Crusader, en el apogeo de una misión suicida que ya llevaba tres años y se acabaría en unos minutos. La gravedad era tan espantosa que Graham sentía cómo se le astillaban los huesos.

Un minuto para el punto de ignición. La luz de la nave se apagó de golpe, y la oscuridad se hizo absoluta. El agujero negro los arrastraba a la velocidad de la luz. Graham, ya atrofiado, cerró los ojos, y espero que el programa hiciera por él lo que habían venido a hacer: el Sistema entero dependía de ello. Los oídos le empezaban a sangrar, pero todavía pudo escuchar a Cohen, desvariando, como en un rapto profético...

–Blancura... Blancura imposible, inaudita... Capitán, la oscuridad estalló en pedazos... hay algo atrás de la blancura, Capitán... Capitán... hay unos ojos, como galaxias... hay una belleza y un azul y una simetría... hay una cara que inventa y que apaga el mundo... ¡ah, la Luz! ¡Capitán, la Luz...!

 

Y es por todo esto que Jill no puede dormir.

¿Quién puede dormir con ese condenado ruido de Apocalipsis?

 

Pantera

a Rilke
a Cortázar
a Borges

Hace un tiempo escribí un cuento llamado “Pantera” que, curiosamente, es el único que perdí. La idea general creo que era esta:

Un hombre en Ámsterdam sueña recurrentemente con una pantera negra: la selva, la espesura, el abigarramiento de muchas cosas vivas que se molestan y se fecundan.

Un día, este hombre viaja a Tailandia, y el tren, en el que cruza un río anónimo, descarrila. En medio de la noche, herido y confuso, se deja caer en la raíz de un árbol inmenso. Cuando levanta la vista, la pantera de sus sueños está delante de él, mirándolo a los ojos...

Antes de desintegrarse recuerda aquellos versículos del Veda en el que se sugiere que todos y cada unos de los seres vivos somos otra cosa —un animal, una piedra, una flor— mientras dormimos... Shiva ha sido escrupuloso y ha distribuido sabiamente estos reversos en el orbe, bien alejados, inconciliables.

Pero el hinduismo no contempla divinidades infalibles: el explorador entiende en el último segundo que esa pantera es él, cada noche. A la pantera, con su difusa conciencia de animal, le sorprende encontrar esa forma extraña, humana que —ella también— sólo ha visto cuando duerme...

El universo no parece atestiguarlo, pero ya está más vacío...

 

Vértigo

Mirando hacia abajo, desde el balcón en el piso doce de mi departamento, comprendo de golpe que lo que realmente nos espanta del vértigo, lo que intrínsecamente nos aterra de su naturaleza, es el íntimo, subterráneo, inconfesable deseo de saltar...

 

Golding y el Vacío

Acabo de tener una pesadilla; una de las peores, de esas que no tienen tema: una tiniebla, una negrura física en la puerta de mi habitación, pero también en mis pulmones, con tentáculos y eflorescencias móviles que aleteaban y refluían del color a la nada. Un terror ciego me hacía gritar, y no quería abrir los ojos por miedo a lo que iba a encontrar despierto. Y, aun en el vórtice del horror, gemía con la boca cerrada, porque tenía miedo de asustar a mi mujer.

Sé que esta especie de terror metafísico fue producida por un resto diurno, la lectura de Lord of the Flies, de W. Golding. La imagen del mar devorando el cadáver de un niño me perseguirá, tal vez para siempre. El Mar/La Muerte haciendo de la vida una proyección, una sombra. No hay otro miedo que el miedo a la muerte. Recuerdo que sentía que la oscuridad me cerraba la garganta. Y sentí también el hervor del mundo, la invisible efervescencia del universo físico después de nuestra muerte, y de nuestra muerte como especie.

Me desperté pensando en la extraordinaria heroicidad del insecto humano, en la voluntad schopenhaueriana de librar esta batalla que ya está perdida de antemano...

La isla de Golding es ese lugar donde la vida —esa simulación, esa convención por la cual nos hemos propuesto dar sentido al vacío— se desbarata como un muñeco de nieve...

 

Apócrifo

El rey instó al profeta:

—Si de verdad Dios observa por tu medio, dime qué está haciendo mi mujer en este momento. Sepas que, de errar en esto, morirás con seguridad.

El profeta sonrió y contestó, sin mirarlo:

—Ahora, rastrilla el jardín de tu morada.

El rey envió un emisario a su palacio, para informarse acerca de su mujer. Al cabo de un tiempo, el mensajero volvió a su lado.

—La reina me ha recibido en su alcoba y ha dicho lo siguiente: “Termino de rastrillar el huerto de vuestro señor y me dispongo a descansar”.

El rey se quedó estupefacto y permitió al profeta retirarse. Antes de marcharse, él se acercó al rey y le dijo en confidencia:

—Tanto tú como yo sabemos que he mentido. Tú sabes que tu mujer estaba entonces con su amante, pero has querido probarme para ver si mancillaba tu nombre delante de tu séquito, al decir la verdad. Por eso, no he dicho lo que realmente estaba sucediendo, sino lo que ella te diría: me he anticipado a su mentira y a tu vano honor. Y puesto que es más importante para ti la certeza de Dios que los avatares de una mujer adúltera, me he conformado con que sólo tu conozcas la dimensión del Dios que es y habla por mí.

Luego, Jetchuá, a quien llamaban “el Cristo”, siguió su camino.