Letras
Bajo un excepcional sol

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El tono ocre de la piedra limpia, de la piedra sin el liquen verde, hace nueva a la piedra vieja. La Berenguela se yergue alta, poderosa y joven. Al final, la cruz sobre una esfera recuerda el poder temporal de las religiones, la capacidad de gestionar lo temporal que tiene la fe en un Dios misterioso y oculto a los ojos y que se muestra tan solo a aquellos que lo quieren ver con los ojos de la fe.

El sol permanece en lo alto de la Quintana pensativo e inquieto por el curso de los acontecimientos y me detengo y observo a una nave que surca los siglos impertérrita y serena, nave que acoge y escupe viajeros de allende las fronteras por los siglos de los siglos. Una puerta más, un comercio más dentro de las piedras milenarias. Aquellas piedras que esperaron pacientemente a que un cantero las esculpiera para dar homenaje al que dicen fue el primer apóstol mártir son hoy el objeto del negocio inmortal del hombre. “¿Los expulsaría Dios de su Templo? De algo hay que vivir”, pensaba mientras caminaba hacia el portón de entrada.

La certeza y la duda en mi corazón revientan en mil copiosas preguntas que antes otros peregrinos se hicieran y que, seguro, otros peregrinos se harán. Pues es un hecho cierto que muchos han venido hasta este apartado lugar donde dicen que el Santo fue ocultado después de muerto y, todos, con la certeza de la duda: “¿Será verdad que aquí se encuentra enterrado Santiago?”.

Resoplo poniendo la mirada en lo alto donde la torre dibuja formas a ritmo de una gaita complicada y armoniosa. El sonido de la piedra que suena ante mis propios ojos crece y se desvanece, mientras el sol del verano me da una particular palmada de ánimo que me empuja a caminar hacia la puerta de Platerías donde la piedra se hace vida y el sol se queda dormido entre los fríos y húmedos muros de la Catedral compostelana.

Allí, a la izquierda, las tiendas de los plateros donde todavía se trabaja el blanquecino metal que da nombre a la pequeña y hermosa plaza, una fuente de caballos y una estrella, miran a la puerta como quien vigila la entrada de un lugar sagrado, lugar donde el misterio resucita como aquel Lázaro a la orden de Jesús. Como si Él mismo ordenase a la historia que se abriera a aquellos que quisieran franquear la entrada, vigila la vieja y perfecta fuente entre sus babas de agua y el musgo que los años han dejado caer como un diapasón del tiempo.

Como la misma piedra, las gotas de agua son una constante en el lugar. Una gota de agua... un segundo que transcurre sin que nada altere los muros catedralicios. Piedra e historia, avisos de una efímera eternidad.

Me apoyé en la piedra cuando sonaban las cinco campanadas de la torre, cinco campanadas toreras que eran el presagio de alguna faena, de mi entrada por el pórtico glorioso de la plaza de plateros. El sol radiante, la piedra limpia y mi alma despierta... “¿Será esto Santiago o me habré perdido en el tiempo?”. Las gotas de agua que caen y los plateros callados en su pequeño taller de orfebre son la antesala del lugar santo.

Entré con paso decidido con la intención de sentir la humedad de la piedra en mi cuerpo y, a fe que es cierto, que lo húmedo tiene cuerpo dentro de esta Catedral de piedra y que el tiempo se detiene para siempre, pues dentro me esperaba la pobreza del románico y la riqueza de la fe de otros tiempos. La anestesia que en la actualidad vivimos nos ha hecho olvidar que no sabemos de dónde venimos ni a donde, al final, nos dirigimos, y sólo la construcción de estas inmensas fortalezas de la fe nos recuerda que, en la duda, es cuando mejor nos entregamos a la verdad que creemos o queremos creer. Nadie puede asegurar que, con certeza, allí reside el amigo del Señor, pero muchos conquistaron, en su nombre, tierras ajenas y lejanas y fundaron ciudades y construyeron catedrales. La fe,... ese monumento a la ignorancia del hombre. La humedad de la piedra que me cubre todo el cuerpo,... la duda,... la ignorancia,... la humedad.

Caminé hacia la Girola para cumplir con la promesa de besar la venera de plata y abrazar la imagen del Apóstol y descendí con parsimonia la escalera que me lleva a la cripta donde se encuentran los restos del legendario mártir y asistente milagroso de la mítica e ignorada batalla de Clavijo. “¡Cuántas cosas se construyen con los mitos!”, pensaba en tanto que el cuerpo se introducía en el misterio de tanta piedra y tanta historia. Piedra que descansa sobre barro, piedra que misteriosamente se sostiene firme en la antesala de lo eterno. El hombre y el misterio. La verdad que se sostiene sobre toneladas de mentiras, “¿o será que la única verdad es también otra ignorada mentira?”.

Entre el frío de la piedra y la plata artesanal del sarcófago sentí la viva voz de un Pedro de nuestros tiempos gritando a la vieja Europa que girase sobre su propia historia y reconstruyera su propio ser mirando a Compostela. Lugar donde tantos, decía Goethe, caminando, construyeron algo de esta vieja Europa. Allí, la placa de metal del Papa obliga a todos a girar la cabeza hacia el sarcófago de plata donde el misterio se encierra para siempre, mirada que obliga a repensar nuestra humilde realidad: somos una duda que camina.

Salí de allí más anciano y con más dudas; salí de la humedad, el frío de la piedra y el blancor de la plata con la única seguridad de que apenas sabía una sola cosa: que existe Compostela y que esta ciudad es el mejor monumento a la duda. Y salí con el sentido de mi viaje cumplido... fui a buscar en el misterio a Dios mismo y, lo encontré, dentro mismo de la duda, bajo el excepcional sol compostelano.