Artículos y reportajes
La persistencia de una imaginación
Los huéspedes nocturnos de Francisco Pérez Perdomo

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Francisco Pérez Perdomo

1

Con esta “Confesión” Francisco Pérez Perdomo sintetiza parte de su poética:

Habito la zona donde carne y espíritu
disputan como dos viejos rivales
sobrevivo a los desastres
arrullado por bellos espectros
¡Ídolo mío! Yo confío el desorden de mi lengua
a la fuerza absurda de tus máximas
Hablo de las enfermedades que me conciernen
Soy mi único juez
Soy el único auditorio que celebra mis obras
El ave que se lamenta en el árbol del paraíso
me transmite su enigma
sólo mi oído languidece oyendo su mensaje.

Desde ese instante, desde el momento de estos versos pertenecientes a Fantasmas y enfermedades (1961), Francisco Pérez Perdomo forma parte de unos sonidos oscuros, trágicos, espectrales. Sometidos al eco de alguien que habla desde una remota lejanía, desde un lugar en el que quien elabora el discurso cuestiona su propia presencia vital y la coloca al borde del miedo, de la fatalidad, de una suerte de épica personal en la que la soledad también es una insania perdurable.

El poema entonces es un visitante, un huésped provisto de sonidos umbríos, de laberintos oníricos, de temores alojados en sueños recurrentes. Pérez Perdomo acude a una especie de poltergeist, a los designios de personajes invisibles que elaboran mensajes, códigos y silencios propios de una época muy personal, íntima y solitaria. Desde el primer lugar de la palabra, desde la primera página del tiempo, desde el árbol genésico viene el misterio, el “enigma” convertido en poema. Y desde ese mismo instante, Francisco Pérez Perdomo no ha dejado de oír esas voces y de escribirlas, no ha dejado de ser visitado por sus fantasmas, por “el huésped errante”, que “luego retomaba el hilo feérico de sus palabras”.

Poesía nocturna, fantasmal y fantasmagórica, registra a este poeta venezolano como el único que se ha paseado por ese mundo gótico, siempre asombrado por los pasos que los extraños personajes que lo habitan acostumbran a dejar marcados en sus versos, en las líneas verbales que en muchos críticos han desatado alejamiento y hasta el rictus del descuido. No obstante, debemos afirmar que Francisco Pérez Perdomo ha sido fiel a sus fantasmas, a sus voces interiores, a los espectros que lo habitaron y luego se convirtieron en libros, en una vida entera dedicada a sus ensoñaciones, en revelaciones, en sombras recogidas al lado de cuerpos insondables.

La poesía de Francisco Pérez Perdomo es tan humana que se aleja de los humanos para alcanzarlos en su destino trágico. Para hacerse del hombre se acerca a los duendes, a los fantasmas, a los espectros, a presencias etéreas que lo anudan a un tiempo indeterminado, a espacios innominados. El poeta ubica al personaje, lo espeta, lo respeta, lo define: Los fantasmas son personas en exceso sensibles / Cualquier pregunta para ellos se vuelve intolerable / por el esfuerzo que significa / abrir una boca tanto tiempo cerrada. El silencio anticipa el silencio. La boca cerrada, la palabra encerrada, negada a salir. Tanto el sonido como el ojo humano humillan al fantasma. El poeta entra en crisis: entristece con el aparecido. El poema forma parte de esa complicidad, del misterio que fabrica el autor. Es decir, el poema es el mismo misterio, un sentimiento que no tiene forma en la forma inasible de la revelación. Quien lea el cuerpo del fantasma, lee el poema. Quien lee el poema, lee el enigma, el mensaje.

En una de las páginas de El arco y la lira (“La revelación poética”), Octavio Paz afirma: La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regreso a nuestra naturaleza original. ¿Cuál ha sido el desempeño de la poesía de Pérez Perdomo? ¿No ha sido acaso creer firmemente en una naturaleza, verterse en ella, transformarla para regresar a ella en voces inmateriales, indefinidas, fantasmales? ¿No eran vivos de ayer los muertos de sus poemas de hoy, los mismos que recuperan los sonidos vitales para hacerlos una nueva naturaleza basada en sus raíces? Poema del poema: voz de una voz que tenía cuerpo, que tuvo “carne y espíritu”.

Habitantes de un solo poema, los personajes invisibles de la obra de Pérez Perdomo continuaron su curso como los siempre huéspedes nocturnos, que si en algún instante abandonaron las líneas de sus cuadernos personales fue por poco tiempo. El poeta había sido asaltado por su propia imaginación. Atado a esa religión, Paz dixit, queda Encubierto por la vida profana o prosaica (...) y nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese “otro” que somos. El poeta es su fantasma personal. Su espectro en el poema. Su muy próximo huésped nocturno.

 

2

Quien ambula entre fantasmas termina en diálogo con ellos. O hace de la soledad monólogo sin horizonte. Así, el poeta que me ocupa tiene en las palabras lugar para hablarlas, decirlas y definirlas:

Hay también palabras lentas / hoscas / palabras sombrías / palabras como rescatadas a la boca de la desgracia,

Y también una lengua / incapaz de murmurarte al oído / la palabra evidente. Pero, a pesar de lo “evidente”, de lo que se advierte, la sombra aparece con las mismas palabras y materializa el miedo: En las aceras / y sobre las basuras que levanta el viento / me rindo a mis fantasmas.

Una vez más, el poeta se inventa, se crea. Y lo hace con la materia de su imaginación. Sus fantasmas, los restos de un espíritu que recorre, entre sonidos, el mundo sombrío que lo embarga. Francisco Pérez Perdomo intenta ordenar su espacio, trata de confirmarse, de ser ante lo que a veces no es, hasta lograr reconocerse en su cuerpo, en la carne que lo enferma: Conozco la cara amarga / de esta enfermedad / Nadie puede ocultarme su rostro / entre sudarios. No deja casi espacio para decir en otro poema: Un ocio radiante / como una suntuosa enfermedad / Nada escucho / Yo me acuesto en un lecho inefable / Inerme ante la proximidad del cielo / Reposo inmortal.

Al final de esta instancia, el poeta cierra con esto: Allí encontré la muerte.

 

3

De Los venenos fieles (1963) incorporamos a esta lectura el brillo de la prosa que Pérez Perdomo usa para continuar su viaje por lo que él llama “Catástrofe genial”. No se aparta del tono anterior. El color de sus verbos se contiene en el carácter personal, interior de quien habla, de quien expresa el mundo, su mundo y su mirada: Había caído en un error inexplicable. Me situaba frente a las cosas con ojos tradicionales. Costumbre sin duda funesta y deleznable. Desconocía que el objetivo del ojo nada a la deriva de las circunstancias y que una especie de dinámica incesante o círculo vicioso era el objetivo del paisaje. El autor mira el afuera, se permite alejarse de los fantasmas, aunque un poco más adelante aparece hecho un cadáver vital. Nombra a la muerte y la lleva hasta otro poema donde duerme con su mujer, con quien saca “la cabeza de la urna del sueño”. Dice de “un hombre tenebroso”. Son poemas abismales y abisales. Estos textos venenosos y fieles de Pérez Perdomo diagnostican la presencia de tres divinas personas que agitan las aguas de un relato, de un poema largo, tóxico y sensible: El Vivo, El Vidente y El Difunto. Así, para clausurar la tensión del libro, respira: Pensadores cultos y profundos me explicaron que se trataba / de ciertos juegos reversibles y pueriles de la nada. Queda el vacío y entra a La depravación de los astros (Premio de Poesía “José Rafael Pocaterra” 1966) con la piel mordida por alimañas y ratas que le permiten escribir sobre la roña de su dolor. Huéspedes horarios diseñados para que el personaje, el poeta que se ahoga en el texto, pronuncie: Hacia la alta noche desperté confinado dentro de mí, circuido por un ritual sombrío... Preso por su agobio, quien escribe recurre a la Torre de Babel para explicarse: Yo que tantas lenguas inventé, como Nemrod me veo / enredado y ahorcado en los hilos del lenguaje.

Encara la muerte, la borra del espejo. Se mira en el espejo. Se acicala. La primera persona lo ahoga, lo conmina a volver al origen: Desde el árbol la serpiente me llama. Acento bíblico donde no dejan de estar presentes todos los viajes, todos los retornos.

 

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Un inventario mitológico envuelve el libro Huéspedes nocturnos (1970), uno de los más relevantes de este poeta nacido en Trujillo en 1930. En esta aventura Pérez Perdomo recurre a la cultura griega, a personajes que de alguna manera han sido parte de pesadillas, sueños y sobresaltos, tanto literarios como cotidianos. Estos huéspedes afinan su presencia y se pasean por los poemas que contiene este tomo. Así, Teseo, Argos, Trofea, Medea, Medusa, arpías, gárgolas, trasgos forman la corte de estos moradores agitados por relámpagos, atmósferas inquietas, animales y fantasmas: una representación fantástica que dota de simbologías la lectura, sus muchos significados.

El animal —cabeza de toro y cuerpo de relámpago mitológico— iluminó por un instante mi cuarto (necesaria y fatalmente por el tiempo de un relámpago). Entonces súbitamente me encontré cegado y seducido por el brillante hallazgo. El ardor de su cola comenzaba a quemarme. Ardiendo y rodando por el suelo proclamaba sobre él mi exclusiva propiedad. Pero si es mío, repaso al punto entre las sombras y en duermevela un repentino y extraño personaje, asesinando así aquella aparición que tanto me hechizaba. En las praderas nocturnas y en las carnicerías tiempos después lo he recordado muchas veces con nostalgia.

El poema se metamorfosea con el poeta, con el personaje nocturno, con la vocación extrema de ser parte de una pesadilla, de convertirse, como Gregorio Samsa, en una suerte de bicho que trepa las paredes y funda otra realidad. Uno de esos huéspedes podría calificarse de referencia, de roce con el cuento del hipnótico Kafka. Esta aparición no deja lugar para no emparentarla con quien tanto trabajo nos ha dado durante toda la vida. Kafka es para los lectores un huésped de todas las horas.

Pérez Perdomo lo entrega así: Descolgándose por las paredes del dormitorio vino hacia mí... El poeta, su personaje —espectador de su propio sueño— no es la bestia esta vez, es su víctima. Su consagración, la imagen recurrente que hemos advertido desde que abrimos el primer poema. Teseo entonces, araña, gorgojo u hombre mosca enmudecen a quien pegado a la cama no puede escapar del animal. O de él mismo. Muy allá, al final del camino, queda un sonido: “El poema se salva”, título que refugia a quien lo escribe, a quien lo macera y lo aleja para revelarlo. Y luego de él, una poética, la declaración sombría, el abismo, el precipicio anulado.

El autor reza: Somos sombras —confiesan. / Sus quiméricos rasgos / ahora se delinean, revocan apariencias / y parsimoniosamente se establecen / en la plenitud oscura. // Sus legiones escapan / de los tratos solares y entran en la noche. // Sólo el sueño revela.

Nocturno siempre, Francisco Pérez Perdomo entra en un Círculo de sombras (1980). Ese mismo año le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura.

 

5

En este momento el poeta deja de respirar. Es la mañana del domingo 27 de mayo de 2013. En el preciso instante en que escribía el nombre del libro que empiezo a tratar, un correo entró y me avisó de la muerte de Francisco Pérez Perdomo. Entonces vuelvo al presente y leo en voz alta:

Soy de aquí, usted lo sabe,
aquí nacieron y murieron
mis antepasados,
entre estos cerros
ahora áridos y estos cactus,
entre estos horizontes sostenidos
cada día y para siempre,
cada noche, cada día,
por el baladro de los perros
y los silbatos expiatorios
de un viento fantasma
que no descansa nunca,
aquí vivieron mis antepasados
alimentando historias simples,
entre estos árboles del campo
y estas consejas que a diario invaden
y transitan por mi sangre
viniendo desde lejos,
aquí, entre estos árboles y el viento
y el polvo que aleteaba
en los cortos veranos
por la ingrimitud de estas calles,
aquí, entre los hombres de las lomas
acurrucados en la red de sus días
y clavando en los arcos del espacio
indescifrables miradas, profundas
miradas surgiendo
de una ambigua heredad, de un tiempo
erradicado, sin fronteras,
soy de aquí y usted lo sabe.

Todos lo supimos. Aquellos cerros de Sabana Libre y luego los de Boconó, los de Valera, los túmulos de su memoria, los nombres y apellidos de su herencia. Desde 1948 Caracas supo de sus pasos y de su poesía, de sus estudios en la UCV, de su ejercicio como abogado. Pero sobre todo de su respiración verbal, de sus libros en los que aparecen sus antepasados, su “tiempo erradicado”.

Con este libro el recién desaparecido poeta Pérez Perdomo se busca en el recuerdo, en el pasado de un paisaje lejano, en esta casa de escombros / donde los muertos / detrás de las puertas cerradas, / con sus voces opacas, / se sentaban a conversar / sobre los viejos temas / de la oscura existencia...

El origen, las noches de la infancia, el polvo de aquel país casi extraviado. El poeta se esconde de los fantasmas y aparecidos de sus primeras páginas. Ahora le toca mirarse en él mismo, en el que era, en el que fue. El que tuvo lugar de nacimiento, el que se agacha para recoger tierra y agua, barro de su lar. El ritual de saberse también andino, viento desconocido, sonidos espectrales, sueños, mitos recurrentes.

Y así como comienza, asido a la memoria, termina estas páginas con: “No es para mí la vida / una rigidez geométrica, / una fórmula, una costumbre / rigurosamente aceptada, una página / que se sucede día y noche / con su escritura infinita / y monocorde, / no, la vida es un remolino, / un vértigo de los contrarios / que se producen sin cesar, una / contradicción que se alarga / más allá de sí misma / y me flagela / con sus enormes látigos, / me hunde en el vacío / y luego me rescata / para hundirme de nuevo / en su cerrado círculo de sombras”.

 

Francisco Pérez Perdomo6

Incialmente, Los ritos secretos (1988) llevaba por nombre Los ritos, libro con que Francisco Pérez Perdomo se alza con el premio de la Primera Bienal Nacional de Poesía, auspiciada por la Casa de la Cultura de Falcón. De ese libro se desprenden cuatro partes: “Poemas rurales”, “La adolescencia sentimental”, “La angustia del poeta por la palabra” y “Los poemas introspectivos”. Se trata de un trabajo en el que el autor hace un breve recuento de su vida en el comienzo del poema “Ese es mi nombre”:

Francisco me nombran,
esa es mi gracia
y soy de estos lugares,
nací en esta tierra
llamada tierra de nubes
un día dieciséis de septiembre
de mil novecientos treinta, entre
los árboles, los bosques y un viento
que salía a menudo
de unas vasijas gigantes
y se ponía a dar carreras
por la cercana plaza.
Vine al mundo
escoltado por insectos luminosos,
ardillas y lagartos.

Los ritos... es un libro de iniciación temática. En él el poeta se descubre él. Es él desde su propio nombre. Desde una poesía que lo hace él y lo nombra, lo ubica en un lugar, en su lugar de origen, en la tierra de sus antepasados, en la tierra donde comenzaron los ecos, las voces, los espectros, las sombras, los círculos sombríos.

Con el poema “Ese día” traza el contenido del libro:

Ese día, ese tristísimo día / un huso de marfil / hilaba una red melancólica / y la colgaba / en los patios de las casas. / Suspendidas en una edad / lejana, las lluvias antiguas / traspasaron sus límites / y comenzaron a bajar lentas, menudas, descolgándose / perezosamente / a lo largo de esos hilos / mágicos. / Atormentaban a los huesos. / Abriendo unas puertas cerradas / entraron al mundo / de los sueños de ahora. / Desde unas ventanas grises / y señaladas por los relámpagos / en los sitios más altos / de una pared apenumbrada, / se veía girar el infinito. / Parpadeaban los enigmas del tiempo.

El rito, un extraño tejido de imágenes en el que la lluvia, tan común, es una metáfora invasiva. El texto escalonado, narrativo como la mayoría de los poemas de Pérez Perdomo, da cuenta de la raya donde nada termina. El tiempo —desconocido— destaca como tema en este instante de la creación del poeta nacido en Trujillo.

 

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En la ocasión de haber ganado el premio de la Primera Bienal Nacional de Poesía “Guillermo de León Calles”, el poeta Pérez Perdomo respondió a Miriam Freilich (El Nacional, 21/7/85) acerca de cómo asumía la poesía, lo siguiente:

Ni en el extremo de Breton ni en el de Artaud. Yo escribo con la convicción de que a medida que lo hago me voy descubriendo a mí mismo y a los demás. Entendiéndose un poco a sí mismo, uno va entendiendo mejor a los otros. No se puede escribir por un puro regodeo narcisista. La poesía pura es una aberración. Creo que la poesía sí debe tener una proyección: es el testimonio de un ser humano que necesita comunicar, si no, no publicara.

Con esas palabras ingresa en El sonido de otro tiempo (1991), donde insiste en la búsqueda en un laberinto de sombras. Se busca en el tiempo, en la sonoridad de las horas. En el pasado, en la mirada turbia de personajes extraños. Por eso dice: En esa hora, escuchaba el sonido / de un tiempo que desde lo más profundo / de sus orígenes / con sus voces muertas y consumidas / lo llamaba. Ese llamado siempre estuvo presente en el clima de sus poemas. Invoca el Libro del Pasado, el Libro de las Revelaciones, los revisa, tantea en el “cortejo de los sueños” y “La luna de los muertos lo alumbraba”. Visiones fantasmagóricas, viajes oníricos, miedos colgados de un espejo, voces, “huecos del tiempo”, poltergeist, el tiempo, siempre el tiempo, alucinaciones, desvelos, noches en blanco, la ausencia, el silencio, la soledad, el tiempo nocturno, tinieblas, “el silencio de los astros”, espectros, casas ruinosas. He allí entonces parte de su testimonio, de su vida, del recuento de una existencia, del inventario de imágenes y sueños perturbadores. A través de ellos, el poeta se descubre, se desnuda frente a sí mismo.

 

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Una vez más Octavio Paz ilumina con estas palabras: La revelación es creación. El lenguaje poético revela la condición paradójica del hombre, su “otredad” y así lo lleva a realizar lo que es (...). El acto mediante el cual el hombre se funda y revela a sí mismo es la poesía. En este sentido, el poeta y ensayista mexicano muestra los lados cercanos de la palabra poética y los de la religión. Y si la poesía, como ha dicho Montejo, es la última religión que nos queda, entonces Pérez Perdomo ha asumido con creces esta virtud, ser un poeta basado en la revelación, en el descubrimiento de un mundo que va más allá de la realidad, más allá de lo asible.

Francisco Pérez Perdomo ha creado. Ha forjado con vocablos un paisaje, una forma de vivir y de morir, ha tallado un destino, una fantasía, una poética fantasmagórica, espectral, una paradoja en la que existe un rostro que se mira a través de un espejo. La otredad es, en consecuencia, la poesía porque ella es el reflejo de lo más próximo a la humanidad, al ser, al yo creador y creyente.

Paz precisa que La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida y muerte en un solo instante de incandescencia. El poeta trujillano lo entendió siempre así. Su poesía fue un todo, un discurso que se sostuvo en el mismo tono, en el mismo ritmo, entre la luz y la sombra.

 

9

En 1996 salió a la luz Y también sin espacio, libro en el que nuestro autor insiste en poetizar el tiempo, el entrar y salir de sensaciones, percepciones, irrealidades, paisajes umbrosos del adentro. Persiste la voz, recoge y se recoge, sigue atenta a una forma errante y engañosa (...). Se hacía entonces noche impenetrable / y soplaba un viento de muerte. La oscuridad, la oquedad, el insomnio, el frío, el misterio: Meditaba sobre el tiempo. / Un viento de otro mundo, / lóbrego..., y así, en una especie de poesía negra, medieval por el diccionario de sensaciones que provocan en el lector: martirios, sacrificios, agonías, “horribles espejismos”, “pánico de la noche”, “visiones interiores”, “un ojo ciego y neutro”. En el mismo instante de la creación del poema: A cierta hora de la noche, / frente a la página en blanco / sudoroso cavilaba. Esa acumulación de imágenes destaca la presencia de un personaje cambiante, irreal, doblado por la sombra, doblegado por el miedo. “El huésped sibilino” se calca en los signos del zodíaco, en el azar, en el grito. La casa amortajada. Todo el libro es una secuencia de revelaciones, exigencias de una lectura que sumerge al lector en el agotamiento, toda vez que se trata de una larga agonía, de un ahogo que subvierte los sentidos. Crea un vacío, como leemos en el último poema: Unas voces como letárgicas / lo llaman desde afuera. / Nada escucha. / Busca con desesperación alguna cosa / a la cual aferrarse. / Lo seduce la nada. / Pierde su precaria cabeza / y por el centro de esa ausencia / baja con pasos que pesan como siglos. / No tiene salida. / Está solo. / Se hunde en su propio vacío.

Sin espacio, vacío, solitario, el ser humano es sólo una imagen relatada en el poema.

 

10

¿Qué línea fronteriza se interpone entre el poema y el poeta? ¿Qué otros elementos, aparte de los vacíos y precipicios, constituyen el mundo que Francisco Pérez Perdomo encontró en su soledad poética, entre fantasmas y ruidos nocturnos? La respuesta la encontramos en El límite infinito (1997) donde el autor incorpora a su constante temática la lluvia, la sequía, “los veranos largos”. Así, el Libro de los Abismos, atesorado por el autor de este nuevo título, hace presencia activa en cada uno de los versos que transitan por estas páginas.

Digamos de la imagen de un hombre doblado sobre las hojas de un inmenso volumen. Los cinco sentidos se activan para traer al lector, al espectador de la imagen, olores, sabores, ruidos, sonidos, texturas: la noche cubre el rostro de quien lee en silencio: Se hundía de nuevo en sus abismos / como si inexorable lo arrastrase un sueño / y sucumbía en las aguas de la muerte.

El poema es una representación. Contiene infundios, fábulas, incendios, silencios, gritos, susurros. Pero el poema se niega muchas veces a ser lo que es. El mismo Paz lo ha afirmado. El poema puede desdecirse, negarse, sucumbir a su propia belleza, a “lo que podría ser”. En este sentido, la poesía de Pérez Perdomo es una formulación crítica del lenguaje, en el sentido de negarse a ser parte de la cotidianidad. No es una poesía del diario devenir. Es una poesía muy exclusiva, muy particular, personal, entrañablemente personal. Representación de sí misma, la poesía de este venezolano no activa la lectura, la aprehende desde una verdad provocada por los sentimientos más secretos del autor. ¿No son acaso el misterio, el miedo o el desasosiego síntomas que niegan el curso de la vida cotidiana? La vida es para no tener miedo, para ser cristalina. Quien inventa el misterio, quien lo recrea, es el mismo ser humano. Y si se trata de un poeta, entonces teoriza y se revela desde la sombra, desde lo inesperado. La palabra se hace tradición en una constante, en un poema que es toda la poesía de Pérez Perdomo.

En tal sentido, la primera persona se arriesga a ser lo que el poema quiere que sea: protagonista de un relato que comenzó en el primer libro y que terminó con la muerte del autor.

Veamos:

Me desespero. / Sí, es esencial para mi vida / eso desconocido, / o eso ignorado por mí, / o eso que no alcanzo a comprender. / Me desespero. / Es algo esencial y torturante. / Interrogo el vuelo de las aves. / El árbol de Hermes. / bebo el licor de Fausto. / Busco una cosa en mí que tal vez / nunca podría descifrar. / Esa sombría velada / me torturo. / Vivo en eterno rapto. / Miro al infinito. / Sobre mi cabeza / pasa un soplo helado. / Las lumbraciones de un cielo / oblicuo me miran como Argos. / Saturno me hace señales. / Y también la luna. / Nada, nada me dice nada.

La nada flota en muchos poemas de nuestro autor. La nada como lectura, como síntesis de lo que el futuro le depara al ser humano. Un hueco, el infinito. El otro tema, adherido al infinito, es la eternidad, tan cara a quienes le cantan a la muerte. La nada se nombra y luego se borra en la misma palabra. El poema es una tentación. Un intento. El poema a veces no existe.

A gatas,
la mano sigilosa de la muerte
penetra por los postigos de la ventana
y de súbito rapta mi lugar...

¿Cuántas muertes visitaron al poeta Pérez Perdomo? ¿Por qué esa obsesión, ese ritornello, ese ir y venir al rostro huesudo de la muerte? ¿Qué determinó a este hombre a seguir ese camino tan diferente al transitado por sus compañeros de generación?

En un ensayo publicado en la revista Imagen con la firma de Javier Lasarte, titulado “Posible resplandor que apenas es (La poesía de la promoción del 60 en esta década)”, el autor afirma: “Algunos modifican sus poéticas —Cadenas, Acosta Bello, Pérez Perdomo—, otros continúan su trabajo anterior y otros sencillamente desaparecen...”. Resulta forzado admitir que Pérez Perdomo haya cambiado su poética. Desde su primer trabajo hasta la última hoja que lo agobió, el poeta trujillano fue fiel a su temática. A su poética. Se mantuvo en sus letras, que no el caso de Rafael Cadenas, de quien no se puede decir que es el mismo de “Derrota” en comparación con sus últimos libros. El gran poeta larense vertebró una poética, la ramificó, la multiplicó: la hizo unidad al final, con la madurez. Un encuentro con la voz más despojada.

Pérez Perdomo no dejó de habitar la misma casa, donde los huéspedes nocturnos lo acompañaron siempre. Jamás dejó la casa del poema en el que se encontró con sus moradores y sus costumbres. En el poema que cierra El límite infinito está la prueba:

En las noches de insomnio
a menudo solía ponerme a recordar.
Los recuerdos me llevaban entonces
por remotos lugares.
Al pie de un cerro,
la casa vieja y misteriosa.
(...)
Un vapor de azufre flotaba entre los aires.
Velada, entraba la noche.
En ese instante el ritual comenzaba.

He allí el mismo poema, la misma casa en ruinas, los ojos del niño que velaba el miedo y sus asuntos. Temática y poética. Los ojos del poeta adulto, atrapado por esas imágenes que no lo dejaron tranquilo hasta hacer del poema cuerpo de su aliento, de su desaliento.

En la entrevista con Miriam Freilich, el poeta llegó a decir que Ya pertenecía al grupo “Sardio” que se reunía en los bares y cafeterías de El Silencio y el centro de Caracas a conversar sobre literatura y política. Lo divino y lo humano. Es decir, de todo, pero negó en ese mismo momento que hayan sido iconoclastas. Ellos admiraban a Ramos Sucre, a los poetas del grupo “Viernes”, y en la revista publicó Mariano Picón Salas un capítulo de Regreso de tres mundos, dejó dicho la periodista.

Es decir, es de imaginar que también confrontaban sus textos. ¿Cómo sentir los leídos por Pérez Perdomo frente a los subrayados por algún otro miembro del grupo que tocara lo social, lo político, lo ideológico?

Aquellos eran años revueltos, convulsos, años duros. Política y militarmente peligrosos, como estos de ahora. El autor de Huéspedes nocturnos, como él mismo confesara, era seguidor de Ramos Sucre y Michaux. La realidad cotidiana quedó anclada en la mirada, no en la conciencia. La voz del cumanés insomne pudo más que los disparos, las piedras y las arengas callejeras de ciertos factores en los que militaban muchos poetas y escritores.

 

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Tres momentos para seguir adelante

El poeta necesita afirmarse diferencialmente, aunque él no lo quiera, para llegar a su obra, porque su obra es algo diferente. Pero la magia de la literatura está en que ese ahincamiento diferenciador, ese apartarse, quedarse solo, aparentemente orgulloso y altivo, son requisitos para un hacer: el poema, y el poema nacido en el apartamiento revertirá luego a todos, irá hacia ellos, convirtiéndose en fuerza unitiva entre los hombres que los revele simpatía, coincidencias; en suma, su comunidad en ser humanos (Posición del poeta, Pedro Salinas).

El poeta encuentra o hereda una lengua familiar que la misma tradición poética ha enriquecido de nuevos sentidos y acentos. Sobre este presupuesto ineliminable, él ejerce su elaboración poética. Ninguna palabra nace del vacío sino que deriva y se apoya sobre la vida que la ha precedido y que, sin embargo, se ha expresado en su propia forma. Ellas nos llegan con el resabio de arcanos aromas que son el sentido de su antigüedad, el prestigio de su nobleza (El lenguaje del poeta, Gherardo Marone).

No digo el idioma, sino su idioma porque para el escritor no existe otro. El idioma ha de ser su idioma, su propio idioma, instrumento ineludible de su expresión. Sin su idioma le será imposible realizar una obra genuina. Sin él no podría existir su expresión literaria. Pero el idioma, con ser realidad humana, creación exclusiva del hombre, posee características que, en conjunto, determinan su naturaleza, su fisonomía y su valor intransferible (Idioma del escritor, Ermilo Abreu Gómez).

Francisco Pérez Perdomo supo diferenciarse. Llegó a su obra tomado de la mano con sus fantasmas, con los inasibles personajes de su imaginación. Se hizo a un lado: mientras muchos le cantaban a la realidad circundante, él se adentró en sus miedos, en sus silencios, en el mutismo de una personalidad poco frecuente. Era su propio huésped dominado por una lengua heredada de sus antepasados, quienes lo engendraron en casas donde las voces del pasado quedaron adheridas a las paredes, a la ruina del tiempo. Por eso la poesía de Pérez Perdomo es una poesía antigua pero vital. Una poesía noble por lo humanamente sombría. Pero también es una poesía extrasensorial, amigada con lo extraño, con lo fantasmalmente ambulante, vertida en un idioma personal, exclusivo. En su idioma.

 

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En La casa de la noche (2001) habitan los mismos fantasmas. Los mismos personajes de esta puesta en escena poética y vital. Se trata de un enclave de ensoñación, lugar donde la vigilia y el sueño develan los terrores nocturnos, los mismos que contienen todas las casas por donde el poeta ha pasado. ¿Será la misma casa, el mismo sitio en el que han quedado ancladas las voces de la memoria, del recuerdo, la misma estancia donde aullaban los espectros del huracán?

Obsesionado por la sombra, el personaje que se agita en el poema enfrenta la noche y la interroga, la afirma y la niega, la dibuja y la nombra. La sintaxis del miedo encuentra nombre en el silencio. Pero más allá de descifrar con palabras, lo hacía con la mirada turbia, negadora, con la conciencia: No lo dejaban ver sus abismos. / Se ocultaba en sus profundidades / y de tiempo en tiempo salía / para buscar sus mismos / pensamientos...

El que habla, más allá del poeta que moldea las imágenes, vive prisionero en una habitación. En todos los libros de Francisco Pérez Perdomo hay un sujeto que vive, respira, se agita y muere en una habitación fría, llena de sombras y presencias extrañas. Es decir, la casa es un sitio, un solo sitio. La casa vive en la habitación, en la cama con los fantasmas que suelen visitar a quien la habita.

En las profundidades / del silencio, inmóvil, / siempre turnaba mi reposo / el trote insomne de la bestia. / Era un caballo negro / y desbocado que incansable / subía y bajaba por la calle. / Me asomaba a la puerta / para verlo pasar. / Pringoso el pelo, / el caballo resoplaba. / Sobre él iba un jinete / sin cabeza y enlutado / cuyo nombre / era el mismo de la muerte...

Imagen infantil de la historia, el mito del jinete sin cabeza. Imagen de películas, de novelas de terror, de miedos insuperados. En el que relata hay un personaje que no ha logrado salir de la casa donde la puerta evita la huida.

Pero la casa también es habitada por fantasmas alados, pájaros nocturnos, huéspedes del aire que circulan y se cuelgan del techo. Vampiros, animales sordos y oscuros, la metamorfosis de seres que no encuentran otro lugar dónde seguir muriendo. Los pájaros de la muerte / en los caballetes / de la vieja casa / se colgaban, crispantes...

Este libro negro de Francisco Pérez Perdomo es un recuento de sensaciones en el que no dejan de aparecer quienes le han dado vida a su poesía. El carácter campesino de sus imágenes se establece claramente en “Ruralías”, poema en el que la comarca contiene los mismos personajes que han emergido de las casas, de todas las casas donde han estado las vigilias y ensoñaciones de sus personajes.

Adusto el entrecejo / oculto a medias por los velos / de una neblina escalofriante, / puntiaguda, el hombre, / puesto de pie, meditabundo, / frente a él contemplaba ahora / las salvajes comarcas (...) Desde lo alto del ventanal / de aquella vieja casa, / impasible, largos los ojos, / el hombre recorría los campos...

El final siempre será la muerte. O su nombre. La casa será su contenido. El campo el escape, la mirada larga, extendida, pesarosa. El poema, relato que se cuenta desde él mismo, se agota en la misma voz que lo nombra, que lo anula y lo alimenta, que lo construye. La muerte es el silencio.

La casa de la noche es la metáfora de toda la obra de Francisco Pérez Perdomo. Es la última morada de sus inquietudes, de sus pesadillas, de sus sueños. Allá quedaron los huéspedes nocturnos, solitarios, asomados a un paisaje que ya no existe, que se hunde en el vacío.

 

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Desde Trujillo, desde las páginas del Diario Los Andes (2/12/2007), Pedro Cuartín da cuenta del título Con los ojos muy largos (2006), libro que recoge 25 poemas, de los cuales 20 ya habían sido publicados en páginas anteriores. Un largo ensayo del mencionado escritor estudia esa aventura final de Francisco Pérez Perdomo. Recogemos un segmento para ilustrar la última voz de quien acaba de sustraerse y hacerse parte de otro mundo.

El poema se confunde con el ensayo porque transmite ideas sueltas y concentradas en el símbolo representativo de la poesía primigenia y anunciadora de la fusión de los contrarios: la vida y la muerte (...). El texto se confunde con el ensayo en cuanto a la forma de explicar con transparencia las acciones de un suceso mitológico.

En efecto, en muchos textos de Pérez Perdomo la referencia griega está presente, viva. Cada referente revela la búsqueda permanente de una voz que nunca abandonó la vieja casa de la poesía, la antigua ruina del miedo, el señorío y protagonismo de personajes de la mitología, la majestad de las sombras, el roce de los huéspedes nocturnos, el saludo de los espectros, el cansancio de la vigilia, la sequía de la duermevela, la permanencia de la ensoñación. El mito se convierte en algo personal, en una lucha del yo, en un permanente forcejeo con referentes que creíamos superados. La cultura, entonces, retorna a la intimidad de quien vive acosado por él mismo.

Octavio Paz, de nuevo llega en nuestro auxilio, dejó para la posteridad estas palabras:

El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo —sin excluirse a él mismo— en entredicho.

¿Qué fue lo que hizo Pérez Perdomo? Mientras su generación tomaba por asalto calles y callejones, paisajes y experimentos, el poeta de los Huéspedes nocturnos se dedicó a habitar la casa de la noche. Nunca salió de ella. La vivió, la respiró, hasta que dejó de ser en brazos de sus propios poemas.

 

Coda

Que sea Guillermo Sucre quien cierre este trabajo:

Hay poetas cuya obra entera es el desarrollo de un tema central, aun más, todos sus libros son uno solo; todos sus poemas, un único gran poema, que nunca concluye. El tiempo pasa, la historia cambia vertiginosamente y a lo mejor lo que ellos buscaban se ha vuelto ya anacrónico: no importa, siguen escribiendo sobre y desde la misma intuición inicial. Esta reiteración no es simple repetición y parece estar muy lejos de la monotonía o de la penuria; muchas veces son poetas torrenciales. Se trata de una intensidad que nunca se sacia, el continuo deseo. Es, igualmente, la secreta pasión de lo uno en lo diverso: la obra se expande hacia el mundo y, no obstante, siempre refluye sobre sí misma (La máscara, la transparencia, pág. 413).