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A Mercedes Acosta, en memoria:

Un día me preguntaste: ¿Cómo hacés para sobrellevar
lo que te habita?
Yo no supe qué responderte. Hoy siento
que eso que me habita —y que no sé cómo llamarlo— se abre
paso a través de mí, gana espacios, me derrota.

Octubre 18, 2012.

No duerme; el mundo le es ajeno...

No duerme; el mundo le es ajeno,
acechante. En la palma de una mano,
un laico estigma; en la palma
de la otra mano, una piedra pómez,
único residuo de un antiguo,
inexplicado desastre. En oscuridad,
cada pregunta vale menos
que un montón de ceniza;
si hubiese ahora carne
de otro cuerpo junto a la carne de su cuerpo,
si ese cuerpo fuera como una extensión
del suyo, ¿arrimaría calma
la labor del arduo obrero nocturno,
el que golpea con su pico
la dura piedra de lo más profundo?

 

¿En manos de quiénes? El cielo...

¿En manos de quiénes? El cielo
se agrisa al tocar la tierra;
el tallo se dobla bajo el peso del aire;
¿y el agua? ¿y el fuego?
Hacia lo oscuro y espeso.
Hacia el número fijo, clavado
al muro con clavo de bronce.
Hacia la madriguera del tigre
y su garra curva a la que nada logra limar.
¿Ante qué ojo, qué sombra?
Lo desnudan. Le revisan la entraña.
Interrogan a su hez, su orina.
En ningún momento le preguntan
cómo se llama, dónde vive.

 

Pude alcanzarla, al menos...

Pude alcanzarla, al menos
por un momento, para mirarla a los ojos;
no lo hice: me conformé apenas
con una desleída memoria,
impregnada de lejía,
de agua enturbiada y lenta hacia el albañal.
¿Y ahora? Siento que de lo que arde
se separa una parte de su arder,
la plomada se desvía
un grado antes de tocar el suelo.
Hay, en todo, una nota en discordia,
una fuerza en repliegue,
algo que en vez de ascender
acaba siempre, al final de la jornada,
junto a despojos, resacas...
La ocasión no se renueva,
otra es la hora como otro el mundo;
lo vasto se hace diminuto,
la limpia orilla se cubre de guijarros
y lastima el pie a cada paso.
¿Qué claridad ahora no es de fósforo frotado,
luz que, fugazmente,
en cualquier pedazo de botella se refleja?

 

Apenas esbozada, en un papel...

Apenas esbozada, en un papel
que el viento no demoró en llevarse,
en una tela expuesta a la lluvia;
en una música de flauta de afilador
que se alejó calle abajo,
en el vapor. Así de fugaz,
así el destino que le reservaron las olas,
las horas, las tardes:
un relámpago por el ojo de una aguja
entre oscuridad y oscuridad.
Cómo abrazar a lo que dura
apenas un momento,
se retira, se hunde,
cae sin demora
hasta un fondo sin fondo,
se emparenta con formas abisales
a las que una fuerza
arrastra y achata;
cómo darle un nombre
a lo que no sobrevive
bajo el sol, al aire,
y, entonces, no me pertenece,
se vuelve hija de otro padre,
inhumano y nocturno,
sin pecho, ni frente, ni espalda.

 

Estuvo, estoy; tal vez estemos...

‘Tis Dying —I am doing— but
I’m
not afraid to know

E.D.
692, c. 1863.

Estuvo, estoy; tal vez estemos
en cuartos contiguos, incluso
haya una puerta entre uno y otro,
una puerta nocturna
que, tal vez, se abrirá
cuando tengamos, al unísono, el mismo sueño.
Pero, ¿le es necesario el sueño
ahora que la adorna una gracia alta
que mis ojos no pueden ni vislumbrar?
Ella en un continuo instante
que no necesita luz
para enhebrar el hilo en la aguja;
yo en una sucesión de instantes
que necesitan siempre luz
para calzar, no sin dificultad, el zapato.

 

Llora ante las ropas dispersas...

Llora ante las ropas dispersas,
los libros diseminados, las paredes despintadas;
¿por qué?—se dice a sí misma
mientras, del otro lado del mundo,
cada ola aporta su cuota de resaca,
la deposita en la orilla.
Se desgasta la acotada órbita,
hora tras hora, y, antes de lo pensado,
caerá la última señal
sobre el pedregal, la arena;
¿por qué al revés el sueño,
la irrupción del tornado
en donde debiera soplar la brisa,
el súbito arder de la sílaba
salida por desolación
de la punta de la lengua?
Adelante, el declive, el desmoronamiento,
el latir veloz de un corazón de bovino
ante el abismo que se inaugura,
el alto precio por cualquier baratija,
la postrera charca bajo un sol etíope.
Ni asilo, ni ebriedad, ni resplandecer.

 

Le preguntó a la rama que roza el agua...

Le preguntó a la rama que roza el agua,
a la claridad primera, y también a la última,
al tosco grabado, a la pared despintada,
al zapato abandonado en un patio,
a la nube que semeja un corazón,
al ojo del caballo, a la escama del pez,
al vidrio, al grosor de un libro,
a lo profundo del pozo,
al barco de papel, a las venas del propio brazo,
al líquido que hierve, a la tarde que concluye,
al guijarro, a la esponja,
a cualquier sombra, a una acequia,
al original, al duplicado,
al tiempo, ese cuchillo,
al jaspe, el ámbar, al jardín de noctilucas...
Les preguntó por la verdad.
Al cabo de tanto preguntar,
obtuvo una única respuesta: el insomnio.

 

Hubo temor a la propia mano...

Hubo temor a la propia mano,
al propio rostro en el espejo;
de un largo hilo ovillado
nació de pronto un dios
cuyo primer mandato fue cerrar
el único camino hacia el océano.
En vez de vida, la muerte
en cada sílaba, en cada pasaje,
un suplicio. Y
el galló señaló desde lo alto del poste
la cercanía de la noche;
se entornó la puerta,
la mujer negó siete veces su boca
y el beso, al ser sólo anhelo,
se convirtió en mordedura.
Quien detuvo al sol
subió el telón, no sin antes desgarrarlo:
principió para nosotros la danza, sí,
pero cada paso, muela que muele en el vacío,
cada figura, pasaje sin alcance ni significado.

 

Pero en qué lugar encontrar piedad...

Pero en qué lugar encontrar piedad
para el fruto caído de la rama
en el barro del camino,
para el reloj detenido a la una y cuarto,
para la última reserva de pan
antes de la lluvia de las cenizas;
tal vez no donde pensamos,
no donde nos enseñaron,
quizás en el viento que, indeciso,
agita tanto una hoja como una cortina,
un vestido, una hierba olvidada,
quizás en el único carbón
que no ardió anoche en el hogar.
O en un papel con una cuenta
escrita con tinta dejado sobre la mesa.
Ahora recuerdo que nada abriga,
en la lluvia, a la piedra
y que sólo en el sueño del alquimista
el dragón envuelve a la mujer desnuda;
el que viaja puede caer,
fulminado por el rayo,
el mismo capaz de quemar al árbol
e incendiar los trigales.
¿Y si esa supuesta piedad no existiese
y todo fuera desnudez e intemperie,
un animal solitario y descentrado
aullando en donde siempre anochece?

 

No sé si ríe todavía, o aún al menos respira...

No sé si ríe todavía, o aún al menos respira,
al cabo de calmas y tormentas, de años:
aquí, ahora, para fijar su nombre
si no en la piedra, en el agua quieta,
un gesto, una mano levantada detrás del ligustro
a la que responde, del otro lado,
un ave mínima y blanca, que aletea.
Sí, la vía se abisma,
el camino se torna, enseguida, abrupto;
pero debo andar, a pie descalzo,
hacia el sueño que la sueña
y allí, lo no vencido por el tiempo,
de ella, la tan querida, mezcla de miel y ceniza,
en plena madrugada me consuela.

 

Ouse

Mrs. Woolf is presumed to be dead. She went for a walk last Friday, leaving a letter behind, and it is thought she has been drowned. Her body, however, has not been recovered.

(Leonard Woolf, New York Times, 3 de abril de 1941)

¿Qué hallará al final del descenso?
Allá, al fondo, criaturas chatas y voraces,
en sus bocas sin lengua, dientes sobre dientes.
El río es uno y cuatro, como en el Paraíso,
pero uno y sólo uno
es el que la lleva hacia el fondo,
indiferenciada de restos de hierbas,
fango, polen, un sombrero roto,
un trozo de madera.
Vestida de franela,
de pie o cabeza para abajo,
la muerden, le desgarran vestido y carne,
la sangran, la adelgazan.
¿Libre por fin de voces? Sí.
Pero, ¿por qué para ella
nada más ese recurso último,
ese modo de pago, tan costoso?

 

Cuanto hubo perdió su lengua y garganta...

Cuanto hubo perdió lengua y garganta
y es polvo que flota, musgo
que pierde adherencia en los muros;
cuanto hay tiembla como una llama,
no se atreve a infiltrarse en el ámbar
que envuelve como a un insecto
la necesaria porción de belleza;
te amo —dice— el mundo
exhibe cuerno y colmillo,
atiende cada pregunta
desde un despacho estrecho y oscuro;
el paño frío no mitiga la fiebre
porque la fiebre huyó de la frente
y se concentra donde no puede ser alcanzada;
el cometa cae sobre una terraza:
se oxida el vino en su cripta,
quien lo bebe dice:
por favor, tu mirada lunar en el día,
tu mirada solar en la noche.