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Nada más que tus cosas

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Me despierto y te busco. En el olor a café fuerte que llega hasta mi cama. El sueño se aleja y me doy cuenta de que ya no estás aquí, aunque apenas ayer te apreté contra mí por un impulso último, inútil, de retenerte. Oigo la música del radio cuando mi madre me alcanza la tacita de café. No me ha sido posible quitarle esa costumbre. Me levanto. Ya pronto tú serás un recuerdo. Un recuerdo que siempre llegará hasta mí como una gota de ternura. Pero sólo eso...

Nos conocimos en la escuela. Tropecé con ella a la entrada del laboratorio. Tenía un pomo en las manos con un líquido oscuro que se le derramó y le echó a perder la saya.

—Perdone.

Me miró con rabia y siguió su camino sin decirme una palabra. La seguí con los ojos hasta que dobló por el pasillo. Enseguida averigüé quién era, en qué grupo estaba, todo lo que pude. Esa misma tarde, a la hora de salida, la busqué.

Ahora me contarás en la primera carta desde el aeropuerto de Barajas cómo te sentiste ajena en ese espacio frío y atractivo del avión, cómo te sonreíste, nerviosa, con la cara pegada al cristal doble de la ventanilla, y cómo después, desde el cielo de nadie, los pedazos de hormigón se hicieron manchas en tus ojos desde una superficie que se te alejaba demasiado rápido. Me contarás cómo mirabas desde la ventanilla del Iberia tan cómodo, lujoso, moderno, el saloncito donde esperaste a última hora, los cristales de la cafetería donde te comiste la última merienda, las cosas que ya no ibas a ver más. Lo que pensaste cuando la azafata española se acercó a tu asiento y te entregó un bolígrafo, un sobre y unas hojas de papel con el timbre de Iberia, cortesía de la empresa. Escribir, escribir enseguida. Escribir, mientras te sonreías y se te salían las lágrimas...

Comencé a acercarme a ella.

—¿Todavía está enojada?

—Ya no... pero figúrese, esa saya estaba acabadita de lavar.

—Sí, claro. Yo me hubiera puesto furioso también.

—Bueno, con permiso.

Por fin logré que sonriera y se olvidara del mal rato. Pero no me fue fácil porque me esquivaba cada vez que podía. Después supe que esquivaba a todo el mundo. Al cabo de un par de semanas ya conversábamos todos los días en el patio de la escuela. Me dijo que era santiaguera desde hacía diez y siete años. Una tarde nos fuimos a tomar helados. Me dijo que lo único que hacía, además de venir a la escuela y estudiar, era ir al cine con algunas amigas.

—Y a veces a la playa.

—Bueno, pues en lo adelante no vas a ir más al cine ni a la playa con esas amigas.

—¿Y se puede saber por qué?

—Pues... porque en lo adelante vas a ir conmigo.

Pero de la sorpresa pasó a la sonrisa. “Qué atrevido eres”, me dijo, riéndose. Entonces todo aquello era hermoso.

¿Te acuerdas que una vez me dijiste que tú no eras libre porque no podías hacer todo lo que querías y yo te dije, ingenuo como siempre, que cuando se hace lo que se cree que se debe hacer se es realmente libre? Ahora recuerdo los nombres, los lugares, las nuevas caras que conocíamos en el reparto Sueño, cerca de tu casa, a la que nunca me invitaste, nuestras conversaciones en las cuales las ideas se transformaban en el curso violento de los días que vivíamos, que aunque tú lo intentaras, no podías apartarte de ellos. “¡Oh, libertad, cuántos huyen de ti, buscándote!”. “¿Quién dijo eso?”, me preguntaste aquella vez. Pero no, tú sentías que a ti te llamaba la civilización occidental, que en tus oídos resonaban los nombres de Harvard, de Oxford, de Sorbonne, mientras yo te hablaba, muy bajito, pegado a tu oído, del “verde y verde, / azul y azul, / palma y palma bajo el cielo” que llegaste a confesarme que “me gusta mucho ese poema”. Santiago palpitaba rodeándonos como una madre cariñosa y alerta. ¿Quién tenía razón? Apenas ahora me acuerdo y las palabras me suenan tan ajenas como si no las hubiéramos pronunciado nosotros. ¡La verdad! ¡Quién pudiera encontrarla algún día!...

Me costó mucho trabajo convencerla para ir a la playa.

—Ya te he hablado de mami, ya te he dicho cómo es.

—Me lo has dicho, pero tu mamá tiene que comprender que algún día tendrás que salir sola, ¿no?

—Mami no comprende nada. Imagínate hasta qué punto llega mami que cuando yo voy a salir de noche con alguna amiga, con alguna amiga de su entera confianza, ¿oíste?... pues, esa amiga es la que tiene que ir a mi casa a recogerme y aguantarle el sermón. Y no le digas nada porque te come.

—No sé... pero yo creo que si hicieras un esfuerzo...

Era la playa que quedaba más lejos: cincuenta kilómetros por el litoral, al oeste de Santiago. El mar siempre a la izquierda, a la derecha las montañas de la Sierra Maestra. La escogí por eso mismo, pero además porque me gustaba su arena tan limpia y a esa playa no iba mucha gente. Un poco de soledad nos convenía, pensaba. Todavía cuando regresábamos a la ciudad me resonaban sus primeras palabras de aquel día: “Es la primera vez que me escapo, ¿comprendes?, tengo que estar en la casa a la hora del almuerzo”. Pero a pesar de las preocupaciones, del nerviosismo, de las miradas constantes al reloj guardado en la bolsita, en la arena, cuando llegamos a Santiago eran más de las dos de la tarde.

Encuentro esos recuerdos en tu cuarto, entre pomitos de perfume, hilo de coser, algunos ganchitos de pelo, un creyón de labios, centímetros desenrollados, dos sandalias muy usadas, una toalla blanca y una astilla de jabón en la ventana. Y en la mesita de caoba aquel despertador pequeño que marca todavía su tic tac monótono. Las últimas cosas que tuviste en las manos, en este mismo cuarto, en esta misma casa ahora vacía que todavía no tiene la nostalgia de tu risa, de tus manías, de tus prendas, de tus secretos íntimos. Ahora, dentro de unos días, cuando te acostumbres a caminar por otras calles, pasearás por la Puerta del Sol y yo descansaré en la Plaza de Dolores, te asombrarás de las vidrieras llenas de rarezas mientras yo registre librerías y estanquillos, correrás por la Gran Vía cuando yo atraviese el parque Céspedes para esperar el ómnibus, entrarás en esas tiendas grandes llenas de tantas cosas que no podrás comprar, pero que soñarás que un día quizás puedas comprar. Y gritarás, eufórica. Y en cada nuevo amanecer de tu cuarto serán menos las imágenes de esta ciudad de ensueño...

Después, casi todas las tardes nos íbamos al cine, a la Alameda a sentarnos en un banquito roto a mirar los marineros sin camisa que cargaban cajas o manipulaban sogas y herramientas en los barcos anclados en el puerto. A veces comentábamos una película, pero nunca nos poníamos de acuerdo. Otras veces llegábamos a La Granjita y nos quedábamos allí estudiando. Yo la repasaba en Matemáticas, me acordaba de los ejercicios que tres años antes había practicado cuando comencé mis estudios en aquella escuela donde ella recién comenzaba. Allí en La Granjita me lo dijo, una tarde de mucho calor.

—Mira, después de andar contigo para arriba y para abajo el tiempo no me rinde. Estudio poco, no ayudo casi nada a mami en las cosas de la casa, un desastre. No sé lo que me pasa. A veces pienso que... no sé... no sé por qué tenemos que matarnos tanto, y por gusto.

—Bueno, pero... ahora estamos estudiando, ¿no?

—Estamos estudiando, sí... pero tú sabes cómo terminamos siempre. Pero no es eso. Mira, yo me he puesto a pensar en serio en todas estas cosas: una estudia y estudia, y se sacrifica, y se mata, y... no sé, creo que no vale la pena.

—Yo creo que sí, que sí la vale.

—Yo creo que no. Pero bueno... tú sabes que aquel día de la playa, la primera vez que fuimos, ¿te acuerdas? Ah, no te lo había contado. Tú sabes que mami me dijo horrores, pero horrores. Me pasé toda la tarde en mi cuarto, llorando como una criatura, por las cosas que mami me dijo.

—Cosas de las madres. Todas las madres son así. Además, era la primera vez que te escapabas, tú misma me lo dijiste, ¿no?

—Tú no conoces a mi mamá, no te la puedes imaginar.

—Pues créeme que me gustaría conocerla.

—Quiero decirte algo —hizo una pausa, se quedó callada y me miró fijamente—. Algo que te va a sorprender. No, espérate. He tratado de no hablarte de eso, pero ya no lo puedo demorar por más tiempo.

—Suéltalo, a lo mejor no me sorprendo.

—Pues... la cosa es que... mi familia se va del país.

—¿Quieres decir... tus padres?

—Claro. Mis padres, mi hermano, mi tía, y...

—¡Y tú!

No demoró mucho en contestarme. Tenía que irse con ellos, naturalmente. Ya yo lo sabía, lo había oído comentar en la escuela, pero nunca le había hablado de eso. Me quedé mirando el merendero de La Granjita, donde había otra pareja acariciándose discretamente, los árboles, los bancos vacíos. Recogí los cuadernos y ella se dio cuenta de que las palabras en aquel momento eran inútiles. Nos fuimos, caminando muy despacio, separados. Cuando estuvimos cerca de su casa se me quedó mirando, sin pronunciar una palabra. En sus ojos no había una lágrima.

En Madrid amanece seis horas antes que en Santiago. Tú estarás en tu primer piso ibérico, quizás mañana mismo, quitándote la ropa de la calle, dispuesta a dormir otra noche de otro meridiano, mientras yo salgo de mi casa cuando aún no se encienden las bombillas en los postes de los parques. Entonces, con el aire frío y los árboles sin hojas de parques desconocidos, con tu pelo deshebrado en ese aire que te oprimirá y hará mover tu encía y hará que tu cuerpo busque el calor de otro cuerpo, la distancia será palabra muda, una exclamación pueril, tal vez romántica, un aire tibio que se mete entre las ramas de los árboles y arrastra muchas hojas por los adoquines de cualquier calle vieja parecida a estas calles que no recordarás seguramente...

—Desde aquí se ve la ciudad como si se estuviera hundiendo en la bahía. Qué curioso.

—Sí, es curioso. Está como metida en un hueco o algo así, ¿no? Estábamos en el murito, frente al Museo de la Lucha Clandestina, en pleno barrio Tivolí, típico y pintoresco. La había llevado allí para que viera cosas, pero cuando salimos del museo no hizo ningún comentario.

—Dicen que por eso hace tanto calor.

—No, no es por eso. El calor de Santiago lo tiene su gente.

—Se te sale el poeta, dondequiera que estés.

Se reía, se reía mucho, pero en el fondo ella también amaba la ciudad.

—Tú no sabes lo que es querer un lugar y tener que dejarlo.

Me lo dijo muy seria, volviéndose hacia mí. Casi no había nubes. El cielo de metal caía suave, transparente, sobre la bahía. Unos niños se acercaron. Corrían detrás de otro niño, pequeñito, que le había quitado la carpeta a alguno de ellos. La miré. Acaricié su pelo largo. Mis ojos buscaron otra vez la bahía, allá abajo, el movimiento de punticos que se hacían difusos con el resplandor, y aquí arriba los niños que retozaban en el callejón. Nos llegaba una música que siempre se escucha desde algún balcón abierto. Desde el puerto escapó como un relámpago la sirena de un barco. Entonces la besé, furiosamente, como se besa a alguien que se quiere y que se sabe que no va a besarse más.

Me escribirás desde Madrid y me dirás que el frío no te impide oler las flores de El Retiro, ni saborear las fabadas de El Greco, ni admirar con tus nuevos amigos la majestuosidad de El Escorial. Y cuando el frío sea algún recuerdo perpetuado en fotos, te irás a las piscinas de los pobres a ponerte la piel como si te la hubiera calentado el sol de Siboney. Para entonces ya no soñarás con el Puerto Boniato o Punta Gorda o Juraguá. El Morro no será una vista fija en algún proyector que te compres. La Granjita saltará en tu memoria cuando te escriba alguna amiga de luna de miel. Y las calles de Santiago no serán capaces de sacarte ni un solo sollozo. Qué guapa lucirás entonces, posando para una nueva foto, con tu gorrito y tu sonrisa abriéndose en la Puerta de Alcalá, y con un gramo de nostalgia que salió de tus ojos cuando te acercabas al Mediterráneo por primera vez, a punto de brotar de tus entrañas convertido en risa. Qué guapa lucirás en la semana santa de Sevilla, con diez mil velas encendidas quemando la noche de la fiesta brava, en la Alhambra de las cuerdas morunas, con el colorido andaluz que verás como un mito, en los piropos que se llevan las españolitas que pasean su gracia morena en las verbenas de Valencia, de Jaén, de La Coruña, con el vinillo de Jerez y la viuda de Wenceslao Monerris y los turrones de almendra de Jijona y los litros de aceite de oliva, calidad suprema. Qué guapa y qué joven... ¡y qué sola! lucirás en España...

Pero la vida la tiene todavía. No ha perdido su olor ni su color ni su sabor a carnaval con chivo y con cerveza fría y el vapor de la conga y la corneta china arrollando en la anchura de Trocha. En cada prenda que dejó se palpa alguna instancia suya y en cada lugar donde ella estuvo alguien se acuerda de sus ojos. Repaso sus imágenes, porque ahora me doy cuenta de que la nostalgia se puede someter y que ya pronto ella será un recuerdo, un recuerdo que siempre llegará hasta mí como una gota de ternura. Pero sólo eso.