Letras
Vida en martes

Comparte este contenido con tus amigos

Al final del callejón donde la hierba crecida abrazaba las esquinas, Celso se bajó del carro y caminó media cuadra hacia la orilla del río. Su primera impresión del lugar fue la de no estar seguro de hallarse en el sitio correcto. Aunque, mirándolo bien, aquello se daba un aire a lo que su amigo Román le había descrito en la anécdota sobre el día en que él y su padre vieron pasar un platillo mientras pescaban allí. Qué alegórico, pensó Celso, al ver la desolación del paisaje a la orilla del río: la arena sucia, el detrito, el muelle de tablas podridas, el musgo de los pilotes, el casco de una barcaza oxidándose a la intemperie como el fósil de un monstruo marino. Mirando el río abstraído con las manos en los bolsillos, Celso se quedó pensando en lo que su amigo juraba haber presenciado allí, tratando de imaginarse por un momento las caras que pusieron aquél y su padre cuando vieron el platillo volador pasar a lo lejos: las siluetas del niño y del hombre recortadas contra el fondo crepuscular de la tarde; sus pies descalzos y húmedos balanceándose al borde del muelle; las dos varas paralelas rozando la superficie; el rumor del agua lamiendo el musgo de los pilotes; el rostro abismado del niño alzando la vista de pronto para ver la estela de luz que surca el cielo y se hunde en diagonal hacia el horizonte como una estrella escindiéndose de la noche sideral; su voz pequeña y aguda preguntando, “Papá, ¿qué es eso?”; el silencio expresivo del hombre, la súbita exclamación de sus ojos contemplando sin parpadear el objeto que atraviesa el firmamento volando en cámara lenta sin ser identificado.

 

Tres muchachos que charlaban y fumaban en la esquina se volvieron a mirarla cuando ella llegó y se sentó sola en un banco del parque. Le gustaba llegar siempre muy temprano a aquellas citas: por si cambiaba de idea tener tiempo de escabullirse o de dar el esquinazo, en el peor de los casos. Sabía, por experiencia, que esa era la mejor forma de ahorrarse el mal rato de un fiasco. Las fotos en los perfiles del portal para solteros —donde ella pasaba horas chateando con desconocidos hasta después de la medianoche— no siempre estaban al día. Las apariencias engañan, pensó mientras recordaba que la foto que ella misma tenía puesta en su perfil había sido tomada unas cuantas primaveras antes de que el padre del niño la abandonara a su suerte por la hija de un vecino. “No eres tú, es la rutina lo que me tiene cansado”, le había dicho el muy cabrón cuando ella llegó del trabajo y lo encontró recogiendo sus cosas en una maleta. “A rey muerto, rey puesto”, “Mejor sola que mal acompañada”, “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, le dijeron sus colegas indignadas al día siguiente cuando una de ellas la oyó sollozando en el cuarto de baño.

Fue esa misma, Ana María, quien la puso al tanto de todo lo que estaba aconteciendo en el maravilloso mundo de las redes sociales virtuales; de cómo las madres solteras, relativamente jóvenes y atractivas como ella, tenían ahora un lugar donde conocer adultos sin tener que ir a una agencia o anunciarse en clasificados. Fue ella también quien propuso lo del nombre ficticio y la foto que pudieran dar la mejor primera impresión posible. “Mónica es muy común y suena mucho a mujer madura”, le comentó Ana María la noche que la ayudó con los datos personales que requería el perfil. Lo que ella necesitaba era un nombre mucho más chic: algo con más sex appeal que rompiera con la rutina que precipitó su divorcio; algo que, más que un seudónimo, fuera casi un avatar.

Horas más tarde, extenuadas de tanto rumiar el asunto sin haber llegado muy lejos, decidieron que al final un nombre era sólo un nombre, y lo que en verdad importaba era la actitud positiva con que debía asumirse esa nueva circunstancia, porque nunca es tarde si la dicha es buena y, a veces, lo que sucede conviene. Completaron el perfil y brindaron con el vino que su amiga había traído para levantarle el ánimo, convencidas de que mañana, cuando ella abriera los ojos a la luz del nuevo día, seguiría siendo Mónica pero con más esperanzas.

 

Celso se agachó a coger una piedra de la orilla y la miró por un rato antes de lanzarla picando a ras de la superficie. Se preguntó una vez más si él realmente creía lo que Román le había dicho del presunto avistamiento. Qué platillo volador ni qué ocho cuartos, pensó, cuando vio la piedra hundirse en el agua del río al final de su trayectoria. Ese lo que vio a lo sumo fue un pedazo de asteroide o el rastro de un meteorito estrellándose contra la atmósfera. Si nada más había que verle la pinta a aquella cloaca para saber que por allí hacía millones de años que no pasaba ni un bote. Qué ovni ni qué carajo, exclamó para sus adentros: la ufología era ciencia ficción, y Román un charlatán que había visto demasiadas películas.

A ese no podía creérsele la mitad de lo que decía. Mucho menos cuando hablaba de mujeres o cosas serias. Para ese todo era un chiste —o mejor dicho: una broma cósmica—, como su “encuentro cercano”. Pero aquí el tonto era él; por seguirle la corriente a Román y a sus cuentos chinos. Como aquella vez que le dijo lo de la página web para ligar solteronas. “Te inventas un melodrama de esos de, hombre soltero de mediana edad y buena familia que busca mujer decente con quien compartir su vida, y lo cargas en un perfil con una foto alegórica”, le había aconsejado su pana, con una cara de lo más seria, en un rincón del almacén donde los dos trabajaban. Y él, como buen iluso, no lo pensó dos veces. Todo muy bien, al principio, con todas aquellas zorras mandándole mensajitos y fotos que daban gusto. Y así fue hasta que, un buen día, una de ellas aceptó encontrarse con él en persona. Hasta entonces el asunto no pasaba de ser un jueguito, un cachondeo virtual. Pero la joven soltera de buen carácter y buena apariencia que buscaba hombre sincero y cariñoso de edad razonable para relación de pareja con fines de matrimonio no parecía estar bromeando. Esto promete, se dijo, mientras anotaba el lugar y la hora de la cita en la palma de su mano.

La mujer que halló sentada sola en un banco del parque donde él acudió al día siguiente a encontrarse con su cita no tenía la “buena apariencia”, y mucho menos la “edad razonable”,de la foto del perfil. Parado allí en una esquina, con las manos en los bolsillos y los ojos entornados, Celso se encogió de hombros y avanzó como un zombi hacia ella, arrastrado por la corriente de gente que iba y venía por la calle aquel día martes, decidido a hacerle el juego y a portarse como un caballero a pesar de sus propios escrúpulos. Sin embargo, el cuento chino de la “joven de buena apariencia” no fue nada comparado con el hecho de que la vieja, para colmo, le dio el esquinazo.

—Buenas tardes —dijo él cuando llegó al pie del banco donde ella estaba sentada—. Yo soy Celso, para servirle. Usted es Mónica, ¿verdad?

La mujer alzó la vista hacia él y, por un momento, en su rostro sin expresión, Celso vio que el sentimiento de desencanto era mutuo.

Sentado sólo en el banco del que ella se levantó excusándose y diciendo que aquello había sido un error, él la vio subir de un salto al primer autobús que pasó y se alejó zigzagueando en el tráfico de la avenida.

 

Su madre tenía razón, pensaba ella, encogiéndose como un molusco en el banco cada vez que sorprendía a uno de los tres muchachos mirándola de reojo. Todos tenían, más o menos, la misma edad y la misma pinta de los vagos que rondaban las esquinas del arrabal a donde ella y el niño fueron a dar después del divorcio. Uno de ellos, trigueño, de pelo largo y mediana estatura, con un mono deportivo y una gorra de pelotero con la visera hacia atrás calada hasta las orejas, se reía al mismo tiempo que hablaba por un celular y fumaba con la otra mano. El otro, alto, moreno, con la cabeza rapada, una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos que le daban, por su tamaño, un aire de niño bitongo, asentía y cruzaba los brazos oyendo hablar al tercero. Este último también tenía la melena trigueña y la estatura promedio del que hablaba por teléfono. Pero su ropa casual y su barba al estilo “candado” lo hacían lucir mayor y más serio que sus amigos.

“A tu edad, en esos trotes, con un hijo adolescente”, dijo la madre, frunciendo el ceño, al ver la página web donde su hija se anunciaba igual que una “mujer pública”. Ella trató de explicarle que aquel asunto era serio: que todas las madres solteras, relativamente jóvenes y atractivas como ella, estaban haciendo lo mismo. Las palabras no eran de ella, pensó Mónica, al oírse repitiéndole a su madre lo mismo que Ana María le había explicado antes, cuando ella también tuvo dudas; como tampoco era de ella el perfil de joven soltera de buen carácter y buena apariencia. Vieja, fea, resentida, lamiéndose las heridas de un divorcio que todavía no se había consumado por su falta de voluntad para empezar una nueva vida: eso era lo que su madre había leído entre líneas en el perfil con la foto de donde el padre del niño fue cortado por lo sano con ayuda de Photoshop.

Eso era, probablemente, lo que tanto hacía reír también a aquellos tres vagos que ya se habían puesto a mirarla igual que a una “mujer pública”. El más viejo y el grandote seguían allí parados como dos espantapájaros haciendo tiempo en la esquina. En cambio, el de la gorrita se había apartado del grupo para hablar por el celular con la espalda vuelta hacia ella pero sin dejar de mirarla con el rabillo del ojo.

Era la segunda ocasión en que iba a encontrarse con alguien en aquellas circunstancias. La anterior había sido un fracaso. Ella estaba muy nerviosa, por ser la primera vez; temblaba como una hoja sacudida por viento y estaba hecha un carámbano, a pesar de que ese día había más de setenta grados. “Tranquila, mujer. Tranquila, que todo va a salir bien”, se decía, para darse ánimo, cada vez que la embargaba aquel deseo irresistible de subirse de un salto al primer autobús que parara en el parque. Todavía no estaba lista, le confesó a Ana María al otro día en la oficina, cuando ésta le preguntó cómo le había ido en la cita. “Fatal, hija mía. Fatal”, fue lo único que se atrevió a decir mientras se acordaba de aquel viejo con cara de náufrago que apareció de repente de la nada, como un fantasma, al pie del banco del parque de donde ella se levantó balbuceando alguna excusa antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo y dejar al pobre hombre con la palabra en la boca.

—Usted es Mónica, ¿verdad? —preguntaba alguien mucho más joven.

Sabía, estaba segura, que esta vez iba a ser diferente, a pesar de que también era martes y ella estaba tan nerviosa como en la primera. Lo que no sabía, y jamás se lo habría imaginado, era que la diferencia sería de tantos años, porque aquella criatura que tenía parada enfrente bien podía ser hijo suyo. Por un momento sintió otra vez la misma ansiedad de echarse a correr y dejarlo con la palabra en la boca. Pero algo más fuerte, más turbio y mucho más subconsciente, la urgió a quedarse sentada en el banco sin decir nada ni poder quitarle los ojos de encima a aquel serafín.

—Yo soy Ángel. Ángel Rubio —confirmó en voz baja el muchacho de ojos claros y pelo castaño.

Lívida por la sorpresa, Mónica apartó la vista hacia la calle, abismada. Una luz crepuscular como el resplandor de una llama se filtraba a través de las hojas amarillas de los árboles. Un niño con uniforme escolar y su perro pastor correteaban alrededor de un monumento de piedra. Dos ancianas lo miraban en silencio desde el banco donde se habían sentado a descansar un momento. Más allá de ellas un hombre con un sombrero de paño hojeaba un diario fumando bajo la glorieta del parque. De repente un autobús se detuvo a media cuadra y todos sus pasajeros se esparcieron por la acera en direcciones opuestas. Ella los vio apresurarse como hormigas de un lado a otro, volviendo a casa después de trabajar todo el santo día. Y vio también a las dos ancianas pasar frente a Ángel y a ella dando pasitos de ciego cuando reemprendieron la marcha.

—Date prisa, Genoveva —le decía una a la otra en la esquina de donde los tres muchachos se habían marchado sin que ella se diera cuenta. Y Mónica suspiró al verlas cruzar a tientas por la calle como dos sombras diluyéndose en la noche.

—Qué tal, Ángel. Yo soy Mónica —dijo de pronto, alzando la vista.

 

La tarde ya había declinado cuando él se aburrió de tirarle piedras al agua del río. Una luz de plenilunio iluminaba la superficie del paisaje donde el muelle, el casco oxidado y el camino que bajaba desde el callejón hasta allí se veían claramente. Arriba, en el cielo índigo, Venus y Marte brillaban a través del Universo. Vida en Marte, pensó Celso, recordando otra de las tantas tonterías que Román le había metido en la cabeza.

Vía Láctea, sistema solar, años-luz, agujeros negros: eran las frases que usaba Román cuando se ponía a hablarle de meteoritos, asteroides, marcianos, encuentros cercanos y platillos voladores. “Pero, ¡tú en qué planeta vives!”, exclamaba aquél con los ojos abiertos a más no poder. Fotos, videos, reportajes, documentos oficiales, informes confidenciales, experimentos científicos con seres extraterrestres y platillos derribados eran apenas algunos de los secretos de Estado que engrosaban la larga lista de archivos clasificados que el gobierno llevaba años escondiendo de la luz pública en sus bases militares: “O es que tú no ves las noticias”.

Aquello lo puso a pensar. Tanto así que pasó varias noches estudiando el tema a fondo en los libros de astronomía que encontraba en los estantes de la biblioteca pública y en las páginas de astrología que aparecían en la red. En las vueltas que le dio en su cabeza al asunto, aprendió que el Planeta Rojo era uno de los cuatro llamados planetas telúricos: es decir, los que más se parecen físicamente a la Tierra. Pero el tema era tan científico y los datos tan abundantes, que al final se conformó con “aceptar el misterio”, como decía Román. “¿Qué más da si hay vida en Marte?”, musitó en el sofá de la sala antes de quedarse dormido una noche mientras veía el documental de la Nasa que alquiló en un videoclub. Al otro día, sin embargo, volvió a casa con un telescopio de uso que había regateado en una “venta de garaje” donde paró al salir del trabajo. Vista hace fe, dijo al ver el disco rojo aparecer en el objetivo de aquel curioso artefacto que plantó esa misma noche frente a la ventana del cuarto.

Se paraba de madrugada, medio dormido como un sonámbulo, a mirar la superficie de manchas oscuras y cráteres rojos. Syrtis Major, Cuenca Borealis, Hellas Planitia, Mont Olimpus, Alba Patera, Valles Marineris, repetía, mecánicamente, sin saber a ciencia cierta qué mancha o cuál de los cráteres correspondía a aquellos nombres. “¿Valles qué?”, preguntaba Román, en la esquina del almacén donde los dos se sentaban a almorzar al mediodía. “Tú lo que estás es más solo que la luna, amigo mío”, afirmó aquél, categóricamente, cuando Celso le contó lo del pequeño observatorio que había improvisado en su cuarto y donde él pasaba las noches estudiando “el movimiento elíptico de los astros”.

Con el tiempo su interés por los misterios del cosmos se fue apagando a lo lejos, como una estrella fugaz. Y poco a poco, sin darse cuenta, la mira del telescopio fue bajando oblicuamente por el Cinturón de Orión hasta entrar otra vez en la atmósfera y enfocarse en los edificios que se veían a lo lejos por la ventana del cuarto. Allí había más vida que en Marte, pensaba, mirando las sombras furtivas que vislumbraba en la oscuridad de la noche: una mujer asomándose a la ventana en ropa interior; un viejo sacando su perro a pasear antes de acostarse; alguien saliendo al balcón a fumarse un cigarrillo mientras contemplaba la calle; las parejas de noctámbulos regresando de los cines, los cafés, los bulevares donde hacían vida nocturna; el portero del condominio, con su manojo de llaves, su radio y su estrella de sheriff, bostezando en el vestíbulo.

Cada noche que pasaba escudriñando las fachadas lo acercaba un poco más a la vida de aquellas figuras que a veces se le perdían por detrás de una cortina, de una pared o una puerta, y volvían a aparecer en la media luz de una alcoba donde él casi podía oírlas respirar en el silencio profundo de la madrugada, haciéndole compañía en las horas en que él se aburría como un náufrago contemplando la noche infinita del cosmos. Al final, esos encuentros con los inquilinos del condo fueron lo más cercano que alcanzó a ver con el aparato. Y un buen día, haciendo sus rondas de voyeur por la vida privada de esas criaturas nocturnas, de repente se dio cuenta de que había estado hablando solo durante toda la noche; o mejor dicho, charlando mentalmente con aquella gente a través del telescopio. “Tú lo que estás es más solo que la luna, amigo mío”, volvió a decirle Román, cuando supo de la mujer que se exhibía en pantaletas, del viejito solitario, del fumador taciturno, las parejas de trasnochados y el portero del condominio. Celso sabía que, en el fondo, aquél tenía razón. Y esa misma tarde, al volver a casa, guardó el telescopio en el closet y se puso a buscar en Google el portal para solteros que le habían recomendado.

Un ruido lejano de voces y risas entrecortadas lo arrancó de su abstracción y lo trajo de vuelta al presente. Él alzó la vista y vio a tres figuras descendiendo por la ladera del río, avanzando a paso vivo y empinándose de algo que se pasaban entre ellas. Tres borrachos, probablemente, sospechó mientras se escondía entre los pilotes del muelle saltando de piedra en piedra para no mojarse los pies. Agachado contra el musgo y la humedad de un pilote, notó que uno de los tres se había apartado del grupo y estaba ahora parado a unos pasos de la orilla fumándose un cigarrillo y hablando por un celular.

—Ya estamos aquí, Frutilla. ¿Por dónde coño andas tú? —preguntó antes de exhalar una bocanada de humo y lanzar la colilla al agua.

—Está bien, sobrino. Está bien —asintió, extenuando la voz como si fuera un anciano, después de una breve pausa—. Pero no te demores tanto.

Y Celso lo oyó reír por un momento antes de colgar.

La voz era grave y profunda: de hombre adulto, hecho y derecho. En cambio, la forma en que hablaba y la ropa que vestía eran más bien de un muchacho que aparentaba tener más o menos veinte años: con su mono deportivo, su pelo largo y su gorra con la visera hacia atrás. Celso tuvo que abrazarse al pilote para eludir la mirada que aquél lanzó a lo largo del paisaje antes de guardarse el teléfono y volver junto a los otros. Después, fuera de peligro, avanzó sigilosamente hacia el promontorio de escombros y los caños de desagüe que bajaban por la ladera y se perdían bajo el muelle. Allí se tendió de bruces a tratar de ver qué hacía aquel trío de advenedizos a esas horas en aquel sitio. Los vio andar de un lado a otro en direcciones opuestas por toda la orilla del río, como si buscaran algo. Los vio también agacharse de vez en cuando a coger los pedazos de madera que iban juntando a unos pasos del casco de la barcaza. El más grande, un moreno calvo, que de lejos parecía un jugador de baloncesto, se quejaba cuando los otros se paraban a charlar mientras él seguía trabajando. Estos dos se parecían un poco físicamente, y sus voces se oían claras en el aire de la noche:

—¿Qué dice?

—Que está­ en camino.

—¿Se demora mucho?

—No creo.

—¿Por dónde andan?

—Por el puente.

—¿El de la doce avenida?

—Supongo que sí. No me dijo.

—Media hora, más o menos.

 

La noche estaba muy fresca y una luna en cenital iluminaba la calle. El aire olía a comida y al humo de los motores que iban pasando de largo mientras ellos avanzaban lentamente por la avenida. En la plaza colonial ya no había nadie vendiendo flores; ni muchachos en patinetas ni testigos de Jehová repartiendo folletines. EL SECRETO DE SUS OJOS, ARGENTINA, CON RICARDO DARÍN & SOLEDAD VILLAMIL, DIR. JUAN JOSÉ CAMPANELLA, anunciaba la marquesina titilante de un cine de barrio: CLASIFICADA R. Una rubia se limaba las uñas en la taquilla. Y a lo lejos se veían las luces rojas del puente hacia donde discurrían el muchacho y la mujer que pasaban por allí.

—Falta poco —dijo él con la misma voz tenue con que antes la había invitado a tomarse un café y a pasear por el río.

Después de charlar un rato en el parque de cosas banales, fue él quien tuvo la idea de “estirar un poco las piernas”. Ella se levantó del banco sin decir nada y lo siguió por las calles saturadas de transeúntes hasta el café donde todos se volvieron a mirarlos cuando los vieron llegar. Allí se sentó otra vez a tomarse un capuchino mientras él se sacudía las miradas de la meseras que a menudo se le acercaban a preguntar si quería algo más. Su voz y sus ademanes de ídolo de matinée flotaban por el salón donde él confesaba lo mucho que lo había impresionado la foto de ella en la web.

Fue un fin de semana de otoño, a finales de los ochenta. Se acordaba perfectamente de aquellos días felices que de pronto fueron años, como dice la canción. “Encontraste tu media naranja”, le había asegurado su madre al ver la fotografía donde ella, a los veintitrés, con el pelo teñido de rubio, sonreía junto al sujeto que más tarde sería su esposo y el padre de su único hijo. Cerró los ojos y vio en su mente a la joven solterade buen carácter ybuena apariencia que era ella en aquel entonces, cuando la iban a buscar los domingos para ir al cine y ella se pasaba horas peinándose frente al espejo mientras su padre y su novio conversaban en la sala de motines en Caracas, de una tormenta solar en Quebec, la caída del muro de Berlín, el nacimiento de una estrella pulsante.

Sí, domingo 3 de diciembre de 1989. A medianoche, para ser exactos. Estaba tronando muy fuerte y no había un alma en la calle cuando ellos salieron del cine. Y no les quedó más remedio que meterse en una cabina de fotografía instantánea para escapar del diluvio. FOTOMATÓN-24 HORAS-OPERADOR AUTOMÁTICO, decía aquel cubil donde apenas había espacio para él con ella sentada en las piernas. Adentro olía a humedad, a sudor, a colonia barata, y alguien había dibujado algo obsceno en la pared. Afuera la calle mojada parecía un valle de lágrimas bajo la cortina de agua que salpicaba en los toldos y chorreaba por los aleros. “Pues bien, ya que estamos aquí”, dijo él, sacando el dinero que echó en el tragamonedas mientras ella lo abrazaba cada vez que tronaba a lo lejos.

—Permiso —dijo el ángel rubio que caminaba a su lado, al oír el timbre del móvil que traía en un bolsillo. Y Mónica se recostó contra un poste de luz de la calle a esperar a que él terminara.

No había parado de hablar durante todo el camino de algo que ella escuchó vagamente a través del rumor de sus pensamientos. Lo primero fue una breve explicación de lo curioso que fue su encuentro en la web. La idea no fue de él sino de su tío Román, que fue quien le pasó el dato de la página para solteros donde ella era la única piscis: su signo más compatible; como su hermana, que en paz descanse. Él, sagitario al fin, muy consciente del azar y de sus implicaciones cósmicas, no tuvo que ir más allá en la larga lista de rubias solteras buscando pareja o morenas divorciadas solicitando compañía para darse cuenta de que ella era lo más parecido a él en aquel muestrario de perfectos desconocidos.

A la breve explicación de aquella feliz coincidencia le siguió un amplio recuento de las veces que él había estado anteriormente en el río. Fue el mismo tío Román quien lo trajo allí por primera vez, cuando él todavía era un niño, a que conociera el lugar donde un día aquél y su padre habían visto pasar un ovni. “¡Un platillo volador, como los de las películas!”, exclamó, exaltadamente, Ángel Rubio, sagitario, joven, de buena apariencia: ojos verdes, pelo castaño. “Un caso clínico, tu tío”, afirmaba su madre entre dientes, cada vez que el tío Román lo iba a buscar los domingos para llevarlo a “aquel río medio seco a pescar renacuajos y a llenarle la cabeza de tonterías al niño”. Ni a su madre ni a sus tías les hacían mucha gracia las cosas que le contaba su tío. “El hombre de la familia. El hijo pródigo de su padre”, comentaban todas con sorna, cuando el pobre hombre no estaba presente, despechadas y resentidas por haber crecido invisibles a la sombra de un hermano que siempre fue la alegría y el orgullo de sus padres por el simple hecho de ser varón. Pero él, por el contrario, no se cansaba de oír las cosas de ciencia ficción que le contaba su tío mientras pescaban sentados en el muelle a la orilla del río.

Mónica alzó la vista hacia los pretiles del puente que ya casi tenían delante y trató de visualizar la figura diminuta de un niño dando saltitos por la ladera del río de la mano de su tío. “Ten mucho cuidado, Angelito. Fíjate bien dónde pisas”, le dice el hombre, guiándolo como a un ciego por entre la hierba y el relieve del paisaje. Y el niño salta de piedra en piedra y se ríe cuando tropieza y el largo brazo del hombre lo levanta en vilo y lo carga a horcajadas sobre los hombros. La voz grave y misteriosa del hombre habla de cosas que el niño escucha en silencio con los ojos entornados hacia el cielo como náufrago buscando un barco en el horizonte. Sentados ya al borde del muelle con las varas suspendidas sobre el agua turbia del río, el hombre extiende su mano y señala con el índice un punto remoto en el firmamento mientras le dice al sobrino: “¿Ves aquellas nubes blancas que parecen dos peces nadando entre los rayos del sol?”. Y el niño se queda mirando abismado las manchas níveas que flotan lánguidamente en el cielo del domingo igual que dos cuerpos celestes levitando en el espacio. “Por allí pasó el platillo antes de perderse a lo lejos”.

—¡Caramba, tío Román, no te vas a morir nunca! —dijo Ángel Rubio de pronto, con la espalda vuelta hacia ella y el teléfono apretado en una mano contra la oreja.

—A que no tienes idea de dónde estoy ahora mismo —preguntó en voz baja, mirando con el rabillo del ojo y por encima del hombro hacia el poste donde Mónica estaba parada esperando.

Un auto pasó zumbando de largo por la avenida dejando un rastro de voces, música y carcajadas en el aire de la noche.

—Paseando con una amiga por el puente, cerca del río —dijo, antes de volver hacia ella cabizbajo y con las manos en los bolsillos.

 

El río Nova es un cauce de aguas negras y lodo fluvial que atraviesa la ciudad de este a oeste desde la bahía hasta el límite de los suburbios. Su cuenca de nueve kilómetros de largo tiene un caudal medio de diez metros cúbicos y una superficie de cinco kilómetros cuadrados. Habitado en sus orígenes por las tribus precolombinas y misiones coloniales que ocupaban lo que era entonces sólo un estuario de la bahía, con las lluvias, la erosión y la sedimentación del paisaje su cauce logró extenderse con el tiempo hasta desembocar en las aguas que fluían desde la región pantanosa del oeste del condado. Años atrás, según cuentan los más viejos y más sabios, el río Nova era el centro de todo el comercio marítimo de la ciudad con el resto del mundo. Hoy en día, sin embargo, su embocadura es un musgo de shopping centers y condominios; y su vertiente un depósito del detrito de los arrabales. Allí, en aquella vertiente donde las aguas del Nova confluyen con un canal de irrigación en desuso, estaba Celso tendido ahora mismo tras un promontorio de caños y desperdicios.

Se dio cuenta de que había estado dormitando mientras espiaba a los tres intrusos que aparecieron por allí, a esas santas horas, recalando junto al río. El murmullo de una voz mandando a apagar la hoguera y unos pasos precipitándose hacia el casco de la barcaza lo hicieron incorporarse de un salto a tratar de ver qué diablos estaba pasando. Asomándose con cuidado por entre el relieve de latas, botellas y cosas plásticas que le servían de escondite, alcanzó a ver la orilla desierta como un paisaje lunar visto a través de su telescopio. Volvió la vista hacia el río y buscó entre los pilotes y los caños de desagüe para ver si allí había alguien escondido bajo el muelle. Después entornó los ojos en dirección al casco oxidado, pero allí tampoco había un alma. O se los tragó la tierra o los secuestraron los aliens, pensó Celso, con la mirada suspendida sobre la barcaza con la cubierta volteada hacia el río.

—¡Voilà! Ya estamos aquí —exclamó otra voz, a lo lejos.

Y Celso volvió a tenderse de bruces sobre los escombros al ver las dos nuevas figuras que descendían lentamente en fila india por la ladera.

La primera era más delgada y parecía más ágil y más fuerte que la segunda, pues venía descendiendo sin mucho esfuerzo de espaldas a él y sirviéndole de lazarillo a su torpe compañera. La segunda trastabillaba cuesta abajo con mucho cuidado, apoyándose en la primera y quejándose o riendo cada vez que tropezaba o perdía el equilibrio. Fue gracias a esos quejidos y a esos ataques de risas que le daban de vez en cuando a la segunda figura a medida que avanzaba a tientas detrás de la otra que Celso logró darse cuenta de que aquellos eran una pareja. Pero, ¡cómo nos vamos a ir ahora que esto se pone bueno!, se dijo, cuando la luz de la luna y la cercanía confirmaron sus sospechas.

El hombre guió a la mujer de la mano hasta un montículo de piedras que estaba muy cerca del lugar donde aquellos tres habían hecho su fogata. Allí se pararon los dos en torno a la luz de un objeto que él se sacó del bolsillo y colocó frente a ella como si fuera un farol. Él se quitó la camisa y la abrió sobre las piedras para que ella se sentara sin ensuciarse el vestido. Ella se quedó mirándolo aprensiva por un momento. Pero al final se sentó allí con las piernas cruzadas y el rostro vuelto hacia él. Con el torso iluminado por el halo medio azuloso que despedía el objeto, el hombre se puso a hablarle en voz baja y gesticulando con los brazos en el aire a la mujer que escuchaba sin quitarle los ojos de encima.

A Celso le hubiera gustado poder oír de qué hablaba aquel tipo con tanto misterio; y por qué también la mujer le ponía tanta atención. Sus brazos inquietos flotaban y ondulaban en el aire mientras él asentía o negaba enfáticamente con la cabeza y miraba de pronto hacia el cielo y describía una elipse imaginaria con el índice y dejaba correr una mano lentamente en diagonal como una hoja cayendo desde lo alto de un árbol o como un avión descendiendo sobre la pista de aterrizaje. La mujer lo miraba expectante mientras se enroscaba las puntas del cabello entre los dedos con las piernas ya descruzadas y todo el cuerpo vuelto hacia él y reclinado hacia adelante. De pronto el pequeño objeto que brillaba sobre el montículo empezó a hacer un ruido melódico y el hombre calló de súbito y lo levantó con la mano y se puso a trastearlo en silencio.

—¿Todo bien? —preguntó la mujer, cuando la luz del objeto se apagó y el hombre volvió a guardárselo en el bolsillo.

—Sí, sí. Todo bien. Lo que pasa es que esta cosa se está quedando sin batería. Y sin luz y sin camisa y con este aire de lluvia —contestó el hombre en voz alta mirando primero hacia el río, después a su alrededor, y finalmente hacia arriba, como si buscara una nube en el cielo despejado.

—Además, este paisaje ya no es tan acogedor como cuando yo era niño. Y a lo mejor en cualquier momento empieza de pronto a llover y aquí no hay donde meterse —añadió, mientras se ponía la camisa que la mujer alisó antes de entregársela.

—Yo creo que lo mejor es regresar a la plaza a comer algo y después, si quiere, vamos al cine —la mujer se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

—Pero primero hace falta que me espere aquí un minuto a que yo vaya hasta allí a “hacer aguas”, rapidito —dijo el hombre, señalando con un dedo hacia la barcaza.

Qué fiasco, musitó Celso al ver la mujer allí sola, estirándose el vestido y mirando al hombre perderse por detrás del casco oxidado.

 

La cara que va a poner su madre cuando se entere de que ella andaba a esas horas, igual que una “mujer pública”, por el río con un serafín, un ídolo de matinée. ¿Veinticuántos? ¡Veintitrés!, exclamará Ana María boquiabierta, al oír la noticia de Ángel Rubio, joven, soltero, de buen carácter y buena apariencia: ojos claros, pelo castaño; sagitario, por más señas, y mayor de edad, por supuesto. Que no pasó nada, mujer. Nos tomamos un café y luego vimos una película, tendrá ella que asegurarle a cada una de sus colegas, cuando éstas se le acerquen a tirarle de la lengua en el baño, por los pasillos, en el comedor o en el lobby. Ella está dispuesta a decirle la verdad a todo el mundo menos al padre del niño, piensa Mónica, mirando ensimismada el agua del río. Para ese el cuento va a ser más interesante y más largo; y el encuentro de ella con Ángel en esa apartada orilla mucho, mucho más cercano que el del tío Román con el ovni. ¡Qué vergüenza, carajo! A tu edad. Revolcándote por ahí con cualquier desconocido, igual que una perra en celo, dirá el muy cabrón, cuando sepa cómo Ángel la había extasiado con el vigor de su juventud.

Mónica cierra los ojos y trata de imaginarse por un segundo la cara que pone el padre del niño cuando ella le cuenta cómo Ángel se aleja hacia la barcaza con la excusa de “hacer aguas” y la deja allí sola y temblando de miedo como una hoja en aquella boca de lobo. Ella lo espera y lo espera, pero al ver que no regresa, echa a andar hacia la ladera sin volver la vista atrás, como si huyera de algo imperioso, inevitable. Ya casi a mitad de camino entre el río y la pendiente, un perro ladra a lo lejos y ella se vuelve de pronto y ve a Ángel Rubio, soltero, joven, de buena apariencia, ojos claros y pelo castaño, regresando de la barcaza como Dios lo trajo al mundo. Tanteando su rumbo a través del rumor de los insectos, ella llega dando tumbos como un ciego hasta el lugar donde él está ahora tendido desnudo sobre la arena en la húmeda noche. Allí se acuesta a su lado a escuchar la voz acezante que susurra palabras obscenas y a dejarse acariciar como un gato, enternecida. Perra, zorra, puta, loca, le sopla la voz al oído, mientras ella se retuerce y gime con todo el cuerpo.

Mónica deja correr la vista por la superficie del río hasta la barcaza, creyendo haber escuchado algo sonar o moverse dentro del cascajo decrépito. La luna está llena y las cosas se ven claramente en la luz blanca que cubre la orilla. Pero Mónica sólo ve el bajorrelieve de escombros dispersos a su alrededor como cráteres lunares con el cascote oxidado en el centro y el muelle hacia el fondo. Ya va a ser más de “un minuto” desde que Ángel se perdió de vista tras la barcaza. Y Mónica está empezando a sentirse un poco incómoda y muy sola en aquel lugar donde el silencio es tan denso que ella casi puede oír el crujido de los granos de arena bajo sus pies. Da dos o tres pasos al frente y se inclina hacia adelante tratando de ver más allá de donde alcanza la vista. Una sensación de aire cálido subiéndole por las piernas la hace saltar hacia un lado y mirar al suelo temiendo haber pisado algo extraño. Removiendo la superficie de la arena con el zapato, Mónica ve los rescoldos de una hoguera recién apagada. Inmediatamente levanta la cabeza y mira su alrededor, pero su vista se pierde en la noche desolada, donde sólo se oye el agua del río lamer los pilotes y el canto lejano de un grillo.

—Ángel, Ángel. ¿Estás ahí? —susurra, mientras avanza con mucho cuidado hacia la barcaza.

La sombra abultada del casco que yace sobre un costado a unos metros de la orilla se va haciendo más prominente a medida que ella va acercándose paso a paso a la quilla enmohecida. El olor acre que impregna la estructura abandonada se vuelve también más denso con cada suspiro aprensivo y cada aliento entrecortado que ella toma mientras se aleja en la noche preguntando: “Ángel, Ángel. ¿Estás ahí?”. Ya a punto de rebasar la arista que forma el arco de la quilla con la cubierta a la altura de la proa, Mónica escucha el crujido de unos pasos y se vuelve para ver las cuatro sombras furtivas que emergen de pronto de un costado de la popa y aparecen detrás de ella como por arte de magia.

Mónica retrocede unos metros hasta que choca de espaldas contra la quilla, impelida por el susto que le causa la aparición. Atrapada entre el cascajo y las sombras de las figuras que comienzan a desplegarse a ambos lados hasta rodearla, ella siente el clamor de su voz hecha un nudo en la garganta y la distorsión del grito que resuena hacia lo lejos como la sirena de un barco pidiendo socorro en la noche:

—Ángel. Ángel —clama asustada, mientras sigue con la vista el despliegue de las sombras que se ciernen en torno a ella.

El primer rostro visible que la noche clara revela es el de un joven adulto con una gorra al revés y el pelo largo y oscuro. Éste, de mediana estatura y vestido como un deportista con ropa de entrenamiento, embiste de frente a Mónica con una mirada incisiva y una sonrisa escalofriante. El segundo, más oscuro y más alto que los otros, es un moreno ceñudo de nariz ancha y cabeza rapada que parece un niño gigante. Este otro avanza hacia ella a un costado del primero con los brazos entreabiertos y las manos tanteando el aire como un luchador al asedio. Un tercero de pelo largo también y estatura promedio se aproxima más despacio con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Su expresión es mucho más seria y menos soberbia que las demás, piensa Mónica, al ver el bigote y la barba que le cubren la parte inferior del rostro. El último, sin embargo, todavía no está tan cerca y camina como un ciego por detrás del de la barba con una mano apoyada en el hombro de su guía y la otra deslizándose por el filo de la quilla.

Mónica cierra los ojos y se abraza como un náufrago a la humedad del cascajo, tratando de regresar en su mente a aquel instante en que ella está todavía sentada sola en el parque esperando a un desconocido. La luz suave del crepúsculo cabrillea a través de los árboles y por todo su alrededor hay gente pasando de largo y doblando por las esquinas entre el humo de los autos. En una de esas esquinas hay tres muchachos charlando parados de espaldas a ella que de vez en cuando se vuelven a mirarla furtivamente con el rabillo del ojo. Al otro lado, hacia el zócalo que se ve en el centro del parque, un niño persigue a un perro pastor mientras dos ancianas descansan frente a la glorieta donde hay un hombre fumando. De pronto escucha una voz que la llama por su nombre, y ella levanta la vista y ve al niño bello y triste que tiene entonces parado enfrente y diciendo algo en voz baja mientras las dos ancianitas se alejan en cámara lenta por detrás de él hacia aquella esquina donde ya no están los tres tipos espiándola de reojo. Mónica entorna los ojos y los busca por todas partes, esperando verlos cruzar la calle en cualquier momento o perdiéndose hacia lo lejos entre los demás transeúntes. Pero sólo cuando abre los ojos otra vez en la orilla del río y ve aparecer a Ángel Rubio abrazando por detrás al muchacho de la barba, es que ella por fin se da cuenta de que aquéllos eran los mismos tres vagos que allá en el parque no dejaban de mirarla igual que a una mujer pública.

—Qué pasa, doña. Qué pasa. ¿No se acuerda de nosotros? —dice el de la gorra al revés señalando a sus compañeros.

—Ángel. ¿Qué es esto, por Dios? —musita Mónica al ver cómo éste se abraza al muchacho de la barba sonriendo.

—¡Qué Ángel ni qué carajo! —dice el de la gorra al revés mirando ahora hacia el joven de ojos claros y pelo castaño que acaricia al de la barba.

—Este se llama Frutilla, y, como ve, no está disponible. Sin embargo, aquí el Alí y un servidor, por supuesto, sí estamos para servirle —añade, volviendo la vista hacia el gigante moreno que le salta encima a Mónica cuando él le hace una seña.

—Ángel, Ángel. Me quiero ir. Suéltenme, por favor —grita Mónica, forcejeando en vano con el tal Alí.

—Pero, ¿cómo se va a ir ahora que esto se pone bueno, vieja zorra? —dice finalmente el primero mientras se encasqueta la gorra y llega hasta donde Alí tiene a Mónica subyugada en la arena y con el vestido levantado hasta la cintura.

 

Celso se despierta y ve la miríada de estrellas que ilumina el cielo índigo. ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ¿Qué hora es?, se pregunta, restregándose los ojos y haciendo un esfuerzo por tratar de incorporarse. Una sensación de vértigo y estupor le ofusca la vista. ¡Ay!, exclama, al sentir el dolor que le cala los huesos y lo obliga a quedarse postrado en la arena temblando de frío y sin poder moverse un ápice. Tumbado allí a la intemperie, como un cuerpo abandonado en la escena de algún crimen, Celso apenas logra ver unas tres o cuatro figuras alejándose en desbandada cuesta arriba por el camino de la ladera del río. Quiere levantarse un poco para ver mejor y sobarse la nuca. Pero es tan fuerte el dolor y la sensación de vértigo, que sólo alcanza a volver la cabeza hacia el cascajo donde yace un bulto oscuro asomándose a relieve por entre la bruma de su estupor.

Vida en Marte, piensa otra vez, contemplando el disco pálido de la luna mientras en su mente centellean las imágenes del violento vaivén de su cuerpo sacudido por el impacto de golpes, patadas y vuelcos que lo precipitan sobre la arena y lo vuelven a levantar para poderlo volcar y revolcar nuevamente. Ese recuerdo, a su vez, se enlaza con otro donde él se ve entonces tendido a unos metros de donde estaba ahora mismo, acechando a una pareja de enamorados furtivos. En algún momento el hombre desaparece tras el cascajo. Pero la mujer permanece en el mismo sitio esperándolo. De repente escucha un ruido por un lado de la popa y, cuando él alza la vista, sólo ve a la mujer alejándose lentamente hacia la orilla.

Recuerda también, vagamente, haberla seguido a hurtadillas hacia el río guardando distancia hasta la altura del casco donde ella se detuvo cuando algo crujió a su espalda. Allí, al pie de la quilla y a un costado de la proa, la ve después agitarse como un animal indefenso bajo el peso del más grande de los tres o cuatro tipos que le salieron al paso desde el interior del cascajo.

Gritos, jadeos, chillidos, chasquidos y remociones preceden al forcejeo de manos hurgando el vestido y desgarrando las bragas que alguien levanta en el aire como un trofeo de caza mientras los demás aplauden entre carcajadas y vítores. La mujer se retuerce convulsa y lucha con todo el cuerpo contra la sombra gigante reclinada en su regazo. Pero al final queda exánime y se distiende sobre la arena con el rostro vuelto hacia el río.

Poco a poco en su memoria se van reconstituyendo los fragmentos del expolio. Y Celso recuerda primero al de la gorra al revés con el mono por las rodillas y la cabeza incrustada en el pecho de su víctima mascullando ávidamente: “Vieja zorra, puta, cachonda”. Un segundo menos lascivo pero mucho más diestro que el otro la voltea bocabajo y le levanta el vestido por encima de la espalda antes de sentarse a horcajadas sobre las nalgas hendidas y escarbadas por sus dedos. Este último se aparta de un salto y se echa a reír cuando ve al tercero caer sobre la pobre mujer igual que un ave rapaz en picada sobre su presa. ¡Alí, bumaye!, corean el de la gorra al revés y el de la barba, mirando luego al gigante de la cabeza rapada darse gusto maltratándola hasta dejarla hecha un Cristo. Un cuarto y último emerge por detrás de aquellos tres cabizbajo y taciturno. Pero éste en vez de lanzársele encima como una bestia, sólo se acerca un momento a tantear el torso yacente con la punta del zapato. Es justo ahí en ese instante, en que el último se agacha a cubrir a la mujer con el vestido como una mortaja, que Celso por fin se da cuenta de que aquello realmente es demasiado para su gusto.

El cuerpo de la mujer amortajado en la arena como un promontorio de escombros pudriéndose a la intemperie en la desidia del río, aquel zapato auscultándolo con la misma displicencia de quien examina un perro atropellado en la vía pública, y el farfullo de las voces y las risas de los violadores relamiéndose de gusto hacen que él tome conciencia de la gravedad del asunto y empiece a retroceder a gatas hacia los pilotes; para desde allí escabullirse entre los caños que suben desde el muelle por la ladera. Celso se ve finalmente en el tumulto de sus recuerdos avanzando poco a poco como un cangrejo sobre la arena que le lastima las palmas de las manos y las rodillas. De pronto, algo sólido cruje bajo el peso de su cuerpo —algo mineral, orgánico, abandonado hace siglos por los indios que habitaron alguna vez esa orilla; o algo sintético, plástico, depositado recientemente con el detrito de los suburbios— y el farfullo de las voces se apaga súbitamente y la figura del hombre inclinado al pie de la victima levanta la vista y grita algo que Celso no escucha en su intento desesperado de pararse y echar a correr sin mirar atrás hacia la ladera.

La inminencia de los pasos que resuenan detrás de él en su vuelo hacia la ladera se confunde en su memoria con el silencio profundo y la oscuridad absoluta que separan aquel instante de la sensación de vértigo, el dolor y el estupor que lo agobian ahora mismo. Por un momento sus ojos se cierran y él ve otra vez el paisaje desolado donde todo parece estar suspendido fuera del tiempo en la inmensidad del espacio. Por un momento, también, Celso siente que su vida no es realmente su vida, sino más bien una mancha oscura, un disco rojo, un cráter vacío que un marciano solitario contempla por un telescopio desde la ventana indiscreta de su cuarto en Mont Olimpus, Syrtis Mayor, Cuenca Borealis. El bulto que yace al pie de la quilla del casco oxidado de pronto empieza a moverse. Pero él ya no está seguro si es el bulto lo que se mueve o su vista la que tiembla bajo el peso de los párpados y la lasitud de su mente. Quisiera ponerse en pie y echar a correr de nuevo hacia la ladera y poder escapar de aquellos tipos que lo acometieron como una jauría. Pero al final se resigna a dejarse caer otra vez sobre la arena rugosa y a quedarse allí tendido boca arriba a la orilla del río, como un náufrago contemplando la noche infinita del cosmos.

 

Cuando Mónica abre los ojos a la luz del nuevo día, lo primero que ve es la sombra ominosa del cascote junto al que se halla tendida. La luz plomiza del alba atraviesa la armazón agrietada de la quilla y le lastima la vista. Y por más que ella entorna los ojos y retuerce la mirada no logra reconocer el paisaje que tiene delante, con su arena gruesa y sus lomas de basura por todas partes, su agua verde, sus pilotes, su tétrico embarcadero y su neblina de pueblo fantasma. Mónica se levanta y comienza a sacudirse la arena con mucho cuidado. Pero al meterse las manos por debajo el vestido para sacarse los granos que tiene por entre los muslos y debajo de los brazos, descubre sobresaltada que le falta la ropa interior y que todo su vestido está roto por varias partes. Poco a poco, una mano tímida con sus dedos zozobrantes se desliza por la ingle y tantea el vello púbico reseco y apelmazado sobre la vulva escaldada. Mónica siente el nudo que se le hace en la garganta cuando empieza a recordar y a reconocer el paisaje.

Le gustaría poder llorar con todas sus fuerzas y gritar hasta quedar ronca, como hacen las actrices en todos los melodramas. Pero el cansancio es más fuerte que la humillación y el asco, y ella sólo quiere cerrar los ojos por un momento y ver otra vez a Ángel Rubio, ojos claros y pelo castaño, esperándola en un parque bajo la luz del crepúsculo o desnudo sobre la arena en la humedad de la noche. Le gustaría, también, poder sentir pena o culpa, remorderse o resignarse, aceptarlo o llamarse a engaño. Pero el hecho es que prefiere imaginarse a Ángel Rubio conversando con el padre de ella un domingo en la sala mientras Mónica, joven soltera de buen carácter y buena apariencia, se peina frente al espejo antes de salir para el cine. Le gustaría, finalmente, poder odiar a Frutilla como odia a su ex marido, al de la gorra al revés, al tal Alí y al de la barba. Sin embargo, en vez de odio, lo que siente en el fondo es hastío, melancolía, fastidio; y quizás hasta un poco de lástima cuando piensa en el angelito bello y triste que su tío traía a pescar los domingos a aquel río desahuciado por donde una vez, hace tiempo, cuando ella era una muchacha feliz y él un niño inocente, pasó una nave espacial: “¡Un platillo volador, como los de las películas!”.

Mónica se echa encima lo que queda del vestido, y, después de enjugarse las lágrimas que ha llorado inconscientemente recapitulando los hechos, se incorpora con mucho esfuerzo y se pone a buscar los zapatos. El primero en aparecer es el zapato derecho: el cual encuentra enterrado a pocos pasos de allí. El otro, por el contrario, aparece muchos más lejos de donde aparentemente tuvo lugar el expolio. Cuando Mónica por fin lo encuentra a unos 5 o 6 metros de donde estaba tendida, lo primero que se le ocurre es suponer que el zapato haya salido volando como un proyectil de su pie mientras ella se agitaba y pataleaba como un ahogado bajo el peso del tal Alí. Pero cada suposición, cada intento de buscarle algún sentido a lo sucedido le revuelve más el estómago. Y ella lo único que quiere es largarse de allí cuanto antes. Porque ya el daño está hecho, como diría su madre. De modo que, al ver el zapato, Mónica sale también disparada como un proyectil y se lo calza deprisa antes de pararse de un salto y echar a andar hacia la ladera. Es ahí, en ese momento en que ya casi está punto de emprender la retirada, que ella por fin se percata del bulto que está atravesado en el camino hacia la pendiente.

Sentada ahora junto al bulto que duerme profundamente en la arena como un náufrago —con el rostro amoratado y la ropa desgarrada—, Mónica piensa muy bien qué es lo que le va a decir a su madre, a Ana María, al cabrón de su ex marido y a todo el que le pregunte qué pasó en aquella orilla.

Les dirá, para empezar, que un hombre de buena familia que buscaba mujer decente con quien compartir su vida la citó esa tarde en un parque después de pasar varios meses intercambiando mensajes y congeniando en la red; que curiosamente el tipo tenía su misma edad y era en realidad tan apuesto como aparentaba en las fotos: ojos claros, pelo castaño, buen carácter y todo eso; que al llegar al pie del banco donde lo estaba esperando mientras se decía a sí misma, “Tranquila, mujer. Tranquila, que todo va a salir bien”, ella se paró de un salto y pensó por un momento que aquello había sido un error; que en cambio, después de acordarse de todo lo que Ana María le había dicho hacía unos días sobre la “actitud positiva”, decidió —como buena piscis, muy consciente del azar y de sus implicaciones cósmicas— probar suerte con aquel perfecto desconocido; que él primero la invitó a pasear por la orilla del río donde lo llevaba su padre a pescar cuando era niño; que al llegar allí bajaron por la ladera saltando y riendo como dos muchachos; que ella por poco se cae si no es porque él iba adelante; que se sentaron un rato a charlar en el borde del muelle de la vida en general; que luego empezó a refrescar como si fuera a llover y ella lo abrazó asustada cuando sonó el primer trueno; que él le ofreció su chaqueta como todo un caballero y le dijo que no temiera, que no le iba a pasar nada; que tuvieron que refugiarse bajo el casco de una barcaza hasta que por fin escampó y pudieron regresar por una calle mojada.

Después: nada, por supuesto. Comieron algo en la plaza y se tomaron un café antes de meterse en el cine a ver una de marcianos.