Artículos y reportajes
Las efemérides del Boom

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Julio Cortázar y Gabriel García Márquez
Julio Cortázar y Gabriel García Márquez.

Primera anotación

Lo mío no será tachar al Boom, como se ha puesto de moda entre tanta gente de mi generación. Al contrario: lo mío será subrayarlo. Y celebrar estos cincuenta años transcurridos desde su deslumbrante explosión. ¿Quién tiene la fecha? Aunque no hay consenso, nadie podría negar que La ciudad y los perros (1963), de Mario Vargas Llosa, y Rayuela (1963), de Julio Cortázar, algo han tenido que ver con su detonación. Los nuevos detractores del Boom han sacado otra vez el viejo memorial de agravios y repetido las vetustas diatribas de siempre. Pero yo voy a celebrar, pues he crecido leyéndoles, admirándoles y aprendiendo de su maravillosa literatura. Hay mucho que agradecerles. Aunque teníamos en Latinoamérica novelas importantes antes de los años 60 del siglo pasado, lo cierto es que apenas sí teníamos novelistas. Quiero decir que aquellas obras previas al Boom o fueron libros únicos de sus autores o, con muy raras excepciones, pertenecieron a repertorios bastante magros. Para mal y para bien, en América Latina el novelista profesional fue inventado en esa década prodigiosa.

Claro que hay más. A mediados del siglo pasado, la narrativa en lengua española había caído en el marasmo de un realismo más bien soso, convencional. La poesía, en cambio, venía de recorrer varias décadas de esplendor a ambos lados del Atlántico. Sin embargo, nuestra novela no acababa de modernizarse, no lograba asimilar el ímpetu renovador que las vanguardias artísticas habían inoculado en otros ámbitos de la cultura. Así fue hasta La llegada de los bárbaros (2004), como los llamaron Joaquín Marco y Jordi Gracia en aquel volumen recopilatorio sobre la recepción de estos narradores en España. Cierto: no es posible formular una estética común al leer las novelas publicadas en esos años, porque no la hay; pero sí es notorio, de una a otra, el empeño de sus autores por reinventar el género, por zafarle esa rémora tradicionalista que ya le impedía respirar. Y eso también es de agradecer.

En esa época empezó el influjo desorbitado que el marketing del libro tiene hoy en el medio literario. Muchos críticos de entonces atribuyeron esta indeseable anomalía a los autores del Boom. A esta parte, sin embargo, nos resulta evidente que se trata de un fenómeno extendido y complejo que desborda el ámbito de una lengua en particular. Y a pesar de todo, por potente que sea, sabemos que ninguna campaña publicitaria podría dotar a una novela de las calidades literarias que no tiene. Una cosa es vender libros y otra muy distinta conseguir que perduren en la memoria de los lectores. Si bien es cierto que los novelistas del Boom recibieron la primera gran bendición de la publicidad editorial globalizada, el tiempo se ha ido encargando de poner a cada quien en su lugar. Y ahí están.

No ignoro los desaciertos que se propiciaron en los entornos del Boom, sobre todo los concernientes a las odiosas listas y a las exclusiones inaceptables. Con todo, cabe preguntarse qué tanto de aquel barullo puede atribuírsele directamente a los autores. Sabemos que durante unos pocos años hubo un grupo de novelistas latinoamericanos que se apoyaron entre sí; sabemos que recibieron el respaldo de las industrias editoriales catalanas y argentinas; sabemos que estuvieron solidarizados con la causa de Cuba y que esa misma Revolución los distanció después; sabemos que alrededor suyo hubo trastienda, hay habladurías y siempre habrá leyenda; pero sabemos, sobre todo, que del Boom proviene un puñado de obras maestras que han permanecido vigentes durante todos estos años y que sabrán hacerlo por mucho tiempo más. Y eso, en definitiva, hay que celebrarlo.

 


Carlos Fuentes, José Donoso, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, entre otros.

Segunda anotación

Cuando un fenómeno literario o estético logra una gran repercusión cultural, le sobrevienen epígonos por doquier. Todo el mundo quiere su pedacito de gloria, ya se sabe; incluso hay quienes, para conseguirlo, imitan sin pudor. Hasta este punto, no he dicho más que una perogrullada: cada ratón va por su queso. La cuestión se pone verdaderamente espinosa, sin embargo, cuando dicho fenómeno literario o estético se vuelve hegemónico. El prestigio que logra un determinado núcleo de autores y de obras resulta asaz contundente; de manera que, en lo sucesivo, no parece posible crear de una forma alternativa. Y esto ahoga, desde luego, cualquier exploración artística distinta. Algo parecido ocurrió con el Boom de la novelística latinoamericana.

Aunque hubo una gran pluralidad de estilos e inclinaciones en la narrativa de aquellos años 60 y 70, algunos rasgos generales predominaron en sus obras más emblemáticas. La búsqueda de la “novela total”, por ejemplo; o la experimentación formal; o el rompimiento de la linealidad temporal. Trazas como estas presuponen un atento trabajo de lectura; es decir, un esfuerzo para desentrañar los hilos del relato. También es cierto que ponen de manifiesto una vocación de trascendencia, una filiación de sus autores con la “alta cultura”. Bueno, nada que objetar: estas características del Boom son tan válidas literariamente como sus opuestas. He aquí la nuez del asunto que quiero plantear.

Sucede que hacia finales de los años 60 surgió otra tendencia en la novelística de este continente. Y digo tendencia y no momento, ni generación, porque tanto el Boom como el “Posboom” han sido precisamente esto: maneras de concebir el arte de la novela. Pues bien, quienes acogieron esta segunda desde el inicio de sus carreras tuvieron, durante muchos años, serias dificultades para legitimarse como escritores. Dado que la corriente mayoritaria del “Posboom” transitó por senderos narrativos muy diferentes a los del Boom, sus obras no parecieron entonces dignas de mayor consideración. Teniendo las perlas tan bien vistas, los lectores y la crítica no iban a molestarse en escudriñar una cantera de esmeraldas.

Lo primero que distinguía a esa otra narrativa era su alejamiento de la “alta cultura”. Y la incorporación de manifestaciones estéticas provenientes de la entraña popular, en especial aquellas que pasaban por los medios masivos de comunicación. Entre divas y boleros, películas y tangos, galanes y tebeos, estos novelistas hallarían el mejor repertorio de tonos y de personajes para su propia literatura. De esta suerte, géneros como el melodrama y el folletín serían revisitados creativamente por ellos y, sin duda, reivindicados con sus obras. Tal es el caso de Manuel Puig, principal precursor del “Posboom” y, posteriormente, autor de una de sus obras más señeras: El beso de la mujer araña (1976).

Durante algunos años estas dos tendencias coexistieron, se traslaparon; de allí que no sean propiamente momentos literarios. Tampoco diría que son generaciones si me remito a un pequeño pero significativo ejercicio de memoria. Pienso en tres obras muy representativas del Boom. La ciudad y los perros (1963), Cien años de soledad (1967) y El obsceno pájaro de la noche (1970). Ahora me muevo unos cuantos años hacia adelante. La sensibilidad mayoritaria, fatigada del experimentalismo, empezó a reclamar sencillez y comunicabilidad; incluso historias de amor. Lo diré sin más: los lectores y la crítica se acordaron de que, además de las perlas, existían las esmeraldas. Y las buscaron. Rememoro tres novelas típicas del “Posboom”. La tía Julia y el escribidor (1977), El amor en los tiempos del cólera (1985) y La misteriosa desaparición de la Marquesita de Loria (1979). Tal cual: Vargas Llosa, García Márquez y Donoso.

No estoy queriendo decir que los novelistas del Boom y del “Posboom” sean exactamente los mismos. Sólo afirmo que cuando uno se aproxima a estas dos tendencias narrativas acierta más si piensa en obras y no en autores. Pero desde luego que en esta segunda hubo una espléndida afluencia de nuevos escritores y, sobre todo, de nuevas escritoras. Al cabo de tantas décadas transcurridas, lo que sí percibo es un cierto agotamiento del “Posboom”. Me explico: con demasiada frecuencia el parámetro de la sencillez ha devenido en simpleza, lo cual acusa desgaste. Quizá sea tiempo de recordar que, además de perlas y esmeraldas, existen rubíes y amatistas y diamantes.