Artículos y reportajes
Gabriel Jiménez Emán
Gabriel Jiménez Emán.
Sueños y guerras: notas a propósito del más allá para reflexionar sobre el más acá

Comparte este contenido con tus amigos

Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950) es narrador, poeta, crítico, ensayista, investigador, antólogo y traductor, pero junto a todo eso, un inquieto intelectual, atento a las mejores formulaciones de su arte y a las tribulaciones de su tiempo. Quizás no pocos lo sepan por haber leído sus libros en Casa de las Américas, en La Habana. Yo, por ejemplo, he vuelto a él en varias oportunidades para repasar sus selecciones y estudios sobre el cuento brevísimo, inasible pececillo de aguas híbridas del cual nuestro invitado es un agudo conocedor junto a David Lagmanovich, Lauro Zavala, Juan Armando Epple y algunos más, lo prueban sus antologías Los 1.001 cuentos de 1 línea (1981) y Ficción mínima: muestra del cuento breve en América (1996).

Lo expresado acerca de sus inquietudes creativas, culturales y sociales comprende todos los ámbitos cognitivos de su interés, desde la poesía o el sutil ejercicio de la traducción, hasta la experimentación fabular de un texto como Averno, novela del año 2006 en la cual Jiménez Emán, apelando a la anticipación, entrevera cuestiones de actualidad por el estilo del papel de la tecnología, la ética, el poder y la violencia, conflictos del siglo XX heredados por el XXI aun con mayor sacrificio a causa del desenfreno de flagelos tan dramáticos como el terrorismo, la droga, la corrupción política, la labor solapada de las transnacionales intentando banalizar y desideologizar a la ciudadanía, especialmente a la juventud, entre otros azotes de suma importancia para quienes habitamos hoy nuestro planeta y nos desvelamos por su preservación y el incierto futuro de nuestra especie.

Pero tales conflictos no nacieron sólo en la anterior centuria; en ella quizás se sofisticaron y agudizaron hasta niveles irracionales; su irrupción se produjo, como todos sabemos, en las grietas, ambiciones y caudillismos surgidos durante las mismas gestas de independencia, dilemas contra los cuales batalló Bolívar mientras le alcanzó la vida, con tanta claridad y arrojo como lo hizo con la espada contra el colonialismo español. Muerto el Libertador, estas dificultades se exacerbaron de manera dramática. Tanto más cuando meses antes había también desaparecido el mariscal Antonio José de Sucre (Cumaná, Venezuela, 1795; Montaña de Berruecos, Colombia, 1830), otra de las mentes más lúcidas y aguerridas de aquel tiempo. Precisamente las intrigas y deserciones, que tanto dolor causaron a Bolívar y registró en detalle García Márquez en El general en su laberinto (1989), constituyen una de las claves de la alucinante novela Sueños y guerras (Colección Alba Bicentenario, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2012), de Jiménez Emán, sólo que en este caso quien vive estos sinsabores no es Bolívar, sino el propio Sucre, el más fiel de los generales bolivarianos, hombre, sin duda alguna, de todos los tiempos. De él dijo Martí que fue “hombre solar” cuyas “victorias eran puras; su amistad, viril; su corazón, de alas; su muerte, súbita y sombría, como la puesta de la luz. Por él parecen reales, aun a quien lleva los ojos sin vendas, las peleas de los dioses, y aquellos escudos de oro que bajaban del cielo a defender a los héroes”.

En efecto, Sueños y guerras recrea de forma sorprendente los avatares de la vida militar, familiar e íntima de Sucre, aunque haciendo mayor énfasis en lo primero. De este modo, la novela se inscribe en la narrativa latinoamericana de índole histórica, pero no al estilo convencional como vimos en buena parte de la novelística pretérita de esta especie, sino más bien como una narración plena de asombros, enriquecedora y apasionante, uno de esos textos que leemos de un tirón, no por su extrema brevedad (118 p.) —si algo echamos de menos en ella es que no haya desenvuelto con más holgura ciertos pasajes, no habernos entregado unas 300 o 500 páginas—, sino porque es una obra bien urdida, narrada con precisión y atractiva a más no poder debido a los aspectos esenciales de la existencia de Sucre recreados en la ficción. Lo que leemos no nos deja tranquilos por mucho tiempo, tanto porque queramos meditar por las razones de las estrategias narratológicas a que apela el autor (para mí, lo declaro, imprescindibles), y a la vez porque lo contado nos dejará atónitos, al lanzarnos de los poros a los abismos y de ahí a las estrellas, pero no como interlocutores complacientes, sino haciéndonos participantes activos de las vivencias íntimas, épicas e históricas del protagonista, de sus luces y desdichas; reitero, no como receptores neutrales, sino bajtinianos, polémicos, contradictorios e irritados al ver cómo inescrupulosos individuos hicieron polvo en aquel entonces los sueños y las guerras de Sucre y, también, a causa de ciertos errores cometidos. No por gusto Martí se refirió con tanta vehemencia a esos tiempos en Nuestra América y no por azar mostró al suyo los grandes retos que tenía por delante, incluidos los enormes peligros que ya se le acercaban.

“Sueños y guerras”, de Gabriel Jiménez EmánAsí, en Sueños y guerras se alista en la estirpe de novelas que en la América Latina, desde finales de los años sesenta, ha venido dándole un vuelco decisivo a la presencia de lo histórico en sus páginas, en especial para contrarrestar los desenfoques, vacíos y distorsiones que venían causando —por las razones que fuesen— muchos discursos historiográficos (y novelísticos) habituados a los pedestales, a las representaciones marmóreas de los próceres y de los acontecimientos descritos; sin contar, además, cómo ignoraban olímpicamente el heroísmo de miles de hombres y mujeres anónimos que en su presente forjaron esas mismas historias. En este sentido, Sueños y guerras es una feliz continuadora de Biografía de un cimarrón, El mundo alucinante, Yo el Supremo, El arpa y la sombra, Que te perdone el viento, Santa Evita... y otras ficciones que desde la poética del cambio se han centrado de manera más específica en Bolívar, Sucre, Manuelita Sáenz y otras ilustres figuras de la Independencia. O acaso es, de igual forma, impulsora indirecta de otras indagaciones sobre Sucre al modo de Qué solos se quedan los muertos (2007), del boliviano Ramón Rocha Monroy, y El Mariscal que vivió de prisa (2009), del colombiano Mauricio Vargas Linares.

Ciertamente la historia de Jiménez Emán nos entrega sin respiro la breve vida de Antonio José de Sucre (sólo vivió 35 años), una presencia llena de humanismo real, palpable (¡qué paradoja en esta fabulación!), con sus luces, claroscuros y angustias, trayectoria incandescente y meteórica que resume el propio héroe en la frase de “sueños y guerras”, pues sus días desde la infancia —lo sentimos en esta novela con la fuerza de un amigo que nos confiesa algo tan suyo— no conocieron con propiedad otro escenario más allá que el del fragor militar.

La ficción, desde luego, no pretende abarcarlo todo (algo por demás imposible y negativo en el arte de narrar), pero tenga el lector la seguridad de que va a conocer de Sucre y de su tiempo como pocas veces hemos experimentado con los libros de historia; vamos todos, asimismo, a amar más a este brillante militar, político, estadista y pensador; y lo mejor, vamos a tratar de descubrir en otros textos las respuestas a los oscuros que con toda intención el novelista diseminó por aquí o por allá, laberintos que, como toda novela escrita con rigor y calidad, vienen a ser signos valiosos para comprender las encrucijadas y plenitudes solares del presente, este que ahora mismo nos hace sentir a todos los latinoamericanos —incluso a los pueblos aborígenes otrora tan preteridos— tan cerca unos de otros, en este ramillete de naciones de nuestra América que Sucre ayudó a edificar.

Sueños y guerras está llena de tensiones, aprendizajes y sucesos trágicos, no pocos relacionados con los acontecimientos de las guerras que libró el Mariscal, como el memorable pasaje en que confundido vive instantes angustiosos porque llega a pensar que Bolívar desdoraba sus capacidades y jerarquía militares al asignarle la tarea de garantizar la retaguardia, los avituallamientos, al momento de estarse al librar una gran batalla. Cuando, por letra del mismo Sucre, Bolívar conoce las inquietudes que lo desconcertaban transitoriamente, le escribe una carta que constituye uno de los episodios más hermosos de los tantos incluidos en la narración que comentamos. Como podrán imaginarse, Sucre se sintió muy apenado, pero como era un gran hombre, su fidelidad a Bolívar creció aun más. No por gusto el Libertador lo consideraba uno de sus más brillantes generales y un diplomático excepcional, y también, un hijo amadísimo.

No todo, sin embargo resulta tan grave en la obra; el humor se infiltra a ratos con especial ingenio, dándonos pistas significativas para comprender que estamos leyendo historias de seres humanos, no imágenes encorsetadas. Buen ejemplo de ello se observa cuando Sucre refiere la reacción de Bolívar después de conocer el poema que Olmedo le dedicara; de paso, el protagonista desliza sus criterios en torno a Simón Rodríguez. Dice el narrador:

Recuerdo que en una ocasión Bolívar se molestó con el general ecuatoriano José Joaquín Olmedo porque éste exageró sobre su persona en su famoso Canto a Junín. Se molestó de una manera muy decorosa, es cierto, pero le insinuó a Olmedo en una carta que aquello de estar comparándolo con los dioses del Olimpo griego era demasiado, y hasta lo mandó a leer de nuevo a Homero. A mí me dio vergüenza ajena cuando me enteré de aquello, pues el general Olmedo es todo un caballero y estoy seguro de que no lo hizo por adular a Bolívar, sino para enaltecer la poesía de la Independencia. Pero Bolívar en esos días estaba acompañado en el Perú por don Simón Rodríguez, su maestro de la infancia y doctor en cosas literarias, y una de las lenguas más viperinas que han pasado por América en todos los tiempos. Se ve la mano de don Simón en esas cartas de Bolívar a Olmedo, se ve su estilo irónico y sangriento. Yo respeto mucho al maestro del Libertador y creo en sus capacidades creadoras e inventivas, pero hay que admitir que ya está un poco chiflado (2012: 59).

Como puede colegirse, Sueños y guerras es una novela de tonalidades insospechadas, aunque prevalezca en ella el acento más trascendente. Por su tema y propósitos no podía ser de otra forma, pero es rica en matices, tantos como para querer releerla poco después de concluir su lectura. Y ya que trascribí ese pasaje, podrán, por su escritura, tener una idea de la difícil sencillez del estilo de la obra, de la fineza de su voz relatora, de su depurado discurso y de la complejidad técnica alcanzada, como puede ser el haber erigido una omnisciencia otra a partir de la enunciación protagónica, es decir, desde la focalización del yo, de un yo que, además, tiene la capacidad de originar constantemente una orquestación polifónica. ¿Es esto una contradicción? No, más bien todo lo contrario: un formidable acierto narrativo. Sin constituir un recurso nuevo en el quehacer literario latinoamericano, sí sobresale por ser una ingeniosa y primordial solución para alcanzar los fines deseados. Los lectores, en el sosiego de su hogar, encontrarán por qué.