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Gustavo Adolfo BécquerGustavo Adolfo Bécquer (VI)
Yo tengo fe en el porvenir

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No por haber regresado de Veruela, sin ningunas ganas de hacerlo, dejaba de pensar en Gustavo Adolfo Bécquer, ni de consultar su breve obra. Es cierto, o puede serlo, que hay lugares que parecen más propensos a la meditación, a la lectura de algunas obras, y a su posterior reflexión, que otros. Pero no menos cierto es que conforme pasan los años, el hombre se hace más cómodo, más animal de costumbres. A mí, por lo menos, cada vez se me hace más duro dejar mi habitación, donde estoy rodeado de todos aquellos libros que he querido y deseado, y de varias cosas más: objetos, recuerdos, fotografías... Aun así sigo conservando casi intacto mi gusto por el viaje. Aunque me cuesta ponerme en marcha.

—Es una cosa que nos deberían inculcar en la misma escuela: salir de viaje supone, o debería suponer, salir de uno mismo, ver, mirar, observar, estudiar el carácter de una nación, buscar las propias raíces en una palabra.

—Ese es el viaje ideal, don Gustavo; y, sin duda, debería ser la meta de todo viaje; pero hoy en día se viaja porque está de moda, y por nada más. Siempre se visita, por otra parte, los lugares que las agencias de viajes marcan con sus catálogos impresos en buen papel y con bonitas fotografías.

—¡Qué pena!

—Hay gente aquí en el país que ha estado en Cancún, en México, en la India o en China, y no sabe ni dónde está Sigüenza ni si tiene catedral o puerto de mar.

—Ellos se lo pierden. Yo, por mi parte, hubiera querido disfrutar de buena salud y haberme movido más por el país.

—Viajar en su época era heroico, desde luego. Siempre me acuerdo de la descripción que hace usted del viaje de Madrid a Tudela y de Tudela a Tarazona en la primera de sus cartas. Aunque comparado con lo que pasó el pobre de George Borrow, el autor de La Biblia en España, lo suyoes casi un chiste.

—Sí, tiene usted razón: aquello eran viajes heroicos aun siendo, algunos de ellos, bastante cursis. Tal vez nuestra época, la mía quiero decir, se libró de mucha cursilería por los momentos tan terribles que vivió a lo largo de todo el siglo; pero en otros países...

—Con respecto a eso y a los viajes, el otro día estando en un bar, vacío, tenían la tele en marcha, cosa sin la cual ya parece que nadie puede vivir. Estaban pasando un programa sobre la supervivencia de los lobos en los Alpes. El programa estuvo muy bien. Y se vino a decir que la aristocracia, aburrida, sin metas, cuando ya no quedaban lobos, y el paisaje estaba medio esquilmado, puso de moda, allá por el siglo XIX, subir a las escarpadas cumbres de los montes para disfrutar, desde allí, de un paisaje único. Porque lo era, y porque poca gente contaba con los medios y el tiempo para dedicarse a las escaladas.

—Pero esas restricciones, querido amigo, y por lo que veo, son ya cosas del pasado. Hoy se han democratizado el ocio, el exotismo y los lugares pintorescos. Creo que podríamos decir eso de dime a dónde viajas, y te diré quién eres. Ahora en cuanto llega cualquier festividad las carreteras se llenan de coches. ¿Se distraen ustedes así?

—Yo no. A mí no me gusta conducir. Tal vez yo preferiría un viaje como el que usted describe. Pero no hay que olvidar que ese relato está escrito por usted. Seguramente la realidad no sería tan poética. Al fin y al cabo todos, en esta vida, hemos aguantado a personajes que se creen graciosos o se las dan de campechanos. Muy a menudo, cansan.

—Sí, tiene usted razón. Pero eso no es óbice para quedarse en casa y no salir. Un viaje es una aventura. Y unos días todo puede salir bien, y otros estropearse todo. Hay que saber afrontar las dificultades con entereza. Y seguir teniendo esperanza.

—La esperanza y la fe se debilitan con el paso del tiempo. Como todo.

—No, todo no. ¿Usted sabe la enorme cantidad de historia que atesora nuestro país? ¿La enorme cantidad de lugares que nos quedan por visitar y por conocer?

—Muchos. Inabarcables. Pero, ¿para qué nos sirve estar yendo del románico al gótico, del gótico al mudéjar y subir por caminos de cabras en busca de una iglesia mozárabe que se está cayendo a pedazos?

—Hombre. Yo creo que eso de la utilidad ya lo teníamos claro. No obstante, se lo volveré a decir: para usted, como para muchas personas, es importante saber la etimología de una palabra. Conociéndola les da la impresión, tal vez cierta, de que manejan el idioma con más precisión y soltura. Y, sin embargo, a nadie se le ocurre estudiar las ideas morales de un pueblo, la forma de alimentarse, de vestirse o de celebrar sus fiestas y funerales. Y tal vez eso explicará algunos de nuestros comportamientos (1).

—No sé qué decirle, francamente. Dudo ya de las etimologías: cada uno escribe como quiere y dios le da a entender; y los comportamientos están más que uniformados. A veces tengo la impresión de que somos un pueblo de muertos, la sombra de lo que fuimos, o la pesadilla de un guerrero medieval.

—Siempre ha habido gente que ha escrito mal. Ahora bien, en mi época no había eso que, en principio, me pareció una buena idea: el que los periódicos sean digitales, y cualquier lector pueda comentar la noticia. En un principio, interesado, leía los comentarios de los lectores; me parecían más interesantes que la propia noticia. Pero, ¡por Dios! últimamente no hacen sino insultarse los unos a los otros, faltarse al respeto y escribir con unas horrorosas faltas de ortografía. ¿Cómo dejan publicar esas cosas? ¿No hay ningún criterio ni censura? ¿Qué se ha hecho del buen gusto?

—Pues si quiere usted que analicemos unas costumbres teniendo en cuenta otras, es posible que este demadejamiento del idioma sea hijo de aquella campechanía del castellano viejo; o de esa que describe usted: el personaje que abre ventanillas del vagón, se levanta, se sienta, molesta a unos y a otros y no deja a nadie en paz.

—Algo deberíamos hacer para solucionarlo, ¿no cree usted?

—Le agradeceré cualquier idea al respecto.

—Ya lo dijo otro escritor español: el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando. Y tal vez se cure el desprecio a la lengua leyendo a los clásicos y aprendiendo a razonar sin molestar a nadie.

—Difícil me lo pone. Eso tal vez funcione en un pueblo con gente más humilde y sensata. En el nuestro todos nos consideramos maestros, y nadie discípulo. Aquí el más pintado, quien no ha visto un libro ni por el forro, es capaz de darle a usted lecciones de gramática, ortografía y lingüística comparada. Y cuando no esté de acuerdo con él le sacará sus atributos como argumento. También dijo ese mismo escritor que el verdadero órgano de volición de los españoles son los c...

—¡Vaya con don Miguel! Siempre tan tremendo. Pero no le falta razón. Aun así yo sigo teniendo fe en el futuro. Sigo pensando que el Estado debería costear salidas a los pueblos y a las aldeas a fin de recoger tradiciones, poesías, costumbres. Y promocionar la lectura de los clásicos. Quizás de esta forma conseguiríamos algo.

—Lo dudo. No obstante, estoy dispuesto a creer que puede ser así, tal vez porque necesite creer en algo.

—Sigo manteniendo mi proyecto: el Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios (2).

—Eso que dice usted ya se hizo en este país. Se aplicó algo similar en la Residencia de Estudiantes: los profesores organizaban salidas al campo con los estudiantes. Y maestros y poetas, entre ellos un paisano suyo, recorrieron los pueblos en busca de tradiciones y cantares.

—¿Y no fue el resultado un nuevo siglo de oro? Sí, tal vez he exagerado un poco; pero no me negará que fue una época brillante.

—Cercenada por la brutalidad de una guerra.

—Bueno, pues tal vez hay que volver a intentarlo.

—¿Sabe? Cuando leo las hermosas palabras que dedican usted y Galdós al mundo de la enseñanza, me emociono. Una y otra vez, en serio, me he leído su hermosa carta IV; y una otra vez, con ella, he intentado recuperar mi fe, mi esperanza.

—Y le resulta imposible.

—Sí, porque además hay otro problema del que no hemos hablado: la mala fe de historiadores, políticos, literatos y demás que ponen, por encima de todo, sus tonterías y originalidades. Cuando no sus absurdas interpretaciones.

—Estoy al cabo de la calle, querido amigo: recuerde que era partidario de Narváez, y amigo y protegido de González Bravo. Y cuando no se han tenido argumentos literarios en contra mía, se ha tirado mano de mis tendencias políticas.

—Por desgracia eso no solamente se ha hecho con usted. Ha sido la tónica general de este país. Y no hace sino enmascarar la ignorancia: se demoniza aquello que se desconoce, y así se cubre la propia ignorancia.

—Y la ignorancia es muy atrevida. Yo esperaba que estas salidas, estos viajes, sirvieran para el conocimiento de unos y otros, y que con el conocimiento surgiera el mutuo respeto. Pero veo que no es así. Creo que en nuestro país falla el concepto de nación. Esto parece una casa donde todos sus miembros están mal avenidos: cada uno busca sus intereses, su provecho, importándole un ardite el vecino y sus problemas.

—Está usted tocando un problema candente. Y que el otro día, cuando hablamos de su amigo Augusto Ferrán, ya estuve a punto de plantearle. Qué curioso que el mejor compositor de coplas andaluzas sea un madrileño.

—Sí, es verdad. La cosa tiene su chiste. Y los mejores poetas en castellano, salvo Garcilaso, son andaluces. Y el arroz es originario de China, como la pólvora... Sí, querido amigo, tal vez deberíamos viajar más.

—Y leer más, pero cambiando un poco de mentalidad.

—¡Ah! Querido amigo, la Humanidad es lenta en sus avances.

—Creo que sucede así porque muchas veces es incapaz de ver más allá de sus narices.

—Es posible. Si olvidamos los intereses espurios que se meten por el medio.

—Y la necedad. Hace algún tiempo, un conocido me vio con un libro suyo bajo el brazo. Y lo primero que hizo, como si dominara la materia, y lo supiera todo, fue decirme que Bécquer era bastante reaccionario, ¿no?

—Bueno, si va usted a hacer caso de todo lo que dicen. Yo los remitiría a la carta IV. Creo que allí está todo suficientemente explicado.

—Eso pienso yo también. Pero a veces no leemos más que lo que queremos leer. Por eso le decía el otro día que el buen lector, el profesor, tiene que estar un poco por encima de su época.

—Es difícil estar por encima de la propia época y del propio tiempo; pero sí, es algo que, como mínimo, se debería intentar. Sigo pensando que los viajes y los contrastes de pareceres es lo más indicado. Aunque, desde luego, también hay que preparar el terreno, de lo contrario nos arriesgamos a ser tontos en la villa y en Castilla.

—Hace algún tiempo hubo una editorial que publicó el Romancero. Y pagó una excursión por tierras de Castilla y Zamora. Gracias a eso se recogieron viejos romances. Algunos los cantan señoras mayores, de ochenta o noventa años. Los he puesto en clase más de una vez.

—Creo que ese es el camino...

—Algunos alumnos se partían de risa.

—No espere, nunca, caerle bien a todo el mundo. Por regla general la primera manifestación de la ignorancia suele ser la falta de educación.

—A otros muchos alumnos les encantaban esos romances, sin embargo.

—Tenía que sacarlos de las aulas y llevarlos a los pueblos y a las aldeas.

—Ojalá pudiera. Pero no se empeñe: usted y yo estamos hablando de una educación integral, y lo que interesa en la habilidad para hacer algo.

—Eso es cercenar al hombre.

—Nunca mejor dicho.

 

Notas

  1. Desde mi celda, carta IV.
  2. Desde mi celda, carta IV.