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Ilustración: Alan RogersonLa palabra de los textos

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La palabra ordena el universo de las palabras, como un principio que está presente en las cosas nombradas sin confundirse con ellas, al modo inequívoco de una trascendencia y, por qué no decirlo, de una transparencia: decir es mostrar lo callado.

En los textos, donde se piensa y habla, emerge la necesidad de un orden que realice el compromiso del lenguaje con la verdad. Acaso en ellos, esa necesidad resulte más evidente que en la oralidad cotidiana: lo que se escribe, se revisa; lo que se corrige, es aquello que se ha repensado. La escritura es la lectura reflexiva del pensamiento propio y ajeno, un ejercicio de comprensión de los límites, locus de inicio y apertura.

Entonces, la palabra deja de percibirse como pieza de trueque en el mercado, donde la producción y el consumo parecieran dictar el ethos predominante. Hay una ética que exige un compromiso distinto del formulado en la utilidad del uso. La ética de la libertad encuentra en la palabra que porta el pensamiento una confirmación plena de que el habla, más que un recurso de conexión para el intercambio, es un curso de comunicación para la comprensión. Liberar la palabra significa expresar el pensamiento, hecho liminar de la existencia, que confirma el ser.

El habla silenciosa de la escritura constituye, a la vez, confesión pública y secreto privado, una conversación íntima entre un yo que escribe y otro que lee, una complexidad hacia el centro de lo indicto: el texto habla a partir de lo que calla. Verdad y misterio lo habitan.

En el silencio de los mejores textos, de aquellos que no son recetas o fórmulas, mercancías para el uso, se verifica un encuentro, la apertura a una zona abierta y, también, cerrada a los ojos y a los labios, donde escritor y lector se inician de un modo inefable.

En los momentos de privilegio de los mejores textos, la apertura de ese encuentro adquiere la forma de una mansa entrega, parecida al amor.