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La chica del Mini

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Pasillo de por medio, negro y de techo blanco, transversal a mi cochera, que era la última de la fila, aparcaba el Mini. Si lo miré dos veces fue porque me gustaban los Minis.

Pero sucedió un extraordinario discovery. Una tarde, sentado en mi coche y a punto de arrancar, por el pasillo a mis espaldas apareció el Mini rugiendo. Se detuvo ronroneando y aparcó rápidamente con inusual destreza. Quien lo condujera gustaba hacer las cosas rápido, sin pérdida de tiempo... para llegar a casa y tumbarse en el sofá.

Del Mini descendió un hada, sugestiva y hechicera... y nadie más. Ningún humano. Sería la conductora. La vi por el espejo retrovisor. En realidad sólo parte de ella, la inferior. Dos finos y delicados tobillos aparecieron por debajo de la puerta del Mini como en las películas. Primero uno y luego el otro..., es lo habitual. Estaban calzados en brillantes zapatos negros de tacón mediano —un estilo Luis XV... o algún otro Luis—, nada escandalosos ni sexys. Le daban a sus tobillos un encanto peculiar. Encajaban uno con otro en fascinante armonía, como lo más selecto de una obra musical. Me entretuve admirándolos el breve tiempo que permanecieron a la vista. ¡Hermosos, sugerentes! Revolotearon un segundo como buscando alguna cosa en el interior del Mini y luego, taconeando con la misma destreza con que aparcaron, se esfumaron por la puerta que daba acceso a otra finca y que, para peor, estaba al lado de la cochera. Un hada habitaba en la finca lindera a la mía.

Ella no reparó en un humano agazapado en su coche. Desapareció antes que pudiera abandonar el espejo y estirarme para verla a través del vidrio. En mi retina, y en algún lóbulo cerebral, se instalaron sus fascinantes tobillos y los Luis XV... y allí se quedaron.

Un aplastante silencio sobrevivió a la fugaz aparición. Sentado en el coche repasé las imágenes grabadas. ¡Qué fascinantes tobillos! ¿Cómo habrán hecho los genes para que las líneas del cuerpo se dibujaran de una manera tan seductora..? Una y otra vez los veía andar, revoletear y taconear. Mi imaginación subía y descubría dos bellas piernas, un esbelto talle, un cuerpo de hada, vital, asombroso y explosivo, pero sin rostro. Es difícil imaginar los rostros.

El Mini comenzó a figurar en mis sueños. De día y de noche, despierto, dormido o amodorrado, comiendo, trabajando o amando. Cada vez que bajaba al parking me fijaba en la cochera vecina. A veces estaba el Mini, lo que me daba una sensación de aquiescencia y otras veces, sin poder evitar un leve desencanto, la encontraba vacía. ¿Dónde estaría?

Desde entonces utilizaba el coche asiduamente. A veces solamente arrancaba y hacía gestos de pensar en algo importante. Ella no aparecía. Otras veces abría el capot y fingía revisar el motor mientras mis ojos se desviaban hacia el lugar donde estaba —o no estaba— el Mini. No era una conducta equilibrada, pero no podía evitarlo. No entiendo de equilibrios.

La imaginaria beldad nada sabía de mi ansiedad. Aparecía ocasionalmente y se dejaba ver por partes. Las ocasiones tampoco coincidían. A veces, cuando yo entraba al parking, ella estaba a punto de subir al Mini. Milésimas de segundos de diferencia. De soslayo veía los tobillos y los Luis XV. No me daba el tiempo para alcanzar a verla, salvo que corriera como un calentón, cosa que no pensaba hacer..., por ahora.

Cuando llegaba a mi cochera el sol ya se había puesto. No obstante, en medio del crepúsculo, alcanzaba a ver el revuelo de una falda de tweed de color ceniza, un delgado tobillo y un solo zapato de charol con el tacón de 4 centímetros. Ella puso el contacto y, fiel a su estilo, salió a la disparada. Yo la seguía con la vista. Ella entraba al parking por el pasillo a mi espalda y salía por delante. Nuestras cocheras estaban justo en la curva.

Debo afirmar con orgullo que en ningún momento caí en la desesperanza. Estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario. El amor y el tiempo son dos desconocidos.

Necesitaba una estrategia. Mirando por el retrovisor sólo podía verla cuando descendía y, aunque mirara por el vidrio, tampoco lograba una visión total. Llegaba hasta casi la cintura. Si me estiraba demasiado para verla corría el riesgo de que ella advirtiera que un vecino, en grotesca postura, la estaba espiando. ¡Vergonzoso! Peor sería esperar fuera del coche. Los vecinos pasaban y me saludaban al pasar. Comenzarían a imaginarse cosas..., no tan bellas como las mías... ¿Qué es lo que hace este aquí?

La visión hasta la cintura me dejó conforme. Los tobillos continuaban en dos esbeltas piernas que se ocultaban dentro de la falda de tweed. El talle era cimbreante, travieso y movedizo. Un hada llena de energía. Algo cósmico habitaba en ella. Un sistema solar completo.

Me fui enamorando de nada. El amor borboteaba en mi interior y fluía como en un volcán. Por eso explotan los volcanes, ahora entiendo. Están enamorados y lo muestran a los cuatro vientos. En la cochera del Mini caería mi lava ardiente de corazones derretidos.

En otra ocasión la vi justo cuando dejaba mi coche. Primero los Luis XV de charol, luego los delgados tobillos... Luego, de espaldas y ligeramente agachada, se puso a buscar algo en el asiento trasero. Yo veía agitarse la falda de tweed. No podía quedarme como un poste mirándola. Resignado, para no ser visto como un vulgar voyeur, seguí de largo.

Sumando datos pude completar la figura que tenía en la cabeza. Sólo faltaba el rostro. Era un hada delgada y esbelta a tono con los tobillos, alta pero no mucho, de cabellos castaño oscuro, que tampoco eran demasiado largos. Lucía una falda de tweed como el primer día. Las piernas seguían el diseño de los tobillos y siempre estaba revolviendo en el asiento trasero como buscando algo. Las células madres hicieron su trabajo a la perfección. Así son las madres. La realidad iba de la mano con mi fantasía. Todo encajaba. No era lo que se dice una criatura sexy o llamativa; más bien algo recatada, pero todo en ella, a partir de los tobillos, parecía fascinante. Una criatura para explorar y descubrir cada día... durante muchos años.

Otras veces, ya descendida del Mini, pude verla caminando de espaldas hasta la puerta de su finca. No alcanzaba a ver más de tres pasos. Los suficientes para seguir enamorando.

Vestía faldas abiertas que flameaba al ritmo de sus pasos. Era inquieta y movediza. Caminaba dando imperceptibles saltitos. Me prometí investigar eso de los saltitos. En la siguiente ocasión la observé detenidamente, científicamente. Recién bajaba del Mini. No daba pasos regulares, sino que uno podía ser más largo o más corto que el otro. Entonces aparecían los pequeños saltitos para igualar las pisadas. ¡Encantadora! ¡Sencillamente encantadora! ¿Cómo podría existir, justo frente a mi cochera, una criatura tan hechicera..?

Arribé a la conclusión de que había encontrado un hada de verdad. Las había. Así como hay brujas, también hay hadas y una de ellas aparcaba frente a mi cochera. El Mini disimulaba una principesca carroza, lujosamente engalanada. El destino me otorgó el privilegio de enamorarme de un hada. Eso no tendría nada de extraordinario si no fuera porque yo lo sabía. Sabía que era un hada. Debería llevar una varita mágica oculta en su cartera.

Imaginaba posibles encuentros. Quizás podríamos vivir una experiencia prodigiosa. Ella alzaría la varita y me haría volar por el parking. Claro que el espacio para sobrevolar sobre los coches no era mucho, pero ella resolvería la cuestión. Las hadas son infalibles...

Fríamente analicé la situación. Es cierto que estaba enamorado y es cierto que se trataba de un hada. Pero eso no me autorizaba a irle detrás como un baboso. De ella no sabía nada, salvo su condición de hada, y éstas suelen refugiarse en algún cuerpo de mujer. No quieren ser vistas. La gente les pide cosas sin importancia, cosas frívolas... Hay que saber diferenciar a un hada de una mujer. Las mujeres suelen tener novio, marido, amante o todo a la vez. Las hadas también..., pero ellas pueden. Yo suponía cosas. Tendría que estar preparado para enfrentar lo que el destino me tuviera reservado.

Una vez la vi de mañana. Tomé nota de la hora. Eran las siete. Desde entonces pude tener una cierta regularidad en mis visiones. Aguardaba dentro del coche listo para arrancar ante cualquier vecino que mirara con aire de sospecha. Tenía los ojos fijos en el espejo retrovisor enfocado en el sitio justo. De improviso se abría la puerta de la finca y todo sucedía simultáneamente: los tobillos, los zapatos de charol, los saltitos, el giro, el revoleo de la falda y... ¡anda!, al Mini... y salir a la disparada. Una mañana me pareció ver que terminaba de masticar un apurado desayuno. No estaba seguro de que fuera eso. Todo sucedía demasiado rápido...

¿Se alimentaba? De confirmarse esta sospecha ya no se trataba de un hada. Tuve miedo de que fuera una mujer disfrazada de hada, también las hay.

Con su destreza habitual, maniobraba el Mini y salía rugiendo. Iría a trabajar aunque las hadas no trabajan en cosas de humanos. Andan por el mundo repartiendo estrellas encendidas.

Lo único seguro y comprobado hasta ahora y sin ninguna duda, era que sus tobillos son deslumbrantes. Se mueven, caminan y hacen esas cosas típicas de los tobillos calzados en zapatos de charol negro estilo Luis XV. Meneo y fascinación.

Me imaginaba otros detalles; la falda de tweed, por ejemplo, podría ser de algodón o de cuero, pero siempre era una falda. No la vi vestir pantalones. Eso reforzaba la teoría del hada.

La matricula del Mini era de España. Memoricé los números y los comparaba con cuanto Mini negro y de techo blanco veía por las calles. Quería sorprenderla repartiendo estrellas.

Una mañana el Mini desapareció. Supuse que habría salido más temprano y volvería al día siguiente. Pero los días pasaban y la cochera seguía vacía. Era verano, se habrá ido de vacaciones. Estaría recostada en alguna nube espumosa apuntando al sol con su varita mágica... indicándole cómo y dónde debía dorarle la piel.

El Mini no aparecía. Expectante bajaba al parking cada mañana. Una misteriosa sensación de soledad, un vacío interior, me invadía al ver la cochera fría, vacía y solitaria. Para no ver la cochera vacía comencé a usar el transporte público.

Pero el Mini volvió. No sé cuándo. Lo vi una mañana en que debía alejarme de Barcelona y no había otra alternativa que usar el coche. Allí estaba el muy fresco, negro con el techo blanco y el mismo número de matrícula. Estaba limpio como siempre. Imposible saber dónde pudo haber estado. Las pistas habían sido cuidadosamente borradas como una esposa que vuelve de juerga y oculta las pruebas. Las hadas son así de misteriosas.

Intenté indignarme por su ausencia..., pero mi cuerpo se aflojó al verlo. Pude conservar la postura porque pertenezco a una especie que hace tiempo se mantiene erguida sobre la Tierra. Ansiaba dar saltos y cabriolas pero conservé la compostura. Los vecinos iban y venían apurados. Es obvio, estamos en la Tierra, un lugar donde todos están apurados..., pero el ignorante planeta sigue girando a la velocidad de siempre. Ella había regresado.

Otra tarde veo el Mini aparcado en la calle. La misma matrícula, sin ninguna duda. Desesperado me meto en el parking. La cochera estaba ocupada por un Peugeot. ¿Habría vendido el Mini? ¿Por qué lo vendió? ¿Qué hacía otro coche allí? ¿Qué estaba sucediendo?

Al día siguiente el Mini estaba en su lugar de siempre. Respiré aliviado. Todo volvía a la normalidad. La teoría del hada quedaba reforzada. Sólo un hada podía haberme desorientado de esa manera. El Peugeot podría ser el coche de una amiga o de un vendedor de seguros.

Una tarde supe otro detalle importante. Ella regresaba a la hora de la merienda. Yo estaba reparando la moto. Frente a mí, unos operarios instalaban fibra óptica en el edificio. De pie, yo observaba el funcionamiento del motor que hacía un ruido infernal. Entonces apareció el Mini y..., ¡sorpresa!, se detuvo delante mío, justo delante. No tuve más que girar la cabeza y verla. Ella miraba a los operarios como intentando decirles algo, pero el estruendo de la moto la turbaba y ahogaba las voces de los operarios. Miré su cochera. Estaba ocupada por un rollo de cable. Comprendí y detuve el motor. Ella entonces, encantada por el repentino silencio, me miró sonriente. ¡Estaba tan bonita con sus bellas manos aferradas al volante! Un hada de verdad, no había dudas. Por primera vez desde que bebía la leche de mi madre, tuve conciencia de existir verdaderamente. Su rostro coincidía con mi imaginación. Un hada alegre, animosa, bella y divertida. Nada pomposo. Me estaba mirando con cara de chica buena. Enseguida desvió la vista. Yo sólo era el causante del ruido y del silencio. Se dirigió a los operarios para indicarles que su cochera estaba ocupada.

¡Qué hermosa voz! Modulada y saltarina como su andar fresco y espontáneo. Yo, con los brazos caídos, contemplaba la escena. Todo sucedió rápidamente. Supuse que sacaría la varita mágica para despejar la cochera..., pero los operarios se adelantaron y la desocuparon. Ella aparcó el Mini y abrió la portezuela. Los mágicos tobillos irrumpieron con insolencia. La vi de cuerpo entero. Ese era un día extraordinario. Tal cual la imaginaba, alta pero no demasiado, esbelta y elegante, activa, fresca y bulliciosa. Un ángel dicharachero y juguetón. Como siempre, revoloteó dentro del coche, extrajo un bolso, agradeció a los operarios y me miró sonriente. Sí, señor, me miró sonriente. Luego se esfumó con su falda de tweed y sus Luis XV.

Fueron demasiados sucesos juntos. Yo estaba anonadado. Era más de lo que esperaba. Ahora la conocía en todos los detalles. Un hada joven. Si fuera mujer no tendría más de 30 años. Coincidía exactamente con lo que había imaginado. De por sí, ya eso era un milagro.

El melodioso taconeo se fue extinguiendo tras la puerta. El encanto había pasado. Podía recuperar mi conciencia. Estaba decidido a aclarar este asunto de una vez por todas. Tenía que saber quién era ella, por qué aparecía cada mañana y regresaba por la tarde. ¿Qué iba a hacer por el mundo? ¿Dónde ocultaba la varita mágica?

Los hechos comenzaron a precipitarse. Hasta pude hablarle en el siguiente encuentro. Como siempre, la aguardaba agazapado en mi coche. Para aparentar indiferencia lo mantenía medio encajado en la cochera. Así podía ver el acceso el acceso al parking desde la calle. Ni bien sentía el ruido del portón automático y aparecía algún vecino, entonces simulaba terminar de aparcar. Hubo dos falsas alarmas hasta que llegó ella. Calculé los segundos restantes. Terminé de aparcar cuando el Mini llegaba. Bajé del coche. El espacio y el tiempo coincidieron esa vez, pero el Mini no aparcó del todo. Otro coche ocupaba la cochera contigua. Ella se detuvo un metro antes, descendió y otra vez se metió a buscar algo en el asiento trasero. ¡Magnífico! Era la oportunidad que soñaba. Me acerqué decidido a todo.

—¿La ayudo, señora?

Hablé con circunspección y decoro. La llamé señora para darle solemnidad al encuentro y disimular que lo sabía todo sobre ella.

—¡Oh, gracias! No hace falta. Es el asiento del niño.

Fue un baldazo de agua helada. Un niño. No era un hada. Pero... ¡Un momento! Quizás fuera solamente un asiento de niño. No necesariamente debía haber un niño. La teoría del hada cobraba fuerzas de nuevo. Pero..., si ella tenía en su coche un asiento de niño es que pensaba tener uno si es que no lo tenía ya, salvo que lo destine para alguna amiga o para venderlo; el asiento, no el niño. Puede ser que haya transportado al niño de alguna amiga y ahora se disponga a devolverlo; el niño, no el asiento. Sea como sea, ¿qué hacía un asiento de niño en la parte trasera del Mini? Sólo cabe una respuesta. Hay un niño y probablemente ella sea la madre, la tía o la nodriza. No era un hada. Además dijo la silla del niño enfatizando la palabra niño como de su niño. Como una madre. Lo sé porque todos los humanos tenemos una.

Ella retiró del asiento trasero una silla de niño, la dejó en el suelo, aparcó el Mini, volvió para recogerla y desaparecer velozmente. Antes me saludó al pasar con una sonrisa.

Había perdido una buena oportunidad. Podía haber cogido la silla y dársela en mano ni bien descendía del Mini. Podía haber iniciado una conversación. Bueno, no hice nada, no soy perfecto. La saludé y seguí camino a mi finca. La estrategia funcionó con exactitud, pero el resultado me aplastó el ánimo por completo.

Tampoco el asunto era tan grave. Podía seguir enamorado aunque tuviera un niño. Claro que no es lo mismo amar a un hada, a una mujer o a una madre... Si bien el amor es el mismo, los complementos son distintos. Claro que si tenía un niño también tendría un marido, salvo que lo haya concebido en rebeldía y fuera soltera o divorciada. La imaginé seleccionando genes con el dedo en un muestrario de espermatozoides. Quizás hasta podía aún ser virgen.... Si algunas criaturas mitológicas tuvieron niños siendo vírgenes, la cosa puede suceder. ¿Por qué no ella? Quizás el niño sea adoptado o era la Cenicienta que nacía de nuevo.

Mi coche decidió ayudarme pues dejó de funcionar. Decidí desarmarlo yo mismo, sé cómo hacerlo. Era una magnífica ocasión para esperarla. Lo calcé sobre un caballete y me dediqué a escarbarle las entrañas por debajo. ¡Magnífica decisión! El Mini apareció por la tarde. Ya conocía la melodía de su motor. Entonces salgo yo debajo de mi coche, sucio y con la cara manchada de grasa. Ella se acercó. Ya éramos conocidos.

—Hola..., pero... ¡está usted todo perdido!

No entendí muy bien la frase, no soy español, pero sonreí dando explicaciones. Ella saludó y se fue. Esta vez no mencionó a ningún niño, sólo se interesó por mí, por mi aspecto. Pude averiguar que la expresión perdido era bien folclórica y significa estar sucio por el trabajo tal como corresponde a un buen mecánico. El amor cobró bríos en mi interior luego de este encuentro. Lamentablemente terminé de reparar el coche esa misma tarde.

Sabía mucho de ella. Comencé por los tobillos y ahora conozco sus suaves facciones, su inquieta personalidad, la esbeltez de su cuerpo, la belleza de sus manos y su andar en disonante armonía. Sólo no encajaban un niño y un posible marido.

El misterio quedó definitivamente aclarado cuando una tarde de domingo, paseando al perro, me crucé en la acera con una joven pareja. La mujer iba de pantalones y conducía un cochecillo vacío. El hombre llevaba un niño en brazos. No les presté atención. Estaba en la calle, no en el parking. Cuando nos cruzamos alcancé a observar que la mujer me señalaba y murmuraba algo a su acompañante. ¡Dios, era ella! ¡Nos cruzamos y no la había conocido! Claro, si sólo la veía en el parking. ¡Qué importa la realidad frente a la costumbre!

Era nomás el marido. Y yo enamorado. ¿Qué hacer ahora?

Ese domingo quedaron aclaradas muchas cosas. Lo primero que se vino abajo fue la teoría del hada. Las hadas no tienen marido y tampoco tienen hijos... y si los tuvieran lo llevarían en carrozas, no en cochecitos de bebé. Quedaba claro que se trataba de una mujer normal. No es tan malo después de todo. Me quedaba la opción de amarla en silencio... y a la distancia. Ella jamás lo sabría. De todas maneras tampoco sospechaba nada. Yo podría quererlos a todos, incluso al marido y el niño. El amor está en uno y sólo nutre al que ama. Amar es un secreto, no siempre compartido.

Ahora sé que es una mujer... y entonces yo pasaría a ser un hombre. ¿Qué hago, Dios mío? ¿De qué hablar? ¿Qué puedo proponerle? ¿Sexo? ¿Amor? ¿Matrimonio? ¿Jugar a los dados? No es lo mismo amar a un hada que a una mujer.

Ella con su marido, su niño, su treintañera y lozana juventud.

Yo, con mi mujer en la quinta planta..., que no es la madre de mis cuatro hijos adultos, y mis 77 años, podría aspirar —si estuviera vacante— al puesto de bisabuelo...