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Miguel Otero Silva: gran angular

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Miguel Otero Silva

“No he tenido una gran pasión por la naturaleza, sino por lo que hacen los hombres”, dijo una vez Miguel Otero Silva. Y en esta breve frase quedaba condensada gran parte de la personalidad literaria de este escritor, que desde niño escribía cosas en las paredes, hacía versos e intentó hacer periódicos. Aunque le apasionaron siempre los juegos y deportes y conocía muy bien sus reglas, fue mal jugador. Su voluntad tendió siempre al realismo, a la ciencia, la lógica y el raciocinio, antes que al ensueño. Sus sueños se basaron, ante todo, en los ideales de justicia; desde niño estuvo rodeado de las novelas que leían sus padres, de la poesía modernista, aunque nada le impedía saborear las aventuras populares de Salgari o de Buffalo Bill, o entretenerse con las tramas de Sherlock Holmes.

La figura de la abuela fue muy importante en los primeros años de formación de Otero Silva, quien nació en Barcelona de Anzoátegui en 1908, con la cercanía del mar en Puerto La Cruz, un mar que él siempre identificó con el movimiento de la vida, y al que prefiere por encima de los paisajes lacustres y tranquilos de la montaña. A Caracas llegó el niño Miguel a estudiar primaria, al amparo de su abuela. Luego, el sentido del humor que siempre desplegó su madre fue decisivo en él. Estos años infantiles son evocados en un poema titulado “Infancia” y publicado en su libro Umbral (1966), donde se hace visible esa capacidad reminiscente que va a cubrir buena parte de su obra lírica.

 

El poeta

Precisamente el quehacer poético de Otero Silva se inicia con un libro, Agua y cauce, publicado en 1941, donde se advierte otra de las características de su temperamento, proveniente de su ideal de justicia: la lucha contra la tiranía del general Gómez y contra el régimen represivo de Eleazar López Contreras. Durante ambos gobiernos debió exilarse, y en la primera oportunidad (1930-36) visitó Bélgica, Francia y España, países en los que ejerció el periodismo. Debe ausentarse de nuevo en 1937; esta vez a México; en aquel país publica su primer libro de poemas en ese mismo año, Agua y cauce, a los que subtitula: Poemas revolucionarios. Desde entonces, la política y el periodismo definirán dos líneas de trabajo esenciales en su labor como escritor, complementadas siempre con el ingrediente del humor, que le sirve para satirizar al poder o rescatar la veta imaginativa y creadora presente en el temperamento del pueblo venezolano, con cuyas luchas sociales se identificó siempre.

Los poemas de Agua y cauce están dominados por los ludismos vanguardistas en el plano formal, y sus motivos están sustentados en el cartel proletario, la tesis social. En una segunda edición de 1942, estos poemas aparecen complementados por nuevos poemas donde se incide más en el plano netamente lírico; plano que será retomado luego en la Elegía a Andrés Eloy Blanco (1957) y La mar que es el morir (1965). Aquí los temas sociales y políticos no son ya los dominantes, sino la celebración afectiva o la indagación en el mundo de la infancia, siempre desde ese plano palpable, directo, que desecha cualquier tipo de transcendentalismo o subjetividad, y prefiere centrar sus motivos en la vocación filial y el acontecer de esa memoria. Ello, probablemente, contribuyó a limitar el desenvolvimiento de lo lírico, que por su naturaleza debe contener ingredientes de subjetividad emotiva o desarrollos formales contentivos de cierta ambigüedad implícita, e incluso de alguna búsqueda de innovación formal. Pero ello no ocurre. El lenguaje deviene plano y discurre en una sola dimensión.

Este acercamiento a la tangibilidad, al realismo, cristaliza mejor en su obra narrativa, que se fue gestando paralelamente a su obra poética desde la publicación de la novela Fiebre, en 1939. Pero antes de acercarnos a revisar la obra novelística del escritor, es importante observar su actividad en el campo del periodismo.

 

Periodismo y humor

Justamente, a su regreso de México en 1941 funda en Caracas el semanario humorístico El Morrocoy Azul, que cala profundamente en el medio periodístico y más que eso: tiene repercusión social inmensa.

Con Carlos Irazábal y Kotepa Delgado, quienes lo acompañan en estas lides, se acerca a los temas populares y folklóricos, a explorar la rica veta de la sensibilidad de todos los días en la forma de la crónica, el artículo, el reportaje hilarante, el verso humorístico. En el lapso de la década 1940-1950, dentro de un gobierno democrático de marcada línea progresista como lo fue el del general Isaías Medina Angarita, respiró mejor El Morrocoy Azul, que después, fracturado el orden institucional de la democracia por el cuartelazo y la dictadura perezjimenista, torció su rumbo al caer en manos que no tenían el suficiente talento para sostener su verdadero aliento humorístico y social. Se cree que Otero Silva traía, a su regreso de Europa, varias ideas para fundar su semanario, entre ellas la del periódico El Benegre, de Barcelona, España, y de Le Canard Enchainé, de París. El contraste entre un animal como el morrocoy y el color azul ya contenía algo de humorístico y vernáculo a un tiempo. Recordemos, a este punto, que la imagen del morrocoy jugó un papel importante en la infancia de Otero Silva, pues en el patio solariego de su gran casa caraqueña había una gran cría de morrocoyes que el niño Miguel solía observar en las tardes, encaramado en las ramas de un gigantesco árbol de caimito “que era su reino”, según él mismo lo ha declarado.

El Morrocoy Azul fue, más que una publicación para hacer reír, un periódico de opinión que superó en tiraje a los otros periódicos existentes entonces, hasta hacerse parte fundamental de su tiempo. De espaldas a toda chabacanería y al chiste grueso, consiguió encauzar el sentimiento crítico de un nutrido grupo de escritores, artistas e intelectuales progresistas. Su beligerancia de izquierdas, su posición frente al colonialismo e imperialismo fueron líneas trazadas por Otero Silva desde un comienzo, y marcan un hito fundamental dentro del humorismo venezolano contemporáneo. Además, debemos hacer referencia a la obra humorística de Otero Silva, aún no estudiada lo suficiente, que abarca el verso, la prosa y el teatro. De ésta destacan los libros Sinfonías tontas (1962), Las celestiales (1965), Un morrocoy en el cielo (1972) y Romeo y Julieta de William Shakespeare. Versión libre de Miguel Otero Silva (1975). En esta última, sobre todo, logra crear un clima efectivo para parodiar admirablemente el drama de Shakespeare, poblándolo de elementos vernáculos. Acierta además el escritor en el llamado “arte del pastiche”, como se nota en poemas como “Responso al grupo Viernes” o “El segundo frente”. Otras piezas suyas en verso, imprescindibles en el humorismo venezolano, son “Corrido de Pedro Sotillo”, “Semana Santa en Macuto”, “Tres elegías por sonetos”, “Don Salomón Facúndez y Batista” y “Carta a los Gobernadores de Caracas”.

La labor periodística de Otero Silva no culmina con El Morrocoy Azul. En 1942 funda el semanario político Aquí Está y en 1943, junto a su padre Henrique Otero Vizcarrondo —que de atender una bodega en Barcelona había venido a Caracas a desplegar una exitosa carrera como comerciante y después como empresario—, funda un diario que sería esencial en el periodismo venezolano: El Nacional, que también estimuló a escritores e intelectuales a ejercitarse en el terreno de la creación literaria, al crear un concurso anual de cuentos y un Papel Literario que contó con la colaboración de prestigiosas firmas nacionales, y también con la participación de jóvenes creadores que con el tiempo alcanzaron renombre en las letras nacionales. En esta empresa editorial tuvo importancia de primer orden la contribución de Antonio Arráiz, poeta, novelista, periodista y trotamundos que tuvo decidida influencia en la formación ideológica y literaria de Otero Silva, cuestión que curiosamente no ha sido bien observada por la crítica.

Mientras tanto, Otero Silva cursa y obtiene el grado de periodista titular en la Universidad Central de Venezuela; crea varios certámenes artísticos para estimular a los jóvenes. Resulta senador por el estado Aragua; a la Cámara del Senado presenta el proyecto de crear el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba), aprobado por unanimidad en 1964. Como miembro fundador del Partido Comunista de Venezuela mantiene siempre una actitud abierta, progresista, de dar la cara a las contingencias y las coyunturas políticas sin doblegar su credo ni su ética, sin vender sus ideales a los postores en los gobiernos de turno.

Paralelamente a su labor de periodista y novelista, reflexionó sobre varios fenómenos estéticos y sociopolíticos de nuestra época, en sus libros Cercado ajeno (1961), Florencia, ciudad del hombre y Tiempo de hablar (1980). Pero es en su prosa de ficción donde se dispone a mostrarnos los avatares de varios momentos de nuestro acontecer, volcado en el conjunto de sus novelas: Fiebre (1939), Casas muertas (1955), Oficina Nº 1 (1961), La muerte de Honorio (1963), Cuando quiero llorar no lloro (1970), Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) y La piedra que era Cristo (1984).

 

Obras de iniciación

En 1928 se produce en Venezuela, como reacción a la tiranía del general Gómez, una rebelión estudiantil que desea encauzar sus anhelos de justicia social a través de una ideología y de una posición vital e intelectual; nace así la llamada Generación del 28, a la que pertenece Otero Silva, junto con Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Carlos Eduardo Frías, Arturo Uslar Pietri, José Antonio Ramos Sucre, Nelson Himiob, José Nucete Sardi, Pedro Sotillo, José Salazar Domínguez y Juan Oropeza, entre otros. Éstos crearon una revista, Válvula, que apareció una sola vez justo en el año 1928, en cuyo editorial manifestaron sus principales posiciones estéticas y sociales, en las cuales se identificaban con los movimientos de la vanguardia europea (futurismo, ultraísmo, dadaísmo) y vindicaban el arte de la sugerencia; entonces anotan que “su último propósito es sugerir, decirlo todo con el menor número de elementos posibles (de allí la necesidad de la metáfora y de la imagen duple y múltiple), o en síntesis, que la obra de arte, el complejo, se produzca (con todas las enormes posibilidades anexas) más en el espíritu a quien se dirige que en la materia bruta y limitada del instrumento. Aspiramos a que una imagen supere o condense, al menos, todo lo que un tratado denso pueda decir a un intelecto”. El mismo título de Válvula alude a una imagen vanguardista definida así: “Válvula es la espita de la máquina por donde escapará el gas de las explosiones del arte futuro”.

Fiebre refiere tres momentos de la tiranía gomecista: los acontecimientos políticos de 1928 —en cuya fecha la tiranía de Gómez cumple exactamente veinte años—, la acción de las montoneras y la pintura de las cárceles a donde el régimen llevaba a quienes se le oponían. En la novela se describe la corrupción de la llamada “alta sociedad” caraqueña, con sus bailes, ignorancia y falsas alcurnias, diversiones evasivas. Parte de esta juventud minada en su moral por los falsos valores de la dictadura la encarna un personaje, Egaña, quien impotente de hacer nada por los suyos se pierde en la niebla de un país frustrado y traicionado. Sin embargo, la naciente generación se entusiasma con los nuevos mensajes políticos de Pío Tamayo, Jóvito Villalba, Gabaldón Márquez, Rómulo Betancourt y otros. A través del personaje de Vidal Rojas —un valiente estudiante margariteño que tiene amores con Cecilia Pereda, caraqueña convencional y honorable, de la clase social baja— se narran tales acontecimientos en primera persona, que es justamente el recurso técnico utilizado por el novelista para introducir la anécdota: alianzas y encuentros entre estudiantes y obreros, personificados por Hilario Figueras, Eusebio, Quintín. Representa Figueras a los primeros obreros sindicalistas venidos de España, también perseguidos por la tiranía.

La segunda parte, “Montonera” cambia del espacio urbano de la primera parte al ambiente rural. Vidal Rojas continúa siendo el personaje central, que analiza el proceso de cambio social al ámbito de la provincia, donde proyecta unirse a un alzamiento en armas protagonizado por el coronel Urrutia, lo cual le permitirá conocer de cerca la realidad del campo: el hambre, la explotación de los peones, las enfermedades, el fenómeno del caudillismo. En las partes finales (“Palenque” y “Fiebre”) cambia otra vez el espacio físico y humano.

Ocurre el reencuentro de Vidal Rojas, Hilario Figueras y Robledillo en el ambiente sórdido de la prisión, donde sin embargo sacan fuerzas para pensar el país y darse cuenta de que muchos ya han traicionado a la causa pasándose al bando de la tiranía y ocupando altos cargos.

Otero Silva escribió esta novela mientras era perseguido o estaba exiliado, lo cual explica un poco su dispersión, su falta de unidad de estilo y sus evidentes caídas formales. Pero el libro respira más allá de lo literario con sinceridad de escritor comprometido con su circunstancia y su historia, y no justifica plenamente las correcciones y podas que le hizo el autor en una reedición de 1971, ya tarde, cuando la novela tenía su lugar ganado en el tiempo.

En su segunda novela, Casas muertas, Otero Silva insiste en el método realista para introducir una visión dramática en la vida de un pueblo del llano —Ortiz— azotado por el hambre, el paludismo, la destrucción. Muy pocas personas se oponen a esta destrucción —que se va “construyendo a lo largo de todo el relato”—, entre ellas Carmen Rosa Villena, una suerte de heroína, por todo lo que hay en ella de sacrificado y admirable en su afán de construir justo donde todo parece haberse acabado.

La novela se inicia con la muerte de un personaje, Sebastián, o novio de Carmen Rosa. Desde allí, con el recurso del flashback que parte de una escena (el entierro de Sebastián), se reconstruye en la memoria de Carmen Rosa la historia casi borrada de este pueblo. Ella es una mujer con una voluntad de hierro, que desea escapar de un mundo donde ya no hay esperanzas y se marcha al oriente, tratando de emprender una nueva vida. Lo dominante en Casas muertas es su sentido descriptivo de la vida de muchos pueblos venezolanos —todavía existentes— agotados, agonizantes, y el contraste de este dibujo con el esfuerzo humano casi heroico de una mujer. Todavía hay en esta novela ecos del criollismo y del nativismo, sólo que tratados merced a un lenguaje vanguardista que en muchos momentos causó estragos en el marco de un desarrollo realista y convencional. Ese arte de la sugerencia preconizado desde las páginas de la revista Válvula no encajaba en las tesis del realismo, y mucho menos cuando intentaba expresar una situación dramática, donde las metáforas luces forzadas, implantadas.

Otero Silva intenta dar continuidad al personaje de Carmen Rosa Villena en su próxima novela, Oficina Nº 1. Carmen Rosa viene del ambiente agrario a probar fortuna en una naciente ciudad petrolera. Si las casas de Ortiz son “casas muertas”, las de El Tigre son “casas mal nacidas”, como al mismo escritor gustaba de calificar, sugiriendo probablemente con ello que se trataba de casas nacidas artificialmente, al amparo de la riqueza rápida y sorpresiva, en torno de las cuales prosperaban los juegos de azar, el burdel, la diversión fácil. Se narran aquí episodios donde se describen magistralmente los ambientes de trabajo en los campos petroleros y los sórdidos ámbitos de prostitución y juego. Los personajes ya no se mueven en marcos costumbristas ni se apegan a la fatalidad de un destino, sino que se mueven con fluidez y transmiten sus acciones con verosimilitud y plasticidad. Deslastra esta vez Otero Silva su lenguaje de giros vanguardistas y metáforas forzadas para ingresar al dominio de un verbo magro, preciso. Oficina Nº 1 es su primera gran novela, donde tema y lenguaje se acoplan eficazmente; existe una conciencia literaria del oficio, más allá de cualquier vitalismo o preocupación ideológica; hay, antes, desenfado y precisión en el dibujo de personajes como el ingeniero de minas Francisco Taylor o el perforador texano Tony Roberts. También las atmósferas están logradas en cada caso —huyen del pintoresquismo— y la linealidad narrativa se adapta a la voluntad realista de la obra. Lo cual no significa que no se preocupe en investigar la interioridad de los personajes (piénsese, por ejemplo, en los monólogos y desdoblamientos eróticos de Carmen Rosa); todo ello señala a Oficina Nº1 como una obra de primera importancia en la evolución narrativa de nuestro novelista, donde además se indica uno de los temas de mayor relevancia dentro de nuestro discurrir social: el paso del país agrario al país petrolero.

 

Una novela testimonial

En su novela siguiente, La muerte de Honorio, nuestro autor utiliza los recursos y técnicas del periodismo en el logro de una obra técnicamente compleja, pues desea hacer convivir varias voces narrativas en un solo texto, cuyo tema es la prisión que sufren cinco hombres durante el régimen dictatorial del general Pérez Jiménez. Cada uno de estos hombres va relatando sus experiencias vitales y políticas, signadas todas ellas por la violencia. Tales narraciones se hallan enlazadas a la circunstancias común de estar compartiendo una celda. Surge entonces la necesidad, en uno de los presos, de inventar un hijo, Honorio, para justificar estos ideales comunes. El mismo Otero Silva declaró que “para La muerte de Honorio necesitaba, fundamentalmente, presos que hubieran resistido las torturas de los esbirros de Pérez Jiménez, sin soltar una palabra en el curso de ellas. Solicité de los partidos de oposición a la dictadura tres candidatos, y con ellos me puse en relación. Las lecturas y padecimientos que me refirieron esos hombres (Eduardo Gallegos Mancera, Luis Miquilena y Salom Meza Espinoza) fueron la materia fundamental de la novela...”.

Se podría decir que, gracias a este procedimiento de la investigación directa y previa, se funda en el país lo que podríamos llamar una novela de la violencia en el sentido contemporáneo del término, aunque los monólogos yuxtapuestos tiendan en primera persona a unificar artificiosamente al lenguaje, tornándolo indiferenciado. Da la impresión de que todos los individuos hablantes tuviesen el mismo modo de pensar y obrar, cuestión que resulta inverosímil en una obra de índole realista. En el “Primer cuaderno” de la novela se presentan sintéticamente los personajes hablantes: el capitán, el periodista, el barbero, el tenedor de libros y el médico. Éstos son llevados a los campos de prisioneros que tenía en Guayana la dictadura; allí cuenta su historia cada uno de ellos, hasta completar el “Primer cuaderno”, los “Cinco que no hablaron”. Luego, en la segunda parte, el personaje del barbero, el único entre ellos que no tenía un hijo, inventa uno, Honorio, con el cual llena parte de su sufrimiento y soledad. El relato de tales personajes cubre la infancia, adolescencia, arribo a la adultez, ingreso a la actividad política y los subsecuentes padecimientos de persecución y torturas. Lo indiferenciado de las voces narrativas y la vuelta a un realismo crudo y patético indican en La muerte de Honorio un retroceso con respecto a Oficina Nº 1.

 

Historia de Victorinos

Siete años después Otero Silva publica Cuando quiero llorar no lloro, novela que por muchos motivos debe considerarse la más atrevida de cuantas escribió, desde el punto vista de su estructura.

Victorino Peralta, Victorino Perdomo y Victorino Pérez son los protagonistas de esta novela, cada uno perteneciente a una clase social distinta: burguesía, clase media y proletariado, respectivamente. Se mueven en distintos ambientes, por supuesto, y cuentan los tres con la misma edad al comienzo de la novela, 18 años. La vida cómoda, inculta y decadente de Peralta; la actividad política, izquierdista e idealista de Perdomo; la vida marginal de ladrón de Victorino Pérez, que habla por sí sola de la violencia vivida cotidianamente en Caracas.

El valor formal de esta novela reside en su tentativa de dominar la técnica del monólogo y de las voces narrativas distintas que había iniciado sin fortuna en La muerte de Honorio, así como en sus cambios de tiempo y espacio —que pudieron sortearse con mayor eficacia— y en los procedimientos de collage empleados (documentos, informaciones de prensa, contrapuntos con otras épocas, como el Prólogo donde se remonta a los tiempos del emperador Diocleciano), en el logro de una obra compleja, que le permitió al autor ampliar su perspectiva narrativa con el uso del humor, la imaginación, la fantasía verbal y los recursos de una narración abierta, menos apoyada en elementos realistas y acciones planas. Con esta obra, nuestro autor ingresa a una etapa de investigación formal ambiciosa que explora nuevos horizontes lingüísticos, cuestión muy propia de la actitud moderna ante el hecho narrativo.

 

Entre la historia y la leyenda

En 1979 Otero Silva da a conocer un libro que por muchos motivos es atípico en su producción novelística: Lope de Aguirre, príncipe de la libertad. Atípica porque es la primera vez que Otero Silva acude a una investigación documental previa para construir un personaje, que en este caso es una de las figuras más controvertidas de la conquista, una figura que resulta incómoda para la historia oficial española por todo lo que hubo en él de anarquía, de rebelión contra la corona; asimismo por su personalidad fuerte, sanguinaria, al margen también de la historia oficial hispanoamericana, con una clara patología mental que ha sido objeto de estudio por parte de psiquiatras, historiadores, cronistas y cineastas, que han hecho de Aguirre poco menos que una leyenda. Otero acepta la desmesura del personaje y a partir de ella convoca varias voces narrativas, visiones y puntos de vista, las cuales operan merced a una técnica combinatoria que le permita lograr algo primordial: la parodia de los estilos en primera, segunda y tercera persona, manteniendo siempre el carácter de narrador omnisciente, aunque es de notar que este narrador nunca deja ver sus opiniones o ideas acerca de tal o cual fenómeno, ni morales ni políticas. Narra o describe, eso es todo, pero hay tal fuerza en estas narraciones o descripciones que ello nos basta para aprehender la naturaleza de la aventura de Aguirre. Es esta novela, más que todas las novelas de Otero Silva, una novela del lenguaje, de un lenguaje que le otorga preeminencia a las imágenes: ellas dibujan el espacio, se adecúan a los requerimientos visuales, sensoriales del narrador en los diferentes niveles de expresión: monólogo interior, crónicas, cartas, partes de guerra, informes.

Especialmente en la parodia epistolar, Otero Silva logra captar las sutilezas de una mente como la de Lope de Aguirre, de sus miedos, sus tribulaciones y sobre todo de su concepto último de la libertad.

Posteriormente, Otero Silva realiza otra tentativa de reconstruir un personaje que se mueve entre la historia y la leyenda en La piedra que era Cristo (1984). Pero aquí el personaje central, Jesucristo, posee quizá demasiado peso histórico-religioso como para permitirle al narrador aportar algo significativo al discurso literario; entonces la narración se enfrasca en una sola dimensión de los hechos —casi tal cual la conocemos en la historia bíblica—; de tal modo, escenas y episodios de la vida de Cristo nos son transmitidos desde una perspectiva lineal que no aporta —como en el caso de Lope de Aguirre, príncipe de la libertad— innovaciones lingüísticas o técnicas de peso. Sin embargo, habremos de hacer notar el profundo sentido humano de esta obra, la epifanía de Miguel Otero.

La mejor biografía de un escritor es su propia obra, sobre todo si ésta se ha ido cotejando con los cambios del tiempo, donde las ideas y las necesidades humanas, éticas y espirituales, nos enfrentan a los laberintos del yo, que desea buscar, en medio de las tribulaciones y anhelos colectivos, un lenguaje capaz de estremecer la inteligencia y el corazón del hombre. Miguel Otero Silva intentó esto por todos los medios. Su obra creadora, que se movió siempre entre los polos del drama colectivo y el humor incesante, entre la pasión del periodismo y una ficción siempre asentada en nuestras realidades, nos permiten reconocerlo hoy como a un gran venezolano.