Artículos y reportajes
Nota del editor
“Crisis”, de Juan Carlos Hernández Cuevas

En abril de este año apareció, bajo el sello del Grupo Destiempos, Crisis, una colección de breves crónicas del intelectual mexicano Juan Carlos Hernández Cuevas. A través de una serie de personajes anónimos, el autor ofrece en este libro una recreación de Ciudad de México al final de los años 60 y principios de los 70. Hoy ofrecemos a los ojos de la Tierra de Letras el textos que abre este libro.

Crisis
Juan Carlos Hernández Cuevas
Crónica
Editorial Grupo Destiempos
México, D.F., 2013
59 páginas
ISBN: 978-607-9130-26-8
Crisis
México 1968

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Bajó las escaleras con parsimonia, reflexivo e imaginando lo que podría encontrar... En aquel instante, con sólo algunos pesos en la cartera, poseía al mundo individualista y mediocre que le rodeaba. Durante el descenso cuestionaba a los rostros de gringos y mexicanos que giraban, como si fuesen figuras de carrusel, en pensamientos vertiginosos.

Una detrás de otra, las vueltas retaban al tiempo y espacio, atrapados también en una urbe creciente que abría seductoramente sus calles y avenidas.

Se sentía dueño de la noche, y no habría obstáculos que le impidiesen conseguir el jarabe del niño.

Enfiló hacia la Prolongación Guerrero. Conocía el rumbo. Allí había crecido. Era el sitio donde su mano izquierda fue bifurcada por un navajazo traidor. Hizo lo correcto, razonaba, pues defendió a una de sus hermanas.

Más que nadie, conocía los peligros que acechan el ámbito cotidiano de los chilangos comunes y corrientes, rodeados por la amenaza de temblores, atracos, balaceras, bayonetas, cuchilladas intempestivas u otras sorpresas.

Sabía que los depravados, conejos y pandilleros operaban en sitios familiares e inusitados. Se les podía hallar varados en cualquier esquina; vagando por calles y mercados. A veces aparecían de sopetón, junto a mingitorios de cafeterías, restaurantes y cines. Solían esconderse en descansos de escaleras y callejones, en los cuales ofrecían caramelos, dinero, picahielos o cadenas a sus víctimas. Pululaban en ascensores, plazas y jardines. Se les veía delante de una escuela, escuchando la radio y pretendiendo leer el periódico. Cuando acechaban a su presa, sonreían con un cinismo indescriptible.

Las hileras de luces ámbar, verdes y rojas revelaban simultáneamente ecos de miradas furtivas. A pesar de las capas de chapopote y asfalto, percibía el aroma a tierra humedecida por las aguas de Tenochtitlan. Aquel olor se entremezclaba con el aceite de fritangas y gases de corales y cocodrilos, que circulaban con lentitud hacia la Alameda, Reforma, Insurgentes, las ADO y Buenavista.

Al pasar por Pedro Asencio, recordó a su queridísima madre. Por entonces la visitaba, allá por Héroes Ferrocarrileros. De repente, comprendió que el D.F. de su adolescencia era disímil a las imágenes de fulanas y cinturitas aposentadas en las salidas de cabaretuchos. Aquellos seres sólo eran remedo de los personajes y lugares que habían otorgado abolengo a la barriada.

La ciudad era ya un ente abstracto e intangible. Ahora, el pueblo vivía rodeado de soldados y granaderos que trataban de imponer ley y orden.

Dentro de poco empezarían los juegos olímpicos, y los mexicanos podrían mostrarse ufanos de pertenecer al conglomerado occidental: reafirmaban políticos y periodistas en la radio, prensa y televisión.

Pasó frente al cine Briseño y se acordó de las películas de Johnny Weissmüller, las tortas de margarina y el queso de puerco; los gaznates, garapiñados y cacahuates japoneses. La persiana de la fuente de sodas le indicó que sus hijos eran clientes esporádicos de ese lugar.

Después de cruzar por el jardín adyacente al panteón de San Fernando, viró hacia la avenida Hidalgo, con la idea de que alguna de las farmacias del rumbo estuviese abierta. Se equivocó, y continuó sobre las aceras que desembocaban en San Juan de Letrán.

Echó un vistazo a los orificios metálicos, que permitían entrever una variedad respetable de libros resguardados por luces sombrías y una que otra polilla glotona. Siempre tuvo la ilusión de estudiar y escribir; pero la vida le condujo por otros derroteros. Tal vez, intuyó, algunos de sus hijos cultivarían las letras. ¿Por qué no?, estaban yendo a la escuela, y su madre era profesora versada en literatura. Además, tres de sus cuñados habían incursionado en el periodismo.

Poseía los conocimientos necesarios para organizar y escribir una novela, pero el hecho de ser un lector voraz obstaculizaba el acercamiento a sus personajes, que de una u otra forma habían sido creados ya por otros escritores. Quedaba estupefacto al tropezar con ellos en las páginas de obras amontonadas en las librerías de Juárez, Hidalgo, 5 de Mayo; Repúblicas de Argentina, Guatemala, Justo Sierra y Donceles. Es más, hasta él era protagonista de la novela colgada en un puesto de periódicos.

Al releer las perspicaces descripciones, experimentó tristeza ante la certeza de tener en sus manos fragmentos de una existencia, aunque apócrifa, basada en la realidad de su estrecha relación con la autora, a quien hubiera deseado amar con intensidad análoga. Compró el Excélsior, y a unos cuantos metros empezó a respirar una atmósfera cargada de humo, periodistas y olor a café.

Al pasar por el edificio de Correos, vislumbró el día en que conoció a la madrina de su primogénito. Podía percibirla en la misma esquina, continuaba allí, incrédula y sonriente frente a las lanchitas verdes, amarillas, rojas y azules que en esa u otras ocasiones, se desplazarían de un extremo a otro en la tina de agua tibia. Para una gringa improvisada, esa realidad significó encontrar sentido a una vida simplona, regida siempre por el trabajo.

México representaba alegría espontánea, arbitraria: la contraparte del mundo tedioso, ordenado y aburrido que había descubierto al desembarcar en Estados Unidos. ¡Qué paradoja! Las lanchitas efectuaban recorridos inexplicables ante las caras incrédulas de los mirones. La sonrisa madura sedujo al joven que compartía por enésima ocasión la misma acera.

—This is marvelous!

—Yes, indeed! ―contestó silenciosamente.

La polifonía nocturna siguió extraviándose en los laberintos de su memoria. ¿Qué había sucedido?, se preguntó bajo la altivez de la Torre Latinoamericana, cuyas paredes de cristal empezaron a ser impregnadas por el amanecer diáfano y el smog. Al unísono, diversas melodías y canciones invadían las amplias aceras.

¿Cómo era posible que su vida hubiese cambiado tan drásticamente? Sabía ahora que su fenotipo y carácter habían inspirado a Vicki Baum. Se acordó del convertible y las Jack Kramer que utilizaba años atrás durante los entrenamientos con el Pelón Osuna en el Deportivo Chapultepec. La fortaleza y técnica que desesperaban a Osuna le habían otorgado otras victorias con algunos de los mejores tenistas de Estados Unidos de América.

Viró y, a discreción, compró un chupamirto disecado con el propósito de guardarlo en los pliegues de su pañuelo. No le podía fallar. Hasta entonces, la carencia del dinero no había logrado hacer mella en una de tantas familias que luchaban para salir adelante. ¿Para qué? —indagaba—, ¿para justificar sacrificios de fantasmas vivos que acechaban la voluntad férrea de sus congéneres, quienes de manera estoica sobrevivían juntos la hostilidad urbana? Las vibraciones de los primeros tranvías, repletos de obreros, empleados gubernamentales y secretarias, hicieron que cesara el soliloquio. Cientos de semblantes somnolientos tenían la esperanza de encontrar sitio en los tranvías y camiones que, sin tomar en consideración a los que viajaban de mosca, se perseguían unos a otros.

El tráfico y colorido artificial empezaron a apoderarse de calles y avenidas, inundando la atmósfera con más gases y prisas. El ruido de persianas metálicas, motores y cláxones acompañaron sus penúltimos pasos. Sonrió al llegar a la puerta de la farmacia.

La ciudad despertaba halagüeña. Prometía lo inalcanzable a multitudes que se desplazaban rápida y monótonamente, con esperanzas de hallar un presente idealizado en los interminables anuncios.

La música procedente de radios, tocadiscos y sinfonolas imperaba en banquetas pobladas por obreros que devoraban tamales, acompañados de champurrado. Los pedidos de tacos, licuados, jugos de naranja y zanahoria seguían multiplicándose. Las sonoras Matancera y Santanera, y Pérez Prado, se fusionaron con las voces de David Jones, Raphael, Leo Dan, Pedro Infante, Enrique Guzmán, Jorge Negrete, Javier Solís y César Costa; Mick Jagger, José Alfredo, Angélica María, Lennon, McCartney, Micky Laure, Morrison, Chavela Vargas y Rocío Dúrcal.

Los gestos, saludos y actitudes del día anterior renacían en el mismo sitio y a la hora exacta. Cada individuo se apoderaba frenéticamente de su lugar correspondiente, y trataba de escapar del letargo matinal.

El humo del cigarrillo y la vestimenta señalaban la clase social de los semblantes desperdigados en el filo de las aceras. Los cuellos almidonados, decorados por corbatas alegres y serias, esperaban impacientes la llegada de cualquier ruletero.

Abrigos luengos cubrían piernas y caderas esplendorosas; rodeadas por minifaldas estrechas. La mayoría de las jóvenes retocaban su maquillaje e indumentaria como si de esta manera quisieran evitar el próximo manoseo fortuito. Los tranvías y autobuses avanzaban con lentitud, perdiéndose entre las hileras de automóviles y letreros. Todos deseaban ignorar aquel maremágnum plagado de noticias absurdas, rumores, chismes, mentiras y zozobra. Los voceadores toreaban con habilidad a los automovilistas, abriéndose paso al costado de motocicletas, pordioseros, Marías, agentes de tránsito y vendedores de lotería.

Noctámbulos y madrugadores desocupaban las cafeterías, loncherías y cafés de chinos. La clientela de oficinistas, burócratas, estudiantes y desempleados pasaba a ocupar, alrededor de mesas y barras húmedas, los asientos tibios.

Las cafeteras hervían a tope. Hombres y mujeres engalanados con chaquetas blancas, pantalones negros e incómodas pajaritas, adheridas a cuellos rígidos, llenaban tazas, vasos. En cada establecimiento, manos ágiles distribuían y reacomodaban el pan dulce, bolillos y teleras.

El olor a chilaquiles, pan tostado, frijoles refritos, bistec, chuletas, tocino y huevos estrellados escapaba de las cocinas. La capital de los palacios lucía espléndida, reflejándose una vez más en la pulcritud de ventanales y ceniceros.

Atravesó la Alameda Central. Le agradaba sentir el rocío matinal sobre la epidermis. Hacía un poco de frío, pero el paseo valía la pena. Los borbotones de las fuentes y el piar disimulaban el ruido del tráfico de la avenida Juárez, Hidalgo y San Juan de Letrán.

El frescor de la arboleda y andar ligero de los transeúntes le distrajeron. Se sintió satisfecho. Había conseguido finalmente el jarabe. La tos de su hijo se prolongaría, y tenían que estar preparados. No era urgente, y valía la pena adelantarse a los truenos. Además, podría llegar a su cita del mediodía. Al igual que infinidad de familias, habían sobrevivido otra vez a la intranquilidad económica.

A pesar de ambos ingresos, los pagos de renta, luz, agua, comida, transporte y pañales mermaban el modesto presupuesto familiar. Casi estaba seguro de que, en un día tan displicente, vendería alguno de los electrodomésticos Turmix.

Vestiría con un traje claro. La primera impresión era importante ante la soberbia de los clientes indecisos. El respeto a la vestimenta era fundamental en cada una de las transacciones. Como te ven, te tratan. Repitió con lentitud matemática. ¿Quién iba a dudar que un hombre trajeado careciera del dinero necesario?

Durmió un par de horas, pero llegó puntual a la cita. El cantinero necesitaba una batidora profesional que le facilitara la preparación de cocteles, y menguar así la infinita sed de sus parroquianos. Desde que entró al establecimiento, estaba un poco nervioso. Unos segundos antes, le pidió al niño que lo esperase afuera de La Hija de Moctezuma. No tardaría. Lo conocían en el barrio, pensaba rápidamente. Nadie se atrevería a meterse con su chamaco. Además, mientras palpaba la navaja guardada en su bolsillo derecho, notó que era muy temprano para que los malvivientes salieran a respirar el aire semifresco.

Concluyó la venta del aparato sintiéndose más tranquilo, y apuntó otro pedido para el dueño de la U. de G. Padre e hijo celebraron la venta en El Tapatío, a un lado de Martínez de la Torre.

El aroma de carnitas penetraba las áreas de ostionerías y supercocinas aledañas. El guacamole, las salsas, el cilantro y la cebolla picados mostrábanse radiantes.

Los marchantes y amas de casa, indiferentes a la actitud suplicante de un perro callejero, engullían tacos condimentados con jugo de limón, salsas verdes y rojas.

Unos minutos después, cada uno apresuraría la marcha para regatear en puestos de fruta y verdura, que se prolongaban y fundían con olores de pescado fresco, marisco y carnes. Los dos abordaron el Chato. Concluirían la jornada en alguna matiné.