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William Ospina
William Ospina.
La novela de William

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Desde noviembre de 2012, al transitar por el llamado viaducto del Sena, en Ibagué, no puedo dejar de mirar con cierta aprehensión el monumento erigido ahí en honor de Andrés López de Galarza, fundador de la ciudad.

Sucede que él me remite, casi de inmediato, a las atrocidades cometidas por Pedro de Ursúa con los indios chitareros, muzúes, tayronas y cimarrones, en nuestro territorio, con cuyo exterminio demostró su codicia y su crueldad, y la continuación de sus hazañas con los pueblos aborígenes en el Perú y los primitivos pobladores de las riveras del Amazonas, víctimas también de su ambición y afán de gloria.

Andrés López de Galarza, por su parte, lideró la “pacificación” del llamado “Valle de las Lanzas”, en el hoy territorio del Tolima, y estuvo al frente del exterminio del aguerrido pueblo Pijao, del cual casi no nos queda ni el nombre, cuestionado, además, por algunos historiadores.

Tantos muertos para edificar un mundo, este mundo que ahora habitamos y ni siquiera respetamos.

Y es que estas atrocidades y heroísmos hacen parte de la novela de William Ospina, que fuera publicada en tres etapas durante ocho años, Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La serpiente sin ojos (2012). Hace poco terminé de leer esta última, con la misma ansiedad y la misma admiración con que abordé los tomos anteriores. Ella es la causante de esa desolada y ofendida mirada que ahora no puedo reprimir.

El respeto innato y la admiración que siempre se ganaron los conquistadores en nuestro imaginario desde niños, inoculados por la historia oficial en escuelas y colegios cuando la historia se enseñaba para generar arraigo y definir la nacionalidad, pasan a ser, después de su lectura, un frío desprecio en el estómago.

Y digo la novela de William porque los tres libros, que algunos llaman saga, para mí son una sola novela dividida en tres partes, no tres novelas con un mismo tema y sobre una misma época. Sobre esto quiero aventurar una opinión; en nada erudita ni académica, por supuesto, sólo la de un lector que ama la literatura.

Para que sea saga o trilogía (o cuarteto o quinteto) debe tener cada uno de sus componentes su propio universo concluido (recuérdese el Cuarteto de Alejandría (1960), de Lawrence Durrel, la trilogía Milenio (2006), de Stieg Larsson, incluso Harry Potter (1997), heptalogía de J. K. Rowling) mientras que para el caso de William, Ursúa, por ejemplo, termina como decía mi padre, en punta, pues su personaje Pedro de Ursúa no se desarrolla por completo en este libro sino que su vida queda abierta para que sólo en el tercero culmine su periplo con toda su miseria y esplendor. Queda la sensación de un capítulo que falta.

En la mitad de esos dos tomos se ubica la narración sobre el viaje de Francisco de Orellana en busca del “país de la canela”, ese otro Dorado del mito conquistador de América, que constituye en sí misma una unidad completa, un todo armónico, y es el tema central del segundo libro.

El vínculo de las tres partes es el narrador, aparte del lenguaje. Se entiende que el narrador general de la gran aventura por el Amazonas es un familiar de Ursúa, que hace un alto en su narración de las peripecias de su pariente del primer tomo para relatar su propia experiencia con la expedición de Orellana, núcleo de la segunda parte, motivo por el cual es invitado luego por Ursúa para volver y ser parte del agua y de la selva —el infierno verde de José Eustasio Rivera (La vorágine, 1924) y de Mario Vargas Llosa (El sueño del celta, 2010)—, o sea la expedición a “la serpiente sin ojos”, que se constituye en el tercer tomo. Aventura que también muestra la vida en el Perú, las peripecias de los preparativos de la expedición, los amores de Pedro con Inés de Atienza, y sus muertes en pleno furor de la selva amazónica.

Ese pariente es el mismo que se acercó a Juan de Castellanos en la Tunja colonial y le narró, en su calidad de sobreviviente, la aventura de Orellana por el Amazonas y que, cuatro siglos después, retoma William con la libertad del creador que asume la historia como algo que puede ser revivido y enriquecido con la magia de la literatura. Por eso el autor, con inteligencia, lo erige como su narrador y le asigna la responsabilidad de testificar la historia, mientras que en Juan de Castellanos es apenas una presencia, un informante como tantos otros.

Es indudable que el lenguaje es el otro factor unificador de los tres tomos, ese lenguaje inserto en el pasado arcaico, a veces cargado de demasiadas descripciones y detalles ante la suntuosidad de la naturaleza, pero al mismo tiempo vivo en la contemporaneidad; ese lenguaje que el autor maneja con exuberancia, permeado de metáforas necesarias a la magnificencia del paisaje e indispensable para narrar las verdades de la condición humana. Un lenguaje que no es barroco pero sí pródigo y suficiente, por cuyas sinuosidades fluye sin parar la poesía.

Se me ocurre que las tres partes podrían ser publicadas en un solo tomo, como debió haber sido si los caprichos y necesidades económicas, comerciales y de divulgación de las editoriales no forzaran la división (recuérdese el caso contrario de 2666 [2004], de Roberto Bolaño, quien dejó dicho que se publicara en cinco libros pero que, después de su muerte, el editor y la familia decidieron hacerlo en uno solo de 1.119 páginas), amén del proceso de escritura que, tal como el mismo autor lo ha manifestado, ha sido uno a uno en la medida del ritmo de su creación. Téngase en cuenta, además, que cada tomo fue publicado por diferentes editoriales, Alfaguara, Norma y Mondadori, respectivamente.

Media también el premio Rómulo Gallegos que obtuviera el segundo tomo, El país de la canela, porque supone una ruptura definitiva de una unidad que, a mi juicio, es innegable.

Sin embargo, pienso que la primera y la última conforman una novela autónoma, que se podrían unir para publicarse, mientras que la segunda se puede mantener como independiente, con todo y premio, si fuera el caso.

Son especulaciones, claro, propias de alguien que alguna vez trabajó en el mundo editorial, pero que no implican ninguna variación en el proceso realizado porque, simplemente, es un hecho cumplido. Es más bien fruto de mi proceso de lectura y un ordenamiento mental que no coincide con el de los editores ni con el de los críticos, tan avisados y suficientes en estos temas.

Sea que se mantenga como los tres libros existentes o se publicara como una sola obra, la novela de William es una gran demostración de maestría narrativa, de seriedad en la investigación, y de dedicación amorosa al manejo del lenguaje. Y de paciencia creadora. También es un homenaje a Juan de Castellanos, cuya obra fue motivo de inspiración del autor, que ya había trabajado sobre él y producido un libro bajo el título de Las auroras de sangre (1998).

De hecho, las crónicas de Juan de Castellanos brindan al autor gran parte del acervo histórico y cúmulo de datos necesarios para la elaboración de la novela, aunque hoy en día poco importe si mantiene la rigurosidad de la historia o es una amalgama de imaginación y crónicas de Indias revividas.

Por eso, quizá, me parece que sobran las explicaciones finales, porque no es oportuno para el escritor justificar su ambición de plasmar un mundo, salvo la ambición de poner bien los pies sobre la tierra a través de la ficción. Si el lector está metido en la narración, poco o nada le ha de importar si lo leído es verdad histórica o qué partes del libro son verdad ficticia. Y que me perdonen los letrados miembros de las academias de historia. Por el contrario, las justificaciones rompen la magia de la verosimilitud, tan cara a la literatura, y siembran con dudas y decepciones el ánimo del lector.

A propósito, igual sensación tuve al terminar de leer La otra raya del tigre (1977), de Pedro Gómez Valderrama, esa importante novela hoy caída en el olvido. Aclaro que esas notas finales, aunque molestas, no menguaron para nada mi admiración por las obras.

Son prescindibles, también, los poemas que introducen cada capítulo en el tercer tomo, como si fueran de otro tiempo o, por lo menos, no acordes con la cosmogonía aborigen del contexto histórico en que se mueven los personajes. Aportan poco al desarrollo de la historia, mejor aun, si se eliminan no se afectaría para nada la contundencia de la narración.

Para concluir, debo decir que los tres tomos conforman una de las mejores novelas que se han publicado en el país en los últimos tiempos, y colocan a William Ospina en el pináculo de la literatura colombiana y latinoamericana.

Además, debe servir para que los lectores aprendan, como yo, a mirar distinto a esos héroes que dormitan eternidad convertidos en monumentos.