Sala de ensayo
Ilustración: Rob ColvinLa universidad como espacio ético

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Existen grupos humanos que se avienen mal con la obediencia ciega, con la falta de cuestionamientos; grupos que no aceptan ser uniformados; que, sobre todo, obedecen a sus intuiciones, a sus convicciones, a sus sueños; grupos de individuos que, por sobre cualquier otra cosa, se apoyan en su libertad. Pienso, por ejemplo, en esos grupos que han sido mis interlocutores por muchos años: los jóvenes universitarios.

Los fanatismos, la obediencia irracional, la ausencia de crítica pertenecen a universos ajenos a la universidad: espacios que, generalmente, sustentan sus principios y valores sobre la supresión de cualquier forma de individualismo. El mundo castrense, por ejemplo, saturado de uniformes y uniformidades, de estandartes e himnos, de obediencias y consignas, acostumbra imponer la razón y los argumentos de algún particular “superior” sobre muchos “inferiores” como la única razón y el único argumento posible. Iniciativa que no es exclusiva sólo del mundo militar: se repite en todos aquellos espacios empeñados en reducir la individual complejidad humana al tamaño de un lema, un proyecto, un código, una obediencia o un símbolo.

El individualismo juvenil de los estudiantes universitarios suele colocar a éstos al margen de muchos referentes que frecuentemente no aceptan ni acatan. ¿Su respuesta? Aferrarse a sus propios espacios, a sus valoraciones, a la fuerza de su particular rebeldía. Rebeldía: acaso una forma de orientación necesaria para ese joven que está aprendiendo a creer en sí mismo, en eso que es y en eso que hace. Si posee la lucidez suficiente para superar ciertas limitaciones y apartarse de algunas torpezas, su rebelión bien pudiera darle fuerzas en la construcción de su propio camino, un significado para su rumbo. Rebelarse puede, de hecho, expresar un gesto de honestidad de un individuo consigo mismo y con cuanto le concierne.

Una cotidiana forma de rebelión: ir en contra de la corriente, acudir al encuentro de nuestra autonomía, perseguir nuestra independencia... La rebeldía —o la resistencia: también ese nombre le cuadra a ese sentimiento de apoyo a una soberanía que sólo a nosotros incumbe— en modo alguno está relacionada sólo con el resentimiento, la amargura o el nihilismo. Puede tener que ver con algo mucho más sencillo y honesto: la aceptación de eso que somos y que no podríamos dejar de ser.

El tiempo universitario existe para permitir a quien lo vive adecuadamente esfuerzos, ideales, sueños, propósitos. Ningún gobierno, ningún Estado, ningún gobernante debería tener la potestad de imponer a los estudiantes irrestrictas obediencias. Eso —repito— pertenece a otros espacios, nunca al universitario. Los principios y valores que rigen la realidad de la universidad se relacionan con curiosidad, con ideales, con principios, con valores, con sueños... Cosas, todas ellas, que jamás podrían ser sometidas al arbitrio de una voluntad ni al designio de dogmas o ideologías.

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Desde su nacimiento, las universidades tuvieron clara conciencia de su designio: ser formadoras de individualidades. La universidad simbolizaba el mérito de la inteligencia; intelecto como fuerza y herramienta de poder. El espacio universitario supone el encuentro de maestros y discípulos: unos guían y otros aprenden y obedecen. La dignidad del maestro reposa en su sabiduría. El saber se apoya en la inteligencia y en la experiencia. Ambas afirman el “derecho” natural del sabio: su autoritas. La autoritas académica es la fuerza del prestigio, la potestad del hombre que conoce, que ha visto, que ha vivido; del hombre que sabe.

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La universidad deforma sus objetivos y hasta la misma razón de su existencia en la reiteración de algunos errores: la vinculación a un sentido estrecho de lo político, por ejemplo; o la identificación demasiado cercana a la avidez industrial. El reto de las universidades, hoy, es definir rumbos nuevos que disientan de dos inercias: una, la de un revolucionarismo torpe, ritualizador de envejecidas contraseñas políticas; la otra, tal vez deformada respuesta a lo anterior, es la inercia del cientificismo: limitada letanía de catecismos tecnocráticos. (Analogizar universidades con institutos de investigación tecnológica puede ser, a fin de cuentas, tan aberrante como destinarlas a ser fábricas de guerrilleros o depósitos de políticos).

Para mantenerse vivos, los sueños dependen de su cercanía a lo real. El viejo sueño universitario de una comunidad humana entregada a la libertad creadora de la inteligencia y la búsqueda vivificante del conocimiento, termina dramáticamente en el momento en que esa comunidad deja de estar a la altura de su sueño. El ideal desaparece, muere, porque se ha dejado de merecerlo.

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La universidad es un territorio sometido a leyes propias; un sitio cuyos límites están trazados por esfuerzos y propósitos, por ideales y sueños. Como dije alguna vez, más que un lugar, ella es un símbolo, un emblema de anhelos tan viejos como el hombre. Fue siempre lugar de privilegio, de aislamiento, de quietud. Desde luego, la universidad se debe a su sociedad, para ella vive. Jamás podría permanecer aislada de su circunstancia. Y, sin embargo, precisa también de cierto repliegue frente al ajetreo de su tiempo para conservarse necesariamente cercana a su propia irrealidad. El rumbo de la universidad sigue su propio ritmo; y hay algo de afirmativo, de inmutable en ese ritmo que va conduciéndola por derroteros propios, lejos de la febril movilidad y del desasosiego de los días. Todo en la universidad señala a una comunidad de seres curiosos próximos a sus interrogantes y entregados a la búsqueda de sus hallazgos. Para ellos, para todo genuino maestro, se tratará de sentirse y saberse parte de un ideal y de un esfuerzo compartido alrededor de nociones tales como compromiso y creación, curiosidad y entrega, saber y humanidad...

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En el encuentro de rectores celebrado hace ya bastantes años en la Universidad Simón Bolívar, tuve oportunidad de escuchar la conferencia del rector de la universidad española de Alcalá de Henares. Entre sus palabras, destacó una idea particular: la de que las universidades habían perdido, históricamente, un espacio que alguna vez había sido suyo. Comentaba el rector Gala Muñoz que, por ejemplo, su propia universidad había conocido en el pasado una importancia y grandeza hoy sólo concebibles en el terreno de las grandes compañías transnacionales. El espacio universitario —y era una de las tesis del rector— no podría volver a ser eso que, alguna vez, había sido. Baste pensar lo que significaron dentro de la historia de la cultura europea nombres como el de Salamanca o el de la Sorbona, para comprender hasta qué punto los significados de una universidad referencia de su tiempo han ido debilitándose.

En su libro El alma matinal, el escritor peruano José Carlos Mariátegui prolijamente describe el símbolo de la torre: metaforización —dice— de un tiempo de feudalismo y aristocrático individualismo; tiempo de “náusea del vulgo”. El medioevo —recuerda Mariátegui— impuso la torre como una forma genuinamente suya, emblema de su concepción del mundo. Los griegos no usaron torres en su arquitectura ni en sus ciudades. El pueblo griego fue un pueblo de ágoras, de foros, de democracia. Los romanos descubrieron lo monumental, la mole. La torre es solitaria y aristocrática; la mole, multitudinaria y anónima. Después de la universal grandeza del Imperio Romano, el espíritu de la Edad Media volcó sobre la torre su imaginería más frecuente. Europa toda se pobló de castillos y éstos, pétreamente, tallaron en torres su símbolo de aislamiento y poder.

Compañeros del castillo fueron los monasterios. Centros del saber universal por varios siglos, las abadías de las más poderosas órdenes religiosas fueron, también, grandes centros de saber. Los monasterios fueron como torres: encerrados en sí, solitarios, distantes. La ciudad sucedió al castillo; la universidad, al monasterio. La ciudad era multidudinaria y universal; la universidad, elitesca y mundana. El monasterio, que por mucho tiempo había mirado hacia el cielo, se prolongaba en una universidad que contemplaba la tierra. El destino de la universidad era el mundo, el tiempo del hombre. Ese destino constituyó su fuerza y, también, su historia. Universidades y ciudades anuncian el fin de la Edad Media. El Renacimiento —y sus signos: individualismo, liberalismo, mercantilismo— significó el inicio de la irreversible decadencia de la torre. En nuestros días, los grandes rascacielos parecieran ser una variante contemporánea de la torre medieval; en realidad, multitudinarios y fríos, ellos no se asemejan a la torre sino más bien a la mole: recuerdan la anonimia del dinero y la metaforización suprema de la esencial protagonista de nuestro mundo de hoy: la plutocracia.

Oyendo al rector de la Universidad de Alcalá hablar de un pasado tiempo universitario de mayor fuerza y trascendencia, recordé las páginas de Mariátegui sobre la Edad Media y la torre. Evolución de un mundo y de sus formas. También la universidad ha evolucionado. Y debe seguir haciéndolo. Por muchos siglos, ella ha ocupado el importantísimo espacio de la dignidad del saber. De la universidad de ayer a la de hoy: lo que persiste es esa dignidad asociada a mérito intelectual, elitismo del conocimiento, excelencia. El culto a la productividad y al beneficio es otra cosa: él se relaciona con las poderosas transnacionales, ellas sí, protagonistas de un mundo que mide y contabiliza en exceso. Tenía razón el rector de la Universidad de Alcalá de Henares: a lo largo del tiempo, el espacio universitario se redujo en beneficio de otros espacios. Reflexionando sobre eso, sólo se me pudo ocurrir un comentario: ¡lástima!

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En su libro La otra voz, comenta Octavio Paz: “Los poetas se refugian en las universidades, como en la Edad Media, pero sería funesto que abandonasen la ciudad”. De más está decir que el poeta no puede abandonar la ciudad de la misma manera que la poesía no podría abandonar la vida; pero, a fin de cuentas, la poesía, que merece vivir en todas partes, también merece hacerlo en las universidades. Universidades capaces de aceptar a la imaginación como una de las formas más amplias de la sabiduría humana; capaces de aceptar, también, que razones poéticas y científicas pueden coexistir porque unas y otras no son sino complementarias expresiones de lo humano; universidades en condiciones de permitir a ciertos seres de palabras trabajar con dignidad el hallazgo de su voz, y, también con dignidad, expresarlo. Quizá he idealizado el espacio universitario. No lo niego: es el lugar donde he trabajado por veinte años. El lugar en que me he sentido feliz de poder escribir, siempre en sosiego y en asilo, mi propia palabra.

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Nuestra contemporaneidad posee un dios principal: la velocidad. Lo acompañan otras deidades: la eficacia y la competitividad; y, también, una superstición: la de la imprescindible interacción de esfuerzos y logros dentro de un orden social cada vez más interdependiente. A ninguna de esas imágenes podría ser ajena la universidad. Ella, en tanto estructura creada por el hombre para su propio beneficio y desarrollo, tiene en su vinculación al tiempo que la entorna, una esencial razón de sentido, de vigencia y de fuerza.

La cercanía de la universidad a su circunstancia sociohistórica, más que una opción, es, hoy por hoy, una necesidad. Tal vez sea mayor la urgencia en nuestras sociedades latinoamericanas, que, sin estructuras excesivamente fortalecidas por el uso o la tradición, deberían descubrir en las universidades un irremplazable espacio de referencia de su rumbo cultural. En toda universidad conviven la técnica y la ciencia, el arte y las humanidades; esa universalidad es espacio céntrico desde el cual una alta casa de estudios logra irradiar su influencia sobre la sociedad toda. En las universidades trabajan frecuentemente los profesionales mejor preparados de la sociedad, que ésta no aproveche debidamente ese potencial luce como una lamentable y grotesca falta de sentido común.

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La universidad como espacio ético

Ética: voz griega que originalmente significó lugar, sitio; posteriormente, referencia a la ubicación del alma humana: el territorio donde reposa todo carácter individual. Esa noción, utilizada por Aristóteles, llega hasta nuestros días en la acepción que hoy le damos: idiosincrasia de un individuo; su temple: personalidad apoyada en esos valores con que sustenta su relación con el mundo y los otros; con esos principios que determinarán su conducta, su manera de actuar y sus propósitos, también sus sueños y convicciones. En tal sentido, la universidad es un espacio esencialmente ético. No es sólo un centro de altos estudios destinado a acumular conocimientos o a producirlos. Es también el lugar donde un estudiante generalmente joven —ya no el niño que dejó atrás el colegio; ni el adulto formado o deformado, incapaz ya de cambiar sus perspectivas— tiene aún mucho que aprender: a dar y a darse en su vocación y en sus deseos de aprendizaje en ese momento de su vida en el que realmente empieza a conocerse.

Como muchas veces he dicho a mis estudiantes universitarios: no es concebible un buen profesional que sea una miseria humana; ni, tampoco, un buen profesional ignorante de cuanto no pertenezca a su limitada área de especialización. La universidad debe formar seres humanos que sean, también, profesionales. Y ese doble concepto: formar buenos profesionales y buenas personas, es el absoluto opuesto a cualquier imagen de adoctrinamiento.

Adoctrinamiento significa imposición: de catecismos, de consignas, de respuestas aplastantes y únicas; alude a masas ideologizadas, a homogéneas colectividades seguidoras de algunas “definitivas” verdades desde las cuales discriminar a todo quien piense diferente. El ideólogo es un personaje que, por sobre todo, teme a su libertad; y ese temor lo arrastra a sumisas y tranquilizadoras obediencias.

La universidad no existe ni para adoctrinar ni para formar ideólogos. Eso reduciría miserablemente su propósito. Sería, de hecho, el fin del ideal universitario. No se entiende, no entiendo, una universidad empeñada en hacer de sus estudiantes seres obedientemente entregados a la repetición de algunos argumentos junto a los cuales alcanzar el más triste, el más lamentable de los resultados: dividir el universo entero entre quienes piensan como nosotros; y los otros: todos los demás.