Entrevistas
Roberto Bolaño
Hay que mantener la ficción en favor de la conjetura

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Roberto Bolaño y Eduardo Cobos a la entrada del Hotel Ávila de Caracas en 1999. Fotografía: Lisbeth Salas
Roberto Bolaño y Eduardo Cobos a la entrada del Hotel Ávila de Caracas en 1999. Fotografía: Lisbeth Salas.
Nota del editor
Este 15 de julio se cumplieron diez años de la muerte del escritor chileno Roberto Bolaño. En 1999, cuando su estela empezaba a adquirir las dimensiones delirantes de su particular condición de escritor de culto y éxito editorial, visitó Venezuela para recibir el Premio Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes. Esta entrevista fue publicada ya por su autor, el periodista Eduardo Cobos, en la revista Mezclaje, que editaba por aquellos años con Anwar Hasmy. Con motivo del aniversario luctuoso del autor de 2666, Cobos ofrece ahora esta edición corregida para disfrute de los lectores de Letralia.

Roberto Bolaño sorprende por su buen humor y los giros inesperados que dan sus aseveraciones. En todo caso, su conversación no es nada intelectual, más bien le gusta explicar o dar ejemplos con lo que sabe hacer: contar historias una tras otra y confirmar lo que uno sospechaba, que muchos de sus personajes, por increíbles que pudieran parecen, han existido en carne y hueso, más allá de la verosimilitud demostrada en sus escritos, o bien la confirmación plena de que Arturo Belano, el personaje de varios de sus libros, es el alter ego de este prolífico escritor. Para quien lo haya leído, no cabe la menor duda de que la narrativa latinoamericana recobra con él la vitalidad de la que se había visto casi excluida desde los estertores del boom, ya que las estructuras de sus obras son de una complejidad novedosa.

En el mes de agosto, las lluvias son esporádicas en Caracas, pero siempre están al acecho. Es a esta ciudad donde se acercó Bolaño, de origen chileno, desde Blanes, un pueblito de Cataluña, para recibir por Los detectives salvajes (1998) el premio de novela Rómulo Gallegos de 1999. Se hospedó en el Hotel Ávila, cuyo nombre hace homenaje a una de las montañas que cercan el valle, y le debe todo su prestigio a la arquitectura modernista de la época de Isaías Medina Angarita, cuando en Venezuela comienza el repentino desarrollo económico debido a la extracción petrolera. Estuvimos conversando una tarde, en la cual el ajetreo por momentos nos impedía la desenvoltura de la entrevista.

 

Los libros

—Tú publicaste una novela con Antoni García Porta, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), ¿me puedes hablar de la experiencia de escribir una novela compartida?

—Toni es un buen amigo. Escribió un texto y me lo dio. Tomé las cuartillas de la novela y no hice otra cosa que destruirla, absolutamente toda, y luego rearmarla. Jugar con eso. Por cierto, el título es un guiño a un poema de Mario Santiago, él es un gran poeta mexicano con el que fundé, en México, el movimiento infrarrealista, que son los real visceralistas de Los detectives salvajes. En la novela es el personaje llamado Ulises. Mario escribió un poema que se llama “Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger”, en el año setenta y cinco, que fue emblemático para toda una generación de poetas jóvenes, ya fueran infrarrealistas o no. Es un poema maravilloso, larguísimo, como de veinte partes.

Vi a Mario recitar ese poema, tenía una fuerza sobrenatural. Él murió unos días después de que yo terminara de corregir Los detectives..., a principios del noventa y ocho. Fue una muerte por demás violenta; ya que apareció atropellado en una calle. Se encontraba en los límites totales, la estaba pasando muy mal y cada vez actuaba con mayor violencia, de forma intransigente. Mario es un gran poeta, para mí el mejor poeta de los últimos veinte años en México. Era realmente impresionante, lo más cercano que he visto a las propuestas de Rimbaud: la radicalidad y el brillo sesgado absoluto. Era de los que espantaban a quienes estaban a su lado.

—Se pueden observar dos tipos de voces narrativas que le cuentan a otros en tus libros, por un lado las voces que, fragmentariamente, arman las historias; y por otro los que le cuentan al narrador la anécdota que va a desarrollarse. En esta perspectiva, ¿cuál es la necesidad estructural del relato para que te plantees esas voces narrativas?

—Yo creo, presumo, no te lo digo como algo seguro, se me acaba de ocurrir, que la intención es la de mantener la ficción en función de la conjetura, esto quiere decir: este me contó que este le dijo y, además, historias que llegan de alguna manera de forma oral. Eso atenúa el trabajo de estructura. Si lo metiera tal cual, si no le diera la ligereza de la oralidad, la estructura narrativa puede llegar a ser muy ardua para el lector y sobre todo para el escritor.

—¿Eso, quizás, tiene sentido, si uno piensa por ejemplo en Las mil y una noches?

—A partir de allí está todo dicho. En Las mil y una noches, o en textos medievales europeos, la oralidad que va avanzando es clave en el interior del relato que se narra, eso mueve las diferentes perspectivas. Esto hace que el armazón de la obra, que a veces no puede ser más que pesado, se vaya deslizando, se suavice y permita, de esta manera, la entrada en sus entrañas.

—Tal vez esto último se relacione con algo muy atrayente en tu obra, que es la repetición de personajes, estos se redimensionan cada vez más. ¿Qué relación existe entre voces e historias?

—Son voces que se van y vuelven, son rostros que se van y vuelven, historias como quería Stendhal: toda historia que se va, en algún momento vuelve, pero vuelve transformada o en el proceso de volver se ha transformado en otra historia, es como el paso del tiempo. Además, soy insaciable cuando me sale bien algo, lo exprimo hasta sacarle la última gota.

En el proyecto de mi obra —digo obra entendiendo que aún se encuentra en proceso— los planes iniciales comprenden eso: historias que se bifurcan, que se pierden pero que vuelven. Es así con personajes como Abel Romero, el investigador que aparece en Los detectives salvajes, aunque en Amuleto (1999) no sea así, está en mi obra más reciente. Belano se encuentra a Romero en una celebración de chilenos en París, allí hablan sobre la causalidad y la casualidad. Y Romero vuelve en otra novela que estoy escribiendo, que se llama Los sinsabores del verdadero policía, instalado en Chile con su agencia de pompas fúnebres, ha cumplido la promesa que hizo a Belano en Estrella distante (1996), que era la de poner ese extraño negocio. Asimismo, ha invertido el dinero que le pagaron por eliminar a Carlos Wieder. En todo caso, Romero tiene una ética, que a veces se la salta, pero la tiene.

—¿Tipo los detectives de Raymond Chandler?

—Abel Romero es lo que en Chile se llama un tira, y además un tira izquierdista, con conciencia de clase. Pero por los tiras más vale no meter las dos manos al fuego, meter una nada más. En la novela que te menciono, Romero se encuentra en Chile y le encargan un caso, que va a ser el último, porque a partir de allí este personaje se acaba. La verdad es que no sé sinceramente qué pasa con él, ya que aún no he terminado de escribir la novela. También así van apareciendo otros personajes y lugares: Villaviciosa, el pueblo de Los detectives salvajes, de hecho es una ciudad que aparece en un poema mío, antiquísimo, del año noventa o noventa y dos.

—¿Cómo elaboraste la estructura por ejemplo en Los detectives salvajes?

—Es la única que podía tener. Fue un trabajo bestial. No lo parece, pero el trabajo fue bestial. En cambio Estrella distante es una novela escrita en estado de gracia, me demoré un mes y medio. Allí hay cambios con respecto a “Ramírez Hoffman, el infame”, el personaje de La literatura nazi en América (1996), que fue de donde lo tomé. Hubo un momento en que me ganó el deseo de la obra bien hecha, del juego o de la experimentación, y hay momentos en que está más presente la emotividad, esta se impone sobre el lujo, sobre el aspecto suntuario del texto.

En cambio, en Amuleto, donde se recobra una historia perfilada en Los detectives, la escritura mantiene el proyecto con una frialdad total, hasta las comas originales están respetadas. Es decir, las páginas que le dieron origen están iguales a las ciento cincuenta definitivas; las incisiones son quirúrgicas. Esa es la relación que he tenido con cierta pintura, a mí me encantan las variaciones en la pintura, la serialización, a pesar de que en literatura solo se puede hacer con los textos cortos. En ese sentido, Raymond Queneau tiene un libro que ilustra claramente lo que digo, se llama Ejercicios de estilo, allí repite cien veces una anécdota, con técnicas disímiles.

—De tus libros el que más sorprende, por la imaginación que manejas, es La literatura nazi en América. Allí está presente la literatura en muchas dimensiones. ¿Cómo se originaron esas ficciones?

—Sin duda, es una novela donde la literatura es el personaje. Por otro lado, es el último fruto de una gran rama que va desde La sinagoga de los iconoclastas de Rodolfo Wilckoc, pasando por Borges con La historia universal de la infamia, incluye, además, a Alfonso Reyes con los Retratos reales imaginarios. Por supuesto, el itinerario recae en Marcel Schwob con su Vidas imaginarias, deteniéndose en la prosa en píldoras de los enciclopedistas franceses.

En La literatura nazi... no hay más que un ejercicio que recurre a esa tradición y en ese sentido el más literario, donde la literatura es la protagonista, porque aunque pareciera un libro de relatos es una novela por capítulos. Además, es una novela satírica sobre la miseria de la escritura, la miseria de los escritores, la picaresca canalla de un mundo tan aparentemente lejano, como aparentemente es la literatura y donde los nazis son solo la máscara para caricaturizar el modus vivendi, el estar dentro de la literatura de cualquier escritor.

 

Ars narrativa

—Con respecto a tu ars narrativa, ¿cómo resuelves en forma práctica las dificultades de la escritura del día a día?

—Levantarse temprano, sentarse delante del computador y ponerse a trabajar. Escribir mucha porquería que se eliminará. Tengo un método más bien riguroso, trabajo las estructuras, las infraestructuras de la novela; elaboro mucho el argumento, el cual se va arrastrando durante mucho tiempo hasta quedar totalmente claro. Sin duda, la estructura te da previamente el orden del material, la estructura es el material, el argumento entra dentro de la estructura, está todo preparado a partir de allí.

—¿Y en cuanto a la corrección del texto?

—Pulir el texto es como el vaciado en la escultura: corregir, leer, releer. Cada vez corrijo menos, cada vez creo que tengo más oficio. Sin embargo, en cuanto a la corrección del texto el de Flaubert me parece el proyecto más radical. Soy incapaz de pasarme cinco u ocho años escribiendo una novela. Pero en relación con el tiempo de sedimentación del texto, estoy más cercano a Stendhal que a Flaubert. El primero tardó cincuenta y tres días en escribir La Cartuja de Parma. Eso es un escritor. Es el novelista en todos sus aspectos, me siento más cercano a él incluso en la sexualidad.

—¿Nos podrías hacer una especie de decálogo del cuentista?

—A mí me pidieron una vez que escribiese un decálogo de cómo se debería escribir un cuento, lo hice en plan de broma, pero el último de los puntos iba bastante en serio, decía que los dos más grandes cuentistas eran Anton Chéjov y Raymond Carver. Para mí Carver es un cuentista gigantesco, mejor aun que Hemingway, la capacidad de crear en cualquier situación una atmósfera que pesa, es inigualable. Todos hemos aprendido de ese relato atmosférico que le llaman, que te pesa a ti como lector, que los personajes se mueven apartando cosas, sientes la presión física, como si estuvieras en otro planeta, en otra gravedad.

 

La novela actual en Chile, José Donoso y la novela total

—En cuanto a los autores que se quedaron en Chile, los que se formaron en la dictadura, los que comenzaron a publicar en los noventa, gente que en la actualidad tiene entre treinta y cuarenta años, ¿qué opinión te merecen?

—La verdad es que no los conozco mucho. Personalmente, conocí a Carlos Franz en un viaje reciente a Chile. Fue uno de los presentadores de la reedición de La pista de cristal (1993, 1998). También conocí a Gonzalo Contreras, a Arturo Fontaine Talavera y a Diamela Eltit.

Sinceramente, me aburre la Eltit. Ahora esto no quiere decir que me guste Luis Sepúlveda; entre Sepúlveda y Contreras no sé con cuál quedarme. Creo que no me quedaría con ninguno. Aunque hay, sin duda, más indagación en Contreras que en Sepúlveda. Sin embargo, cuando quiero leer a Henry James lo leo directamente y lo último que se me va a ocurrir es leer a un jameseano de Santiago de Chile.

—¿Te parece que la narrativa chilena actual no tiene peso?

—Un poeta español señalaba que la poesía es una zona de peligro. O no es. Esto es aplicable a toda la literatura. La novela no es, como creen en Chile, una isla social o un escaparate social, no es el casarse con ministros ni ser las estrellas de la discoteca.

La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero el samurái no pelea contra otro samurái, pelea contra un monstruo, generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear, eso es la literatura.

—¿Un jameseano podría ser José Donoso?

—Es distinto, Donoso tiene cierta desmesura. Y por otra parte, él quería que lo consideraran un discípulo de James, pero era más bien un escritor que no le debía mucho al norteamericano, exceptuando, claro, Las tres novelitas burguesas. También es notable, en ciertos textos, la influencia de Virginia Woolf, por ejemplo, en partes de El obsceno pájaro de la noche, o bien la cercanía con Ford Madox Ford.

—Donoso, al parecer, era un fanático de la lengua inglesa, creció leyendo a los clásicos en ese idioma.

—Así es. Pero incluso hay cosas inconfesables en él, que vienen más bien de la literatura francesa. La influencia que en él tiene André Gide, la prosa de Las catacumbas del Vaticano puede ser decisiva, eso se puede detectar. Aunque Donoso fue un autor bastante complejo y con gustos muy pendulares, que es lo que no veo en autores más recientes de Chile.

—En ese sentido, la ambición de Donoso se corresponde con el boom, donde la búsqueda de la novela total estigmatizó a esa generación. ¿Te parece válida la ambición de la novela total?

—Creo que no existe la novela total. Pero me parece magnífico el escritor que dice: voy a lograr la novela total. Eso me parece admirable. El trabajo de un Lezama Lima, de Cortázar, de Vargas Llosa, estuvo muy cerca; el de Fernando del Paso, o el del mismo Donoso con El obsceno pájaro... y luego con Casa de campo. Con esta última intenta cubrir todo un destino trágico de Latinoamérica. En él es clave esa experiencia.

—Como lo dices, pareciera un acto de gran heroicidad...

—Todos esos escritores proteicos que se enfrentan a la novela imposible, se me parecen a los adelantados españoles que venían casi a la deriva en los barcos. Los intentos de buscar la novela total me parecen grandiosos, nadie la va a conseguir, porque la propia naturaleza de la novela escapa a la totalidad, no hay novela total; si alguna vez la hubo, la hicieron Stendhal, Tolstoi, Dostoievski o Flaubert, este último, en ese aspecto, fue de una lucidez extrema, superior a todos nosotros. Bouvard y Pécuchet es un laboratorio donde se demuestra una y otra vez, entre muchas otras cosas, la imposibilidad, no solo de la novela total sino de la novela. Pero es una imposibilidad gozosa.

Por demás, esa aparición y desaparición de personajes en diferentes libros míos, puedo verlo como una prueba de mi imposibilidad de llegar a la novela total, como un síntoma y como una demostración, las dos cosas al mismo tiempo. A mí me encantan los desafíos inalcanzables.

—Por otra parte, están los escritores de obras “menores”.

—Así es. Escritores magníficos que optaron por la obra menor, por la miniatura. En ese aspecto, me remito a perfeccionistas de la prosa mínima, como lo son, por ejemplo, Julio Torri, Augusto Monterroso o bien Juan José Arreola, escritores latinoamericanos, todos ellos, casi opuestos a la concepción de novela de la que hablamos. Bueno, también está Rodrigo Rey Rosa, entre los más recientes, que opta por el texto en apariencia menor, ni siquiera por el texto perfecto, si se lo compara con Monterroso. Hay cuentos de Rey Rosa donde tú revisas una frase y da para pensar que esa frase se podría haber escrito mejor y más efectiva, sin embargo, la ha construido de esa manera con plena conciencia de lo que hacía.

—Tú conociste a Donoso, incluso refieres un encuentro con él, en forma cifrada, en Los detectives... ¿Qué impresión te causó?

—Sí. El encuentro está descrito en la novela. Pasé una tarde entera con él, me pareció una buena persona, muy sencilla, desde todo punto de vista. Por otra parte, tenía la sinceridad de retratarse en forma despiadada. Así lo veo en El jardín de al lado, su último gran libro, además de la lucidez con la que está escrito, él se describe con una crueldad impresionante. Eso es propio de los novelistas de valía.

Es toda una paradoja el destino de Donoso. Es triste. Volvía a Chile para cobrar el puesto rector en la literatura. Es decir, el lugar de gallo en el gallinero. Pero no se puede ser un gallo sin un pensamiento crítico, y él era un narrador nato, que no tenía casi otras aptitudes. Su naturaleza no daba para el temple rudo del líder, no tenía los arrestos nerudianos o huidobrianos para ser un gallo y era básicamente una buena persona, porque para ser gallo en el gallinero hay que ser una mala persona. La figura en Chile de Donoso es respetada, pero poco respetada y su destino me parece el del típico escritor latinoamericano, un destino tristísimo.

Roberto Bolaño en el hotel Ávila, en Caracas. Fotografía: Eduardo Cobos
Roberto Bolaño en el hotel Ávila, en Caracas. Fotografía: Eduardo Cobos.