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El último beso

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Con ese último beso pensé que me iba a decir de irnos a la cama juntos. A ver, no hay mucha más vuelta que esa, somos adultos y algunas consecuencias siguen a sus causas como cosa ineludible. Pero lo que pasó fue aun más extraño.

Resulta que “nos conocimos” en un bar que está muy cerca de mi casa. Ella se apareció toda rubia, toda alta, toda vestida como una puta y los tipos del bar la miraron de arriba abajo. Me puse en personaje y me dije “esta es la mía” y arranqué. Ella, estratégicamente, se sentó en la barra, lejos de donde yo estaba, pero de vez en cuando me mandaba sonrisitas y miradas sugerentes. No me achiqué y despacito le devolví el interés. Estaba linda: tenía puesta una pollera negra muy corta y un top verde manzana que desentonaba un poco con su piel extremadamente morena. Los rulos se los había dejado sueltos, y caían rápidos sobre su espalda. Todos le miraban las tetas y el sudor que le calentaba las mejillas y la dejaba así, medio salvaje, medio vulgar y a la vez inalcanzable. De pronto noté que mis manos también sudaban y que estaban muy frías. No podía ser miedo, pensé. Hasta que entendí que sí, que estaba nervioso, que no sabía cómo acercarme a esa mujer tan... desconocida.

Un tipo medio gordo que tomaba en una mesa del fondo se levantó en dirección a la barra y le pasó muy cerca. Con su dedo meñique —el de la mano que sostenía un vaso de vino— le tocó apenas los rulos y susurró muy despacito me gustaría ser pedo, para hacer tronar esas nalgas. Ella se rió y ni se dio vuelta, como si el piropo se lo hubiera dicho un ángel desde lo etéreo. Yo seguí su risa en detalle y miré al tipo que volvía a su silla con cierto aire victorioso. Ella paró de reírse y recibió un vaso de agua que ahora le alcanzaba el barman. Vi que sacaba el pedazo de limón incrustado en el vidrio y lo dejaba sobre la barra. Todos sus movimientos eran un poquito bestiales: el limón sobre la madera, mojando la barra, sin la delicadeza bien femenina de buscar una servilleta para evitar el enchastre. Tomaba con cierto desenfreno, con los dientes clavados al vidrio. Después, sólo por unos segundos, quedarían sobre sus mejillas las marcas apuradas del vaso. Pero su piel enseguida retornaría a la normalidad del calor pesado de la noche, cuando era más suave y propensa a ese rosita leve que le resaltaba los ojos oscuros. Se prendió un cigarrillo y largó el humo de un tirón como si estuviera indignada. Ahí me di cuenta de que ella también estaba nerviosa. Y como no hay nada mejor para curarse de cualquier cosa que ver la peste de uno epidémica en el otro, me levanté de la silla y me le acerqué. Hola, soy Claudio, le dije. Ella me miró con un poco de desilusión y respondió qué tal. La invité a mi mesa y aceptó. Algo torpe se bajó del banco de la barra, dejando que su pollera se levantara un poco y mostrara parte de su cola. Es innecesario decir por dónde andaban las pupilas de los hombres del bar.

Se hacía la callada y me miraba intensamente. Le pregunté a qué se dedicaba y si vivía por ahí cerca. Me dijo que era maestra jardinera y que no, que no era del barrio. Cuando me preguntó qué hacía yo, le mentí, claro, y le dije que era músico. Cuando quiso saber qué instrumento tocaba tardé un segundo de más en responder, pero ella actuó con naturalidad. El saxo, toco el saxo. Sonrió y pareció volverse más despierta. Empezó a hacer muchas preguntas, dónde tocaba, si tenía un grupo de música, si había sacado algún álbum, qué estilo me gustaba más. La música llenó la charla mientras del otro lado, en ese otro mundo del bar donde las fieras se relamían y esperaban en cualquier momento el papelón (porque ¿cómo podía un tipo como yo levantarse a semejante diosa?), el calor se hacía inaguantable y las horas pasaban a su manera, empastadas en ese verano decadente. Le pedí un martini pero ella me frenó, no, no, no tomo alcohol. El mozo se fue a buscar, entonces, mi segundo vaso de fernet y volvió casi al instante. Yo sentí que desde ella fluía una fuerza gravitacional más grande que cualquier otra conocida o por conocer. ¿Por qué no tomás alcohol?, le pregunté. Es una larga historia, no creo que quieras escucharla. Pero yo sí quería escucharla. Para eso estábamos ahí después de todo, para escuchar historias.

No sé de dónde sacó la imaginación pero me contó que a sus diez años su padrastro había comenzado a darle de tomar cerveza bajo el pretexto de ir generándole una cultura alcohólica. “Porque no quiero que después vuelvas borracha de los boliches, cuando sea la hora de que eso ocurra”, dijo que decía. El vicio le quedó de por vida hasta que se propuso dejarlo. Yo me pregunté si todo no era demasiado armado. El estereotipo de cualquier bar de película. Ella entendió lo que estaba pensando y siguió fumando su pucho, largando el humo con la indignación que creí haber adivinado antes. ¿Y vos? ¿Vos sos de los que tuvo una infancia fenomenal?, me dijo algo cabreada. Le dije que no, que mi familia había muerto toda en un accidente de autos y que había tenido que vivir hasta mis dieciocho años con una tía imposible que me hacía hacer la cama a las 5 de la mañana y me obligaba a limpiar la pileta a las 12 del mediodía. Imaginé que de algún lado, si era músico, tenía que sacar la inspiración.

Serían alrededor de las once de la noche y el bar, de a poquito, recibía a su gente. La mayoría eran hombres, y todos sin excepción se quedaban mirándola a ella. En realidad, supe que lo que hacían era observarnos a los dos, esa cosa rara de ver a un pelotudo como yo con una mujer tan hermosa. Imaginarán que cada vez que sentía los ojos del resto sobre nosotros se me inflaba el pecho y me hacía el ganador, cosa que ella mucho no apreciaba.

Seguimos hablando de nuestras vidas hasta que mencionó a no sé qué escritor que yo obviamente no conocía. ¿No estás de acuerdo?, me preguntó respecto a una frase de ese mismo tipo que citó mientras yo terminaba el fernet. Le dije que sí y evité adentrarme en algo que mucho no me interesaba. Ella pareció estar disconforme y miró hacia otro lado. Me alarmé un poco, porque no podía dejar, bajo ningún punto de vista, que su fuerza gravitacional se enfocara hacia el mundo de las fieras. Entonces hice lo que toda mujer espera que un hombre haga en algún momento. Primero largué una pregunta “trascendental” para demostrarle que ese personaje que había confeccionado podía no ser un erudito, pero no era ningún boludo. Luego, cuando esto le dio un poco más de ánimo, hice eso que esperan las mujeres, le toqué, con inglesa prudencia, la mano. Le di cierto calor, como si en ese pequeño gesto le explicara que la iba a cuidar toda la vida, y ella entró de tiro, porque enseguida se abstrajo de lo que pasaba más allá de nosotros. Lo noté en su forma de mirarme, en la manera en la que se reacomodó en la silla y en el apresurado gesto de apagar el cigarrillo.

Una hora más tarde seguía hablando. Yo estaba con un poco de sueño, pero no había perdido el interés del todo. Las fieras seguían mironas y sorprendidas. Desde su mundo, el nuestro era maravilloso, inaccesible, una pequeña fábula contada en un bar de barrio. Mientras ella hablaba empecé a preguntarme para qué hacía todo eso. De repente sonrió y yo sonreí sin saber por qué, luego comenzó a reír y yo hice lo mismo. Activé enseguida la parte B del plan y le toqué la mejilla, que ya no estaba sudorosa. Ella me miró fijo a los ojos y se me acercó. No lo dudé y la besé. Ella se dejó y rápidamente me devolvió un beso fuerte. Es decir, me metió la lengua hasta el alma y yo loco de contento. Desde el mundillo de las fieras se sentía un calor reprimido, metido dentro de un gran recipiente de celos y calentura.

Estuvimos mucho tiempo besándonos hasta que de la nada se alejó, miró alrededor y me dijo no, Claudio, esto es cualquiera. Fue como si me arrancara la piel ahí adelante de todos. Este juego es una mierda, me voy a casa, siguió. Yo quedé con la boca abierta y pedí una explicación. Ella se limitó a decir que no era buen actor. Después desapareció. Y yo me había ilusionado con que íbamos a irnos a la cama juntos, con que íbamos a besarnos y a tocarnos como cuando éramos jóvenes y no había necesidad de inventar juegos porque todo era un juego.

Las fieras me miraron triunfales. Y ese fue su último beso, porque después ya no hubo bares, ni historias, ni terapias. Ya después me quedé solo, como un planeta que se sale de la órbita y ya no hay nada que lo sostenga, que lo tire hacia su centro.