Letras
Zombies, nada más

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A los poetas mapuches

Los significados de las palabras encerradas entre los signos de interrogación se resbalaron de su memoria como los sapos que huyen de las manos de los zombies de Curepto en la noche invernal. Algunos rompen la tenue película de escarcha en la que se transforman los lagos que versificó Jorge Teillier: quiebran el piso, convirtiéndose en muertos conservados por el frío. El cadáver del poeta es el líder de ese levantamiento de muertos ocurrido con la segunda venida de Cristo: “Levántense y anden”, dice el mesías. Y todos salen de sus sarcófagos a buscar sesos frescos, preferiblemente de niños. Después de su arenga, el Cordero de Dios desaparece de la historia; no es necesario explicarlo todo: simplemente se levantan los muertos y, entre ellos, Jorge Teillier que lo primero que hace es ir a un bar a pedir un trago de licor y, después de que se lo sirve el barman, le muerde la cabeza. Teillier con la boca roja de sangre de barman. Roja escarlata porque la sangre de los barman es más oscura que la de cualquier humano.

Al otro lado de la ventana los árboles se levantaban como muertos que naufragan en invierno. “Cadáveres de invierno”. Así puede llamarse mi película. Es mucho mejor que “Bajo el cielo nacido tras la lluvia”, le quita ese tufillo de literato cinéfilo que intenta lucirse. Y él quiere lucirse pero que nadie se dé cuenta de su deseo, a veces ni él se da cuenta de ello. Si fuera poeta tendría unos versos que, como relámpagos, brillarían en la oscuridad para que después todo vuelva a ser oscuro. Para siempre.

Sacó del bolsillo de su camisa el papel que le entregaron a la entrada del edificio y lo desdobló: la promoción de un consultorio psicológico que tenía las palabras depresión, soledad, desconcentración, desarraigo y un número telefónico, fulguraban con sus caracteres negros. Cuando se aprestó a escribir en el reverso, una mirada azul se fijó en él. Guardó el papel, volvió al examen. Nunca asistió a una sesión de psicoanálisis en los dos años que llevaba viviendo en Buenos Aires, un récord equiparable con el de no haber ido a un estadio de fútbol. “Psicoanalistas, putas y futbolistas”: Otro título para una historia que aún no escribió. Clavaba los volantes promocionales de atenciones psicoanalíticas y prostibularias en una placa de corcho justo arriba de su computadora, cuya pantalla encendida solía carecer de palabras como la hoja de respuestas del examen.

¿En qué momento terminé metido en esta mierda? ¡Mierda!, esa puede ser la primera expresión de “Cadáveres de invierno”, ¿o de “Psicoanalistas, putas y futbolistas”? ¡Cuántas ideas había enviado a convocatorias dentro y fuera de Chile! En ninguna de ellas se molestaron en notificarle la negativa a su solicitud de financiamiento para sus Films.

¿Films? ¿De dónde carajo se me pegó la costumbre de decirle film a una película?, trataba de sentir vergüenza por esa costumbre de repetir las palabras que decían sus profesores y que denunciaba cuando alguien de su edad las emitía en una conferencia. Ya llegará el momento para los zombies decapitados y tristes que deambulan por Curepto hasta perderse en el desierto mientras del cielo llueven sapos que escapan de sus manos muertas. Pero no puede ser Curepto si el zombie protagonista es Teillier. A él lo enterraron en Lautaro; es un nombre lindo pero no evoca tanta insipidez como Curepto.

A él una novia lo dejó por un tipo de Lautaro que decía ser mapuche para obtener becas del ministerio de cultura. Atardeceres cureptanos: “Espérame en Curepto”, es mejor título que “Cadáveres de invierno” y “Bajo el cielo nacido tras la lluvia”. ¿Cuántos kilómetros hay entre Lautaro y Curepto? Puede ser una peregrinación de muertos; tienen que ir a su tierra prometida y el gran Jorge Teillier, su líder, vuelve a morir antes de llegar porque, borracho, se suicida. ¿Cómo se mata un muerto? Puede ser que se le olvide que no debe respirar para seguir muerto y suspira por alguna nostalgia del far west: “Añoro los grandes espacios-trigales de las llanuras”. Teillier disfrazado como Marlon Brando en “El rostro impenetrable”. El rostro impenetrable de un poeta. Odio a los poetas, son más burócratas que los burócratas de Chile, su mami se lo enseñó después de que ella fotografiara a unos cuantos. Desde ese momento ella decidió fotografiarlo a él mientras crecía y se le iba cayendo el pelo.

Solía decirle a otros autodenominados directores que sus zombies eran más cercanos a Bergman que a esa mierda pseudo pulp de Tarantino. Se puede ser mediocre si demuestras tener todos los recursos para no serlo, le dijo un director muy viejo y comunista que filmó las marchas estudiantiles y obtuvo una beca Gughenheim.

Jamás seré reconocido en este mundo sino en uno paralelo, en ese que el mismísimo Philip K. Dick intuyó y que muchos lo asimilan como artificio literario. Se hablaba así, dictándose cátedra mientras se aferraba a las argollas del tren o a las barras grasientas del autobús. Se consideraba de la estirpe de Dick aunque, desde que llegó a Buenos Aires, no hubiera escrito más de dos cuartillas de alguno de sus proyectos de guiones ni se deprimiera o sintiera que los perseguían salvo en las mañanas de resaca. “Phillip Little Dick”: un título digno para anotar antes de que se resbale de las manos. Podría ser un director con la celebridad póstuma de un gran escritor. El cineasta que dictará el canon del siglo XXI. ¿Canon? Otra palabra del orto de esta maestría que le gustaba mucho y, en susurros, se confesaba a sí mismo que le entusiasmaba más Pierce que Dick. ¿Orto? ¡Por qué orto si es mejor decir culo o cuneta!

Volvió a sacar el papel del bolsillo de la camisa. Apenas saliera del examen llamaría a la red de psicoanalistas universitarios. Si lo hubiera hecho una semana antes tendría un documento que acreditara mi depresión. Lo atendería una mujer que usara calzas negras y cruzara la pierna tan riquita como la de mucha porteña que no lo mira ni para escupirlo. Licenciada, no me digas licenciada llámame Mariela, bueno Mariela mi problema es que entusiasmo a las minas pero después se asustan, pero eso es problema de ellas, no de vos. Seguro que es depresión lo que tengo y por eso me quedo dormido hasta las cuatro de la tarde. Una vez despierto se ponía boca abajo, frotaba su vientre contra el colchón, acordándose de las palabras que alguna novia le decía. Ah, esa época en que podía metérselo a alguien, lejana ya, eran el tiempo en que su mami le ayudaba a conocerlas en las reuniones de artistas santiaguinos. La psicoanalista sería entrevistada muchos años después, cuando alguien lea mis guiones y publique en “Artes y Letras” de El Mercurio un reportaje llamado “El secreto mejor guardado del cine chileno”. Mariela contará que, cuando me tenía el diván, escuchaba una cátedra que arrancaba con rechazos para Metz y culminaba con relatos de zombies poetas que caminan por el sur de Chile y no entendía cómo yo no me daba cuenta de mi excepcionalidad. Zombies con el cuerpo de su mami.

Otra idea: un documental sobre la vida de un cineasta que nunca hace cine, sólo esbozos de cortos. Desdobló el papel para escribirla. Una mirada azul, salida de los mismos ojos que lo auscultaron antes, volvió a clavarse en él; seguramente la profesora quería largarse y estar con sus dos mellizos, esos que, a medida que crecían, se alejaban del cuarto de ella y de su esposo quien, a medida que envejecía, más tiempo se la pasaba tirado en la cama y no le hacía nada.

La luz pálida del sol era el antónimo del último verano de Ginebra. “Sé lo que hiciste el último verano en Ginebra”. Si en lugar de haber sido chileno hubiese nacido en los Estados unidos tendría, como mínimo, un par de películas que emitirían en horas de la madrugada por algún canal del cable. Una película vista por los adictos a la cocaína a los que la fiesta se les acabó y alguno que otro insomne que mira la televisión en un hotel lujoso de Suiza.

La profesora de mirada azul no es cocainómana pero tiene insomnio a causa del cambio de horario. Verá la película en su hotel suizo: es la historia de una académica que va a un encuentro mundial de semiótica en Ginebra, en el discurso inaugural un académico africano habla sobre un tema que ella olvida pues sólo se fija en ese negro con facciones de blanco. Mejor que así sea. Anotó, al respaldo de la promoción: “Negro Blanco”. Harán estudios sobre el racismo subrepticio en Noches de Ginebra, quizá ese nombre sea mejor, no hay necesidad de hacer guiños a nada. La película por sí misma generará muchos guiños de futuros directores.

En las noches cálidas de Ginebra, mientras se ducha la nicaragüense con la que comparte el cuarto, la académica se figurará el instante en que bese al africano: junta sus muslos hasta que surge una humedad de su entrepierna, esa humedad que ya no le genera su marido banquero. La semióloga centroamericana sale con una toalla en la cabeza como si fuera un turbante, la académica-protagonista-narradora se ocultará bajo la sábana blanca y se calmará, recordando la indiferencia que le suscita su marido cuando le habla de sus reuniones con presidentes de bancos.

En la tercera de las cinco noches, la académica es invitada por el profesor africano a una cena. En el trayecto del ascensor que la lleva hasta el lobby donde se encontrarán, sus muslos se juntan tanto que debe separarlos para evitar el acto reflejo de colocar la mano entre sus piernas. Después de cenar, el profesor le confiesa que el canibalismo es el mecanismo africano más efectivo para absorber los conocimientos del devorado; le cuenta la historia del ganés que se tragó a Einstein y Carnap y terminó ahogándose en el lago Victoria en un accidente mientras iba a dictar conferencias a Kinshasa. Le dice que es vegetariano pero que, dado el conocimiento que ella tiene, la comerá para darle mayor instrucción a su país. Ella, la académica, se levanta de la mesa. Huye. Todo desemboca en una persecución por Buenos Aires, ciudad donde el africano, camuflado entre los negros que venden relojes y collares, asesina al esposo de la académica y llega a su casa, la de ella, le hace el amor a oscuras como se lo hacía su esposo en los mejores tiempos. La académica enciende la luz y el negro abre la boca, saboreándose: Fin. La profesora de mirada azul apagará el televisor y lo que sospecha que es una coincidencia, se convertirá en profecía: al otro día un africano dictará la conferencia de apertura. En la profesora se repetirán todos los gestos que hace la académica de la película: será una propuesta radical que verán los cocainómanos con atención desaforada aunque la olviden cuando sean presas del sueño. Los insomnes la recordarán como un desvarío de sus ansias de dormir y temerán que la historia se repita en ellos.

Por fin ese relato de Julio Coll sobre el africano que se comió a Freud en 1933 y a Ochoa en el 68 irradió mi filmografía. El libro se llamaba “Las columnas de cyborg”, lo encontró en los saldos de una de esas librerías de la calle Corrientes por donde caminaba, fumando un cigarrillo tras otro. Solía esculcar y esconder algún volumen costoso con la promesa de volver por él. Pero si volvía no era para comprarlo sino para encontrar un nuevo prospecto de compra. El libro de Coll salía barato y, aunque no le gustara la ciencia ficción, había relatos raros que lo harían un director raro, más raro que el propio Coll que ni en España lo conocen. Para eso sirven esos libros: para que los mejores los mejoremos; a la larga, Philip K. Dick es raro y él sólo se hacía el raro porque, más que nada, sé extraer lo excelso de los más bajo y puedo hacer de Teillier un zombie y me recordarán como un Tito Bolaño del nuevo siglo.

La mirada azul de la profesora ya no se clavó en él sino en sus propios brazos, erizados por el toque que hizo con la punta de sus uñas largas, pintadas con esmalte trasparente. Ella recordó los encuentros con el negro que no resultó ser caníbal pero que se la comió. Contuvo una sonrisa. Él, el pequeño Bolaño, se incorporó para entregarle la hoja de examen enrollada, sin una sola respuesta:

—Es la segunda vez que curso esta materia —no sabrá si dirá mierda en lugar de materia. La profesora ignorará si escuchó mierda en lugar de materia: Ese puede ser un buen efecto que se reflejará en el hecho de que la voz femenina en off que narra la historia se transformará en mi voz, intercalando la palabra mierda con la palabra materia: será la resonancia de un eco que se expande hasta que, en la pantalla, aparecerán figuras geométricas. “La geometría de la decepción”—. Usted ignora el sacrificio que es levantarme los sábados en la mañana para venir a escuchar cosas que no entiendo ni me interesan, ¿sabe por qué lo hago? —clavará sus ojos pardos en los azules de ella—. Porque usted... usted me encanta —desenrollará la hoja y se la mostrará—. Entiendo que si me reprueba querrá volver a verme y si me aprueba, es porque lo nuestro no es posible —la profesora le señalará la esquina del escritorio donde está el montón de exámenes. Lo verá por primera vez: es negro, el primer chileno negro que verá en su vida. Pero tendrá los rasgos de un mestizo, una versión achocolatada de Jorge Teillier que se le tirará encima para comerle la cabeza y aprender la primeridad, segundidad y terceridad: la santísima trinidad de la semiosis infinita.