Letras
Dos relatos

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El Paco

Una aldea en el desértico valle de una montaña se alzaba pobremente casi del polvo. Sus cuarenta casas viejas se alineaban en círculo alrededor de una plaza poblada de altos árboles y revoloteantes palomas que dejaban sus plumas por doquier. A un costado de la plaza se alzaba el sacramental edificio que constituía la iglesia contrastando con el orden ruin en el que se elevaban las demás fachadas —mercado y hospitalucho incluidos.

La familia más pudiente de esta aldea había construido su casa al otro lado de la plaza. La casa era modesta y muy amplia; en la entrada burbujeaba una pequeña fuente de la que solía manar un agua muy fría.

Paco levantó la mirada hacia la fuente de aquella casa. Tenía tanta sed. Sus ojos se posaban sobre aquel torrente de agua clarísima, fría, quizá dulce. Su sed le nublaba el pensamiento, le hacía recordar vagamente la paliza recibida el día anterior.

Nadie en la aldea reparaba en Paco, salvo las palomas que él mismo ahuyentaba a ladridos, correteando e intentando morder y un viejo carnicero que de vez en cuando le traía los huesos sobrantes del mercado. No poseía privilegio alguno, sólo el frío pasto debajo de un banco y el anhelo de aquella agua helada.

Esa tarde la aldea estaba solitaria, en la plaza habían desaparecido los peatones. Brillaba un sol rutilante en la cima del cielo.

Después de haber correteado toda la mañana a las palomas y escarbado debajo de un árbol en busca de un hueso olvidado que roer, Paco estaba sediento. Parecía tener fiebre: respirando rápido, jadeante y con toda la lengua afuera chorreando baba.

En su cabeza debía gestarse un plan para calmar su sed.

Así, debajo del banco, erguida la cabeza y las orejas, miraba fijamente su objeto: el agua correr de aquella fuente. ¿Cómo poder salvar esa prohibición de entrar en aquel patio con sus “cochinas” patas llenas de barro a beber? ¿Acaso en lo profundo de la mente pudo su obscura psiquis fabricar un plan?

Lento, agazapado y con el pelaje revuelto se fue acercando a la casa. Cruzó la calle. Del mismo modo se pegó a la cerca. Sigiloso consiguió entrar en el patio. Su olfato agudísimo le indicó la ausencia de personas cerca de la fuente. Creía poder llegar alzándose sobre sus patas traseras y beber.

Sin duda llegó. Se apoyó en el borde hundiendo el hocico antes de lamer (ambas patas delanteras dentro del agua).

¡Agua! ¡Por fin! Aunque no tan fría como había imaginado mojaba su lengua, bajaba por su garganta. ¡Le refrescaba! Bebía a ojos cerrados.

—¡Zape! Perro inmundo —gritó la mujer propinándole un escobazo—. Esos vagabundos, sucios...

Paco se alejó de la fuente gruñendo y mostrándole sus punzantes dientes. Una vez fuera (cabizbajo, cola entre las patas, orejas gachas, ojos airosos y costillas adoloridas), fue a refugiarse debajo de su banco en la plaza.

Satisfecho, refrescado, había logrado vencer su sed. Sólo faltaba su hambre.

 

Por el día 10

—En el día 10 de cada mes, recité la misma oración frente al espejo, por varios años —contaste un día como si se te escapara un pensamiento por el orificio de la boca.

Debías recordar con fiereza algo que te sobreviniera alguna vez en la misma fecha, pues entornabas los ojos o bien divagaba tu mirada; mientras, inexpresivo el resto del rostro, te temblaban los labios. Tenías esa expresión abrupta.

Pero no contaste por qué, también en la misma fecha, escribías cuatro páginas de “X”, “Y” y “Z” en hojas amarillas; estrictamente amarillas, las cuales pedías con el simple gesto de alzar la barbilla y entrompar la boca señalando el cajón donde se guardaban. ¿Pagabas el precio de alguna cosa hecha por ti por otro u otra? ¿Lo superaste ahora que balbuceas 17 palabrezcas sobre el tema? ¿Acaso pretendes dar una explicación de tus actos?

Nunca más hablaste de ese tiempo de 10 de mes. Ni del para qué de atuendos extraños; del espejo roto y reemplazado sin falta cada última hora del día; de la abstinencia total de lo que fuese ingerido, bañado, besado, deseado, visto, hablado y sobre todo reído. Tampoco del cómo lograbas estar sentada frente al espejo durante las 12 horas de luz, sin sucumbir en el desespero o aburrimiento de tus contornos envejecidos un poco más cada 10.

Todo el que visitó la casa aquel día pregunta por esa actitud tuya, y el por qué, qué, cómo y cuándo sobresalían.

—Si parece tan cuerda del 1 al 9 y del 11 al 28-29, 30 o 31 correspondientes —decían más o menos.

Y la casa era muy visitada por esos primeros 15 días del mes.

¿Cómo ocultaste o reprimiste tu trastorno mental a unos pocos 12 días al año? ¿A dónde escapaba o se replegaba la parte sana y juiciosa de tu mente en cada 10 de mes?

Jamás pudiste contar algo al respecto. Jamás, porque una madrugada de 10 cuando dabas inicio a tu observación obsesiva, se posó una libélula en tu nariz. Sonreíste. Miraste hacia la puerta del balcón, inusualmente abierta, y dejaste a un lado, por primera vez en años, el espejo. Con la sonrisa y libélula pegadas aún en el rostro saliste al balcón subiéndote a la baranda. Quizá pretendiste ser libélula o sentiste una ráfaga de libertad vuelta viento cuando, al lanzarte tras la nada, caíste al piso un par de metros más abajo golpeándote fuertemente la cabeza.

El médico aseguró ese mismo día que estabas del todo bien, sólo se debía extraer, delicadamente con un pitillo quirúrgico, un viscoso y enorme coágulo de alguna parte de tu cerebro. Realizada la exitosa extracción tuviste hasta el día 17 durmiendo inexplicablemente.

Al despertar de esa tu hibernación de 168 horas recordaste todo perfectamente, excepto por un detalle: desconocías la existencia del día 10 en todos los meses de tus 36 años.