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Sobre la Secta del Fénix

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Jorge Luis Borges

Escribir un texto enigmático, definitivamente literario, utilizando recursos eruditos que susciten en el lector diversas interpretaciones, es acaso el rasgo de ironía o de fino humorismo al que suelen aspirar los inventores de relatos fantásticos; en especial si la maestría de los recursos estéticos deja flotando el verdadero significado. “La Secta del Fénix” es para los lectores de Borges uno de sus textos más curiosos y no menos autobiográfico, ya que refleja claramente su relación problemática con el sexo, que provenía, según conjeturan quienes han hurgado en su intimidad, desde la infancia. Nuestro escritor empieza mencionando indirectamente a una secta que llama la Gente de la Costumbre o la Gente del Secreto, que tuvo su origen en Heliópolis y deriva de la renovación religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV. Estos datos se desprenden de escritos de Herodoto y de Tácito, que Borges añade —o saca a la luz hábilmente—, como recurso narrativo, con fragmentos de historiadores como Tito Flavio Josefo y el monje benedictino Hrabano Mauro. “Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian...”.

Una secta, todos sabemos, es un conjunto de personas que comparten en exclusiva un secreto. Al hablar de “la Secta del Fénix”, quizá nos remitimos al ave mitológica que no pasa por el enredo de la relación sexual, ya que se engendra, muere, y luego resurge de sí misma. El texto de Borges sólo tiene tres sabrosas páginas, pero a medida que avanza, entendemos que la secta está en todas partes y en todos los bandos y la integran judíos, nazis, comunistas, fascistas y hasta gitanos. “Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos —conjetura Borges citando al filólogo eslavo; y prosigue—: En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas (aquí, suponemos a quién se refiere nuestro escritor), los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios, los sectarios no tienen bardos que les canten...”.

Todos conforman “la gente del secreto”. Y a medida que seguimos leyendo vamos descubriendo que la secta es toda la humanidad, abarca el Universo y que el secreto que comparten sus adeptos es bastante curioso, aunque no desentrañable. Borges nos dice que no está en un libro sagrado ni tampoco es un saber exclusivo. El secreto es, únicamente, un hábito común que a uno repugna hasta pensar que sus padres lo hayan practicado; un rito que se puede ejecutar en zaguanes, y que los seres más bajos (pordioseros, leprosos, esclavos), pueden iniciarnos en él, pero también puede ser un niño quien inicie a otro; un rito que ninguna palabra puede nombrar pero que todas, de alguna manera, lo nombran. “He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix —confiesa el autor de “Funes el memorioso”—; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo”. Así termina el cuento, sin nombrar “el secreto”, que queda librado a la imaginación del lector.

Era vox populi que la masturbación no sorprendía a Borges, ya que la consideraba como inherente a la condición humana y que inclusive el acto sexual, más allá de la procreación, es una forma de placer individual compartido (“Una frotación entre dos personas”, me refirió una vez). Por consiguiente “el secreto del Fénix” puede abarcar ambas posibilidades de la relación sexual. Borges mismo parece indicarlo al hacer que el narrador rechace Heliópolis como el origen de la secta. Esa ciudad egipcia fue la cuna de la leyenda del dios Atum, el mito de creación vinculado al pájaro Benu, de donde Herodoto tomó la leyenda del Fénix. Hay una discusión, todavía no aclarada, acerca de si el Benu y el Fénix son el mismo. Al parecer, el griego confundió los detalles, o los mezcló con otras historias similares, por lo que la mención de Herodoto como la fuente inapropiada resulta quizá una broma erudita. Para todos el Fénix es un símbolo de inmortalidad individual. Hay, sin embargo, otras versiones que lo consideran un ave hembra, sin hijos y sin pareja, que muere y renace de las cenizas cada 500 años. Al rechazar la versión de Herodoto, con cierta obviedad, Borges pone en duda la vinculación con ese remoto Fénix; es más, en algún diálogo la rechaza de manera contundente.

Otras claves apuntan en la misma dirección. Por ejemplo: “La denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro”, dice Borges. Mauro fue un pensador medieval que escribió De rerum naturis (también conocido como “De universo”). El Fénix griego se convirtió en símbolo de la resurrección cristiana durante la Edad Media gracias a Clemente de Alejandría, uno de los padres de la Iglesia. Aunque Mauro incluye un bestiario, no menciona al Fénix o Phoenix, en latín. “No menos dificultoso sería establecer sus particularidades —aclara Borges—, porque los sectarios, a diferencia de los gitanos, o los judíos, no tienen un idioma que los identifique”. Por otro lado, en un párrafo compromete a Martín Buber, quien declaró que los judíos son esencialmente patéticos; “sugestivamente no todos los sectarios lo son —razona Borges—, y algunos abominan del patetismo, razón por la cual el hecho de que haya judíos en la secta no significa que todos lo sean. Además la secta no ha sufrido persecuciones, en cambio sí los gitanos y los judíos”.

Para enmarañar aun más la elucidación, Borges llega a la certeza de que “no hay grupo humano en el que no figuren partidarios del Fénix” (...). En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas (...). Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa el Secreto los une y los unirá hasta el fin de sus días”.

Son demasiadas las particularidades que se pueden inferir de la lectura de “La secta del Fénix” y siempre queda la duda alentada por el maestro del sarcasmo. Cuenta Emir Rodríguez Monegal que, en Nueva York, el profesor Ronald Christ le rogó a Borges que le revelase cuál era el secreto de la “Secta del Fénix”. Borges, en lugar de responderle, le dio a Christ una noche más para que pensara y lo descubriese por su cuenta. Al día siguiente, Christ no había logrado elaborar una respuesta.

Borges le respondió finalmente con estas palabras: “Well, the act is what Whitman says ‘the divine husband knows, from the work of fatherhood’. When I first heard about this act, when I was a boy, I was shocked, shocked to think that my mother and my father had performed it. It is an amazing discovery, no? But then too is an act of inmortality, a rite of inmortality, isn’t it?” (“Bueno, el hecho es que Whitman dice: ‘El divino esposo sabe, a partir del trabajo de la paternidad’. Cuando escuché por primera vez acerca de este acto, yo era un niño, estaba sorprendido, sorprendido al pensar que mi madre y mi padre lo había realizado. Es un descubrimiento asombroso, ¿no? Pero también es un acto de inmortalidad, un rito de inmortalidad, ¿no le parece?”).

Aunque analizado de maneras antagónicas siempre resulta admirable el sabroso relato. En los primeros párrafos de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges alude al sexo coincidiendo en cierta forma con la probable clave de la enigmática secta. “Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. En otra oportunidad, durante un diálogo que mantuvimos sobre Santiago Debove, recordó que su amigo alguna vez le dijo que “el peor pecado que un hombre puede cometer es engendrar un hijo, que es condenar un hombre a la vida”. También en“Las ruinas circulares”, otro de sus magistrales cuentos, Borges hace una referencia onírica al complejo tema de la paternidad, que acaso puede ser interpretado como una metáfora de la procreación, quizá menos relacionado a lo carnal que a lo estético, ya que la paternidad del artista se relaciona con su obra. “En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy”.

Quien esto escribe, interpretando el otro sentido, el que remite al onanismo, también lo consultó a Borges de manera directa aunque con no menos suspenso que curiosidad.

Hubo un largo silencio.

—El Secreto es sagrado —respondió Borges de manera enigmática, con una sonrisa llena de picardía—, pero también sucede que no hay palabras decentes para nombrarlo, porque delata, de manera ridícula, a quien lo admite; por eso yo prefiero no revelarlo y dejarlo librado a la imaginación del lector.

—Indudablemente a todos los sectarios los une un rito, que se refiere al Secreto, que por ser secreto nadie conoce y usted prefiere, como dice, no confesarlo —argumenté—. Además en su texto los sectarios no tienen rasgos típicos que los identifiquen; son superficiales y hasta lo han olvidado o lo van olvidando a medida que maduran o envejecen. También se parecen a todos los hombres del mundo y se creen únicos y hasta destinados a la gloria.

—¡Bueno! —suspiró Borges—. Algunos, a medida que pasa el tiempo sólo guardan un borroso recuerdo y lo asumen como un castigo, o una culpa, o tal vez como un privilegio en algunos casos; aún el pacto no se ha roto, ni se romperá, le repito, porque si así ocurriera quedarían expuestos al grotesco.

—Quizá no se llegue a romper nunca —interrumpí—. ¿Nosotros podemos pertenecer a la secta?

—Sin duda. O hemos pertenecido —reconoció—. Lo negamos aunque, sin embargo, algunos lo siguen practicando en soledad de manera simplísima y elemental; también se supone que una especie de horror sagrado impide a algunos fieles llevarlo a cabo.

—¿Por un viejo prejuicio o porque puede haber una razón inconfesable o una leyenda de por medio? —volví a preguntar.

—O porque simplemente nos daría vergüenza aceptarlo —concluyó Borges con toda su ironía, acentuando la sonrisa y abriendo las manos con gesto de disculpa.