Letras
Dos cuentos

Comparte este contenido con tus amigos

Uno de hadas

En aquel entonces vivíamos adictas a Badoo.

Esa red llevaba, sin mayores complicaciones, hasta un montón de tipos.

Con algunos de ellos cuadrábamos citas, estudiando cada prospecto y terminando estrábicas de mirar el monitor, afónicas de la discutidera.

Era la única forma de superar nuestros peros y objeciones, algunas veces bien ridículos.

Esa manía nos quedó desde que Marite se fue a conocer a Andrés al centro comercial La Cascada.

Aparentemente, el tipo ideal para ella: medio a la antigua, nada bonchón.

Cuando ella aceptó verlo, face to face, y fue allá, arrebatada de ilusión y rendida como novia de pueblo, se halló un obstáculo insalvable para una ejecutiva de casi 1,72: Andrés apenas le sobrepasaba el ombligo.

A partir de allí, necesidad obliga, le agarramos el gustico a analizar en equipo los detalles de cada posibilidad. Digamos por lo sucedido, otro por ese morbo sin principio ni fin, que infla como un globo las conversaciones entre las mujeres, y obvio, por el gran rollo de la inseguridad.

No era cosa de salir a cazar para saborear un secuestro exprés en manos de alguna banda de delincuentes, viéndote obligada a subir a un vehículo en el McDonald’s de Los Teques, o en la pata de un edificio de la Perimetral de San Antonio, y después, Caracas, autopista, los túneles, El Cementerio, sentadita entre dos, pistolas en mano, ansiosos por saber todo de ti: quién eres, dónde vives, dónde trabajas.

Cuánto tienes.

No era cosa, pues, de terminar raptada por unos bichos de esos, que gozan baboseándote al oído sus nefastas intenciones, para finalmente, en el mejor de los casos, dejarte botada en la Plaza Venezuela, con veinte bolívares en el bolsillo, a las tres de la madrugada de un domingo, toda hedionda a meados y caca.

Ni pensarlo.

Con todo, nada de entrar en clausura, olvidarnos de las diversiones de allá afuera.

Por ello nos aplicábamos.

En primer lugar, enfocábamos en la pantalla la imagen del candidato; desmenuzábamos todos sus ángulos. Si el hombre estaba bien bueno: rostro atractivo, piel bronceada, chocolaticos incluidos, nalgas presentables, bien equipado. Aun cuando siempre dejáramos caer por allí, en hipócrita letanía: el físico no es lo más importante...

Luego, con todo alardear de que lo material no era la prioridad, y lo espiritual bla bla bla, tal como repetían las hermanas en el San José, observábamos, para nuestra conveniencia, si se fotografiaba detrás del volante de una camioneta último modelo, o de un Porsche; acelerando una Harley con cara de Schwarzenegger; o así como a punto de firmar un documento importante, a la vista el correspondiente logo de la empresa.

Por el contrario, teníamos como de mal pronóstico si las imágenes arrojaban individuos armando, ya de antemano, su V de victoria... o los dedos pulgar e índice en L, para abajo o arriba en tumbao de reguetoneros; miradas de solitario, lánguidas, de bailarín de tangos; evasivos ante la cámara; mandíbulas amenazantes bajo enormes lentes de sol; empeñados en mimetizarse como salamandras tras un manto de tatuajes, piercings, túneles; o cerveza en mano, arrimados a otros más, en alguna escalera angostica de cualquier cerro cielo arriba.

Un caso inolvidable, incluido largo tiempo en agenda, fue Marlboro: un italiano en camisa escocesa, jean, botas de vaquero, sobre potro castaño.

La mamá de Rossana le dio el apodo; a ella, nieta renegada de camisas negras, Marlboro le dio muy mala espina al ver su foto ya la primera vez.

La hija sí lo imaginó, enseguida, como el hombre más romántico del mundo; y se hubiera ido atrás de su Nicola di Bari —gustos de otra época mostró: Rosa / telefonarti da un océano all’altro e dirti: como stai / Toccarti col pensiero e poi...— si cuando él decidió que ella tomara el vuelo a Roma, Rosanna no le pidiera tiempo para pensarlo, y él no se violentara insultándola de la peor manera, bloqueándola para siempre.

Casi se infarta.

De nada le servimos, demostrándole ratón en mano cuán dulces, de mentes amplias, se muestran ellos, nada más al principio.

—Luego, mi niña...

Nada.

—Rosi, uno es el Marlboro coloreado por ti —por ella, treintona, sin zafarse del todo de la adolescencia—, otro el personaje en crudo.

Menos.

La realidad cruel:

—Un insensible. Un engreído. Pura pose.

Incrédula.

Optamos por espantarla.

—Rosi: ese hombre tenía todas las características de los que seducen a colombianas, argentinas, venezolanas. Te llevan al Norte, te roban el pasaporte, te obligan a putear, y no sabemos más de ti.

La convencimos.

A esos buceos colectivos, sumábamos el valioso aporte de la palabra: el hombre hecho verbo.

Partíamos del contacto inicial, de la presentación. El quién eres, de dónde, ocupación.

Había quienes no decían mucho de sí; extremadamente tímidos.

Algunos se desbocaban atrás de su única fijación: calentarse rapidito; mucha, mucha cochambrería por delante.

Otros preguntaban generalidades para ir entrando en confianza. Cualquier tema.

Chévere.

A menudo, el intercambio se volvía aburrido, agotándose, pues lo virtual también tiene su química.

Si esto sucedía, se pisaba una tecla, finiquitando las pocas ganas de seguir la exploración.

Todo muy práctico.

De parte nuestra, da pena decirlo, borrábamos a los feos.

Esos pobres, por más vueltas que se les diera, en la red no tenían ninguna ventaja.

Por la pantalla era imposible exponer gracias y otras habilidades. Había un abismo entre la perspectiva bastante segura de ser atraído por una persona poco apuesta en una fiesta o en un paseo —díganlo la Valentina y el Jesús Aníbal del cuento mexicano— en comparación con el gélido plasma.

Por el lado de ellos, nos echaban, fastidiados, cuando nos poníamos todas difíciles: las mujeres, vamos a sincerarnos, empleamos el misterio de las redes para darnos tono, así seamos el saldo póstumo.

Asimismo nos botaban sin compasión cuando, de vuelta, metíamos la pata al fondo con alguna rima indeseada tipo: no suelo fijarme mucho en la apariencia, aunque, para ser clara, lo primero es una buena presencia. O cuando emitíamos puros monosílabos: cero ingenio. O cuando nos mostrábamos quejicas, caprichosas, sin personalidad alguna.

Muerte segura. Sólo unos veteranos, curtidos en lances sin mayores resultados, seguían adelante.

La lucha por la especie. Algo así.

Pero la cuestión, en realidad, dependía de quiénes; y si los intereses coincidían.

Una “soy cariñosa, espiritual, del hogar...” podía ligar con uno “muy comprensivo, económicamente independiente...”, iniciando un trayecto obligado por aeropuertos internacionales, gastronomías diferentes, suegros, parientes, hijos, propiedades, documentos.

Sin embargo, de lado y lado los había que iban al grano con chispa. Urgidos, perseguían el mismo sexo que, sin tanta regorgalla informática, encuentran los taxistas, luego de un cambio a luz verde, en la mirada de una cliente; o cualquier plomero en pícara alusión a conexiones y fugas con alguna ama de casa.

Volviendo al punto.

En el grupo de amigas teníamos a Julia.

Mientras acá nos hacíamos las expertas, en la realidad más unas inmaduras y superficiales, ella sí parecía venir de regreso.

Disfrutaba cada momento de nuestros cónclaves, desde su continente observador, tranquilo, de pantera algo pasada de kilos, edad incierta, hermosa.

Era, además, una negra muy étnica. Llamaba la atención del mundo. Parecía una de esas inmigrantes que a veces se ven en los aeropuertos, vestidas en un turquesa, rojo, verde y naranja de pájaros y flores.

Con sus palabras precisas, encaminaba muchos de nuestros enredos, casi siempre tan infantiles.

Esto nos hacía muy amigasdependientes de esa africana sabia, pequeña Eva mitocondrial, libre de normas ni ataduras.

Nos dejaba locas cuando, en su dejo sensual, particular, definitivo, le expresaba a alguien, jefe, padre o amante, uno o muchos, su posición ante cualquier asunto, y el otro, desarmado, se sometía feliz a esas jerarquías tribales e ignotas.

El conflicto estaba, le parecía a ella, en que defender tanta autonomía tenía un costo: se metería en la boca del lobo, decía, si le diera, por ejemplo, por hacer familia. Perdería su libertad, apenas un remedo de la matriarcal, mas libertad, al fin.

Quizá por ello no le interesaba para nada comprometerse, matrimonios y eso. ¿Para qué? ¿Para entregar niños a este trapiche? Remataba.

Asustaba ese cálculo vital, tan diferente al de nosotras.

Trabajaba duro. Cuidaba sus ingresos. Atendía su salud. Adoraba a su madre. Empleaba la red para buscar sexo.

Y le encantaba un hombre. Era su debilidad.

Recién, había contactado a alguien. Y, como cada vez que a una le gusta mucho alguien, pues, hay cambios.

Las demás del grupo, aun cuando pertenecíamos a esta época tan impúdica, chapaleábamos en nuestros deslaves, emboscando víctimas para el casamiento.

Era lo nuestro la cuestión social, la presión de la familia. El pánico a no lograr una boda, si no por todo lo alto con el príncipe soñado, como la reciente de Analuisa, que puso una pica en Flandes: titulado en Harvard, alto cargo en Bogotá y luna de miel en Salzburgo, al menos, sí un enlace promedio.

Nos aturdía el miedo a la soltería y a la soledad. Por eso, así fuera mal acompañadas.

En torno a esos miramientos, desgastábamos noches en horas y horas de cotorreo.

Una de esas trasnochadas, de mucho ron y coca cola —para sentirnos como arrabaleras— de confidencias postergadas, Julia, en un atisbo de lucidez, trató de ubicarnos con un: en la vida, las historias nunca terminan en el fueron felices y comieron perdices, como sí sucede en los cuentos de hadas.

A esas alturas ya teníamos las miradas salidas de foco, tan deslucidas, tan desbaratadas, que Lilian hacía rato dormía sobre sus vómitos en algún lavamanos; Igna acogía a Daysy entre sus piernas y le acariciaba un pezón, con esa ternura tan difícil de encontrar por ahí, que se nos atragantaba; y la Naty llevaba horas riéndose ella sola de sus chistes, rancia de chorros de orín.

Todas, hacía mucho cuesta abajo, tocando nuestra hora pico.

Así le llamábamos: ¡Viva nuestra hora pico, no joda!

En esos momentos, la mamá de Rossana durmiendo en su cuarto, las orejas bloqueadas por un par de tapones de goma, gritábamos a la nada, como todo borracho. No sé de dónde, sacamos eso de repetir: Dame un sombrero como el de Pancho Villa ¡carajooo! ¡para retumbalo contra el pisooo!

En este estado tan lamentable, ni le paramos a la sabihonda.

Ella ni insistió, pues no estaba mejor.

Su conseja, hecha como para no perder la costumbre, sonó estropajosa, se vio en cámara lenta.

Nos embriagaba el alcohol, y más aun, la historia final a lo Hello Kitty, de Ana.

En ella queríamos estar cada una.

La de Julia, por su parte, rebasaba con esas aspiraciones fuera de borda, tan ajenas a las nuestras —eso de enamorarse así de sopetón de un desconocido. Ni siquiera: eso de tener sexo con extraños...

No obstante, le respetábamos su deseo.

Veíamos su futuro, su vida entera, y, formales, la compadecíamos.

La imaginábamos en la soledad de su casa luego del día a día. Al lado el celular. El vaso de agua. La cama destendida, vacía, fría, sin esperas. La luz cenital de la lámpara, reflejada en la pared, silueteando la figura de una Julia agigantada. De una Julia, inclinada. De una Julia tecleando su computadora. De una Julia estirando los brazos hacia el techo, crujiéndole las vértebras y desbordándoseles los senos, desperezándose, sonriéndole irónica a los que desde la pantalla la acecharían, acechados.

Julia, de cacería, tras un montón de anónimos filtrados como por un tamiz.

Julia, la solitaria, citada con un Roberto, calificación de aprobado, una mañana de domingo en el obelisco de Altamira.

Archivadas en su monitor, imágenes del candidato: en cuerpo entero, bien plantado, al volante de una picadora de maíz; en un primer plano de un físico rudo, y mirada limpia.

En todas, convincente.

El Roberto recordaba a esos machotes perfectos, tan enamorados, de las telenovelas colombianas.

A la vista, pegaba con Julia, con sus placenteros objetivos inmediatos, nada definitivos.

Y todo hubiera seguido perfecto, si nomás hubiéramos podido suspendernos en el éter, como niñas buenas bajo el cristal; en bonita escena de gran plasticidad tarbesiana; a espaldas de las feúras del mundo.

Muy pronto Analuisa necesitó deshollinar su nueva vida, arrimando, cada vez más lejos, los recuerdos festivos del liguero, la hora loca, el champán, los riquísimos tequeños, típicos de aquí mismo, de La Vuelta de El Paraíso, en Los Teques, la luna de miel tan romántica y lujosa.

Del propio Edén había sido arrojada.

Ana perdió la virginidad de un solo golpe. Que no el pellejito biológico, tema de tantos debates en los lejanos recreos del colegio, sino la más pura inexperiencia en lo del día a día: a Henry Herrera solamente le motivaba una familia-trampolín para edificar su vida, sin llegar a abrir las puertas de su closet.

Mentirita por delante.

Ahora ella, la barriga en creciente y el montón de dolientes empeñados en portar velas en ese, su entierro, no terminaba de digerir la impresión de habérselo tropezado en su lecho de recién casada, mordisqueando, con desenfreno de gato, la nuca al cuñado.

En cuanto a Roberto, el de Julia, resultó llamarse de otra manera.

Esto igual lo supimos luego, las superprevenidas, y ella, la corrida por siete plazas.

Al salir de Altamira, Julia tomó la autopista y enlazó con la vía Panamericana.

Horas antes había bajado sola, porque ella vivía en Pozo de Rosas —nombre más lindo no hay en estas montañas—; las bordeó en su carro, unos cuantos kilómetros, hasta alcanzar la carretera principal, llegar a Caracas, reconocer al hombre; timbrarle, y ubicarlo en el paisaje: el de la chaqueta negra de cuero, jeans de los carísimos, ray ban originales, atento al celular.

En la plaza se buscaron entre el ir y venir, para un encuentro en el que decidirían, eso acordaron, si la vista alcanzaba para nada más tomarse un café, o para hacer el amor con un extraño.

Fantasía de ambos.

Ninguno de los dos dudó.

Al volante ella tomó la vía de ascenso, tan lentamente, como si cada curva dejada atrás fuera una caricia, una exploración, un tomarse en el aire.

Sólo al tomar el desvío, superar el elevado, descender y cruzar el arco de ingreso al motel, entre el montón de trinitarias, y adelfas rosas y blancas, hasta cualquiera de las cabañas, sólo entonces, hubo tiempo para las manos, las bocas y para pocas, muy pocas palabras.

Ya de vuelta, saliendo a la vía, Julia miró la niebla gris como bufanda ligera sobre el Ávila mañanero.

Sonrió, lista para marchar, sin preguntar ni cuándo, ni adónde.

—Pensarás que soy una puta.

Él:

—No. Haces lo que te da la gana.

Algo le había dicho de su ida. De un vehículo, de otras personas a la espera para no retornar solo. De no gustarle hablar de su trabajo.

Pareció escucharle querer seguir allí, en ese rincón, en ese momento.

Algo así.

Julia nunca retiene esos detalles.

—La cosa valió la pena.

Entendimos.

—Sildenafil... —afirmó alguna con malicia.

—¿Amor de preso? —bromeó Luz, que trabajaba en los Tribunales.

—Frías, frías —Julia, la experta.

No quiso decirnos más de él.

Tampoco le preguntamos.

Seguirían encontrándose, un fin de semana y otro.

Se había enganchado.

Lo sabíamos porque todos los viernes se esfumaba Julia, retornando el lunes, eufórica:

—Es el hombre para mí; nada de qué estás haciendo, con quién andas, ese trabajo, de quién es el mensaje, qué estás mirando. Me encanta. Cada uno libre en su semana. Nada de interrogatorios. ¿Casado? ¿Hijos? Se perdiera los sábados y domingos.

Y más:

—Hablador: de cualquier tema. Súper relacionado. De tú a tú con gente de arriba, militares, empresarios, políticos. Un hombre bien resuelto. Sabe un poquito de esto y de aquello; se inventa estrategias. Me encanta esa actitud. Los negocios de toda la vida le enseñaron, dice. No ha tenido tiempo para hacer familia.

De vuelta:

—Los negocios, me imagino. No le pregunto. Eso de parecer una interesada, averiguando qué. Total yo tengo mi subsistencia resuelta, no me gusta deberle a nadie, así el carajo me adore. Mucho menos si me tiene comiendo en su mano. Depender así, peligroso es, muy...

En conclusión:

—¡Está buenísimo, coño! ¡Que me deba él a mí, cenas y cogidas!

El paso de unas cuantas semanas la descubrió renovada.

La medida justa entre la mujer y la alegría en los poros de su piel tan negra; en cada giro de su cuerpo, arreglo personal o modulación de su voz.

Hace unas semanas anunció que volverían a verse el sábado siguiente.

Le coreamos, en el fondo, con una muy saludable envidia.

Ayer, por fin, Julia pudo contar que ese día llegaron al motel antes de medianoche, en una Toyota último modelo manejada por Roberto.

Habían cenado rico en un restaurante del centro comercial La Casona.

La cabaña apenas varió.

Hasta en eso se encontraban entrampados.

Quizá en el tono del cobertor, en otro ángulo de la montaña, a través de la ventana, mostrando, esta vez, a cambio de pinares, eucaliptos entreverados por inmensas rocas, como otras tantas montañas por nacer.

La noche fue de amantes empeñados en prolongar el único insomnio gozoso.

Ese que se enreda como hojarasca entre los cabellos, y no se desprende fácil; ese que no te deja ir, libre de sus huellas, atrás de lo cotidiano.

Ya próximos a salir, él le pidió un poco de seriedad.

Al parecer, había estado terrible, Julia.

Entonces, sentados en el sofá, atrayéndola brusco por los hombros, mirándola tan cerca hasta el dolor de ojos, él le preguntó si ella sabía lo que era un pran.

Ante su expresión de extrañeza, salpicada con un algo he oído, la apremió, soltándola:

-Vamos ya. Bajando te digo.

A la salida del establecimiento, otra camioneta los rebasó.

Desde ella los ametrallaron.

La voz exangüe de nuestra Julia, recién salida de la terapia intensiva de una clínica de los Altos.

Julia, ya perdida la color.

El resto lo supimos por Luz María, allí al borde de la cama, la voz estrangulada, leyendo en su BlackBerry:

—La cárcel es una empresa de pingües ganancias para una casta de reos. Sobre ellos manda un pran, el patrón del negocio...

Mudas.

—El pran de turno y su carro imponen los más violentos códigos de extorsión y de dominio sobre el resto de los presos, para mantener su gobierno ante posibles rivales siempre al acecho, y asegurarse amplios privilegios: el cobro de altos porcentajes sobre todo lo que ingresa al penal: una vianda, ropa, una trabajadora sexual, un arma, crack, cocaína, el derecho a un determinado espacio, la seguridad del reo...

Susurro colectivo.

—Monopolizan las ganancias por el uso interno de piscinas, bares, discotecas y mangas de coleo, mandados a construir por ellos en los retenes; el acceso a las más costosas bebidas, drogas, lindas chicas de la farándula, armamentos modernos; la ejecución de secuestros y otros jugosos delitos que en esos lugares se planifican; salidas ilegales durante los fines de semana...

Todas nos asomamos sobre Julia, con los ojos pelados de puro susto.

 

Coprófagos

Lo que voy a contar sucedió hace más de veinte años en una universidad de la Región Central. No sé si las cosas habrán empeorado o mejorado allí. Lo cierto es que por entonces, y aun cuando en teoría a las universidades se les continuaba considerando, como es lógico, el lugar donde el conocimiento más avanzado contribuye a aportar las soluciones que requieren los problemas de la Nación, allá, en aquella Casa de Estudios Superiores las flechas iban en sentido contrario.

Una de las constantes en aquella institución era que los docentes más allegados ascendían gracias a ciertas habilidades con respecto a los trabajos escritos y a la acumulación de credenciales. Allá, por aquella época, fueron muy escasos los académicos que subieron en el escalafón dando la pelea, como quien dice. Por el contrario, lo común era que lo lograran pizpiretas profesoras y hábiles lechuguinos que no se molestaban en leer la prensa diaria, ni lograban dictarle una carta a sus secretarias. Que llamaban trabajos de ascenso a acumular cien, doscientas páginas; retazos y retazos de investigaciones previas, hechas por otros; párrafos hábilmente “ensamblados” —ensamblar, incluso, era el término empleado, método propio— enlazados por conectores de los que circulaban apreciadas listas, guardadas con mucho celo.

Así lograban escalar, trajinando líneas de investigación que arrojaban títulos como El diseño de un laboratorio de química para estudiantes del tercer año de bachillerato, y sumando puntajes, al llenar con sus datos personales los formatos en blanco de cursos que ofrecían algunos departamentos, sellados y firmados por jefes amigos.

Había un profesor que no despertaba ninguna simpatía en el cuerpo directivo, seguramente porque era un crítico de las irregularidades académicas. Un conflictivo, como se les gusta nombrar a las personas que opinan cuando hay que opinar, y, sobre todo, que no adulan. Un hombre que parecía un bulldozer, de lo sólido, testarudo, todoterreno.

El profesor era un matemático. Como es sabido, en ciertas profesiones no hay término medio: o se es o no. El profesor era un matemático. Y se le ocurrió hacer un trabajo de ascenso para aspirar a otra categoría. Introdujo su informe ante las instancias respectivas. Y comenzó a transcurrir el tiempo. Su investigación versaba sobre las matemáticas aplicadas a la economía y la administración.

Era evidente que para las señoras y señores miembros del jurado que con mucha prudencia se le nombró al docente, la investigación se había convertido en lo que se llama vulgarmente una papa caliente. Por una parte había disposición expresa de no dejarlo ascender. Obviamente no era de la macolla, como decía mi abuela. Siempre los estaba dejando en entredicho ante la opinión universitaria. Cosa que no le perdonaban. La orden era no aprobarle el trabajo. Pero ¿qué sabían allí del tema? En todo caso ¿con cuáles criterios le rechazarían el ascenso?

El asunto tenía a la gente de la línea académica con las caras largas.

En estas continuó pasando el tiempo, se vencieron los plazos sin darle respuesta, y él declaró la guerra enviando su protesta por escrito, debidamente consignada, a todos los implicados, desde el Consejo Académico hasta el Sindicato de Profesores.

Finalmente le devolvieron el material con una serie de observaciones para la debida corrección, a cual más ridículas para un trabajo de esta índole. Detalles de redacción, el tipo de letra, los márgenes. Y con un lamparón de grasa que olía a empanada de queso en una de las páginas del índice.

El hombre, enfurecido, les remitió una carta en términos muy duros en la que, entre otras, les llamaba coprófagos.

Una noche, poco antes de cerrar la biblioteca, cuando aún el personal ordenaba las estanterías y afinaba las estadísticas diarias, ingresó al recinto la Directora. Venía de la sesión del Consejo. Impecable, como siempre. Los cabellos de un rubio sostenido, moldeados con fijador ¿o laca? Tan tradicionales modelos de blusa, de falda y de blazer que se hacía muy difícil imaginarlos a los pies de una cama deshecha. Las cejas arqueadas que le daban aquel aire de autoridad, dibujadas perfectamente, sin un pelo. Jamás había visitado ese lugar en el que la Institución guardaba tantos libros. Se acercó al área de Atención al Público, la única que a esa hora continuaba abierta y, con voz muy baja y la muletilla de costumbre, llamó a una de las auxiliares:

— Mijita, ¿me puedes buscar en alguno de esos textos que tienes por ahí, el significado de la palabra coprófago?