Letras
Venerada Virginia

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Oigo voces. Las voces vienen y van, fluyen y refluyen cual si fuesen corrientes de agua danzando alrededor de mi cabeza.

No hablan en griego, no, ni parecen surgir de la garganta de ningún pájaro.

Se llaman, pronuncian nombres y se llaman. ¿Es ese mi idioma? Sí, sí, pues distingo de inmediato lo que dicen. Es una pronunciación tan familiar...

Un momento. Las voces me rozan los oídos, las mejillas, la frente. No, tonta de mí. Son ramitas, hojas que se mueven como pececillos.

Pececillos, sí. Siento que estoy recostada en un blando lecho pero mi cuerpo pesa, pesa tanto...

Ellos —¿quiénes?― dicen “Jacob, Septimus, Mrs. Dalloway, Mrs. Ramsay, Lily, Susan”, y dicen, parecen decir, otras cosas.

Dicen ahora Virginia y sin embargo sé que no puedo responderles, que no seré capaz ya que mi boca está sellada, mis labios inertes.

Pienso que si les oigo podría tal vez hablarles pero la lengua permanece encerrada en su prisión, inamovible.

Oír y pensar, notar frío alrededor.

No pierdo nada si los párpados, quizá los párpados, que son más livianos que la lengua...

Algo pasa ligero y acaricia mis sienes. Abro los ojos y por un instante creo que me hallo de nuevo en el seno materno.

Desde luego, me encuentro sumergida en un líquido verdoso que huele a tierra húmeda, a charco estancado, al rocío del alba.

¿Acaso estoy loca otra vez?

No, no, debería estar muerta.

Recuerdo que me maté después de escribir unas cartas. ¿De verdad me maté?

 

Escribir para despedirse, disculparse como despedida.

Qué necedad, pues quizá nada, salvo la vida, justifica la muerte.

Sé, sin embargo, que redacté deprisa y alterada unas frases, aquellas para Leonard y Nessa, ¿o sólo fueron para Leonard?

Y volví. Una vez intenté hundirme en el río y volví, estúpida y mojada.

Una vez, dos veces. La ventana, el debilitamiento, el agua acogedora.

Esto que ahora veo y palpo es sin duda agua, pero apenas me muevo, ya que me encuentro aplastada por toneladas de cansancio y... Lo que me ocurre es que estoy varada en algún lugar que no distingo, me bamboleo con suavidad y siento la tentación de bajar los párpados y dormir eternamente.

Es natural que desee descansar, claro. Matarse no es asunto baladí, no, y además está claro que yazgo boca arriba en un cauce tierno.

Ahora bien, la corriente besa mi costado ―no logro precisar si es el izquierdo o el derecho― e intuyo que los líquidos hilillos nerviosos que arrastran pequeños objetos subacuáticos me cosquillean cual si se empeñasen en levantarme de aquí.

Sí, podría realizar el esfuerzo, claro que podría. Intentar liberarme de lo que retiene mi cuerpo y no le permite seguir la marcha, dejarse llevar hacia... ¿dónde?

Descubro que soy capaz de alargar un brazo y palpo con la mano abierta ―es la diestra, seguro― una superficie rugosa, resbaladiza y dura.

No se trata de una roca, sin embargo.

Lo sé porque llego a tocar un ángulo demasiado perfecto para ser natural. Esta piedra fue cortada por alguien y colocada aquí con intención. Intención ¿de qué?

Tendría gracia que el pilar de un puente frenase mi viaje hacia la nada.

Cuando una piensa en un río se olvida de los puentes, suele suceder. Sólo ve el agua movible, los reflejos de plata y oro, los árboles y prados que lo rodean, alguien que pesca y tal vez una barca.

De esa barca quizá penda una tanza mientras su dueño nada un poco más lejos. En el anzuelo aún se retuerce una lombriz y de nuevo algún pez se dejará atrapar y sangrará por la boca.

Ah, cómo me gusta divagar. La que está atrapada soy yo, a menos que... Sí, logro zafarme agitando ambos brazos y sacudiéndome en un forzado giro, cual si fuese a bailar una danza exótica que aún no domino.

Comienza ahora una curiosa deriva. ¿Danzo o patino?

No, en realidad creo que camino, suspendida sobre el fondo turbio. Avanzo ajena a la gravedad, levitando en la masa hídrica, sin peso, sin dolor.

Si no hay dolor es que no hay vida, supongo. Por tanto, debo estar muerta.

Muerta y de otra manera viva.

Se considera que los artistas continúan existiendo a través de su obra. ¿De verdad prolonga una su existencia por haber publicado unos cuantos libros?

Cabría preguntarse cuánto hay de mí en esas palabras.

Siempre amé las palabras, es cierto. Pero a veces éstas se rebelaban, me cercaban, asediándome para luego volverse confusas e irreconocibles. Escribir era inevitable e incluso extenuante. Sí, el conocido agotamiento.

Y, ¿cómo no agotarse cuando se pretende lograr un orden nuevo? Unir viejas palabras en un orden nuevo, nada menos.

Desconozco en verdad si llegué a conseguirlo, y de ser así, si ese orden nuevo surgió de mi cabeza para pasar a la historia de la literatura... o a cualquier otra historia.

Quizá se me recuerde tan sólo por mi fin, sin que nadie entienda realmente que se trató de una decisión racional, un ejercicio de plena lucidez.

El último, probablemente.

Sé que la escritura es en ocasiones semejante a una losa, un peso muerto que lastra aunque te da vida, que te empuja hacia un abismo desconocido en el que acabas reconociéndote.

Ahora no noto carga alguna y eso me lleva a pensar en las piedras que introduje en los bolsillos de mi abrigo, las piedras que harían posible la ausencia definitiva, que anularían cualquier intento de regreso.

No quería volver, claro, pues el fracaso, esta vez, me habría condenado al extravío más absoluto.

Y, ¿qué es esto? ¿Acaso no estoy regresando, de algún modo?

Además, creo que debo estar perdida, ya que no sé qué dirección tomar envuelta por estas aguas cada vez más densas.

El panorama se vuelve marrón; no, más bien presenta un tono de arena tostada en curiosa mezcla con vetas de verde sucio. ¿Arena? Debe haber alguna orilla en alguna parte.

Pero estaba pensando en las piedras... Si mi triste cuerpo fue zarandeado en la corriente, se habrán desprendido de la ropa y eso es lo que me permite deslizarme de esta extraña manera.

¿Soy un fantasma tal vez? Nunca oí de ninguno que se apareciese en agua dulce. Los del mar siempre van pertrechados en un buque y surgen de la superficie.

Hacia la superficie parece que voy ya que mis pies ―he perdido los zapatos― ascienden con ligereza por esta suave ladera sumergida.

Desde luego, hecha una sopa y con la larga figura desgarbada ―la piel más gris y aun más rugosa, sin duda― cualquier semejanza con la muchacha de Botticelli sería un disparate mayúsculo e improbable en grado sumo.

Ah, esta experiencia guarda un talante particular, pues soy capaz de respirar de nuevo el aire igual que lo hacía bajo el agua. Ventajas de prescindir de la común condición material, supongo.

Estoy de pie en una orilla de arena gruesa y abundante. Veo árboles detrás de mí y en la orilla opuesta, que carece de playa y está poblada por un pequeño bosque de sauces y eucaliptos.

Este no es el lugar donde desaparecí, lo sé. Ni siquiera se trata del mismo río. También lo sé y no me importa en absoluto.

Me siento sobre una piedra y me limito a contemplar, aliviada de todo mal, supongo, libre ya de tantas amarras cotidianas que tiraban de mí y amenazaban con romperme.

Distingo un cartel, allá lejos, tapado en parte por las ramas de los arbustos. Leo “Río” en la línea superior, y debajo, “Ol”.

Está escrito en español, claro, y esto me desconcierta y me hace sonreír. Largo, muy largo y estrambótico ha debido ser este periplo mío por las diversas corrientes del mundo.

¿Por qué no? Una escribe en su propio idioma e intenta doblegarlo, dominarlo para expresar la máxima belleza. Luego, los que te leen, incluso compartiendo la misma lengua, leen casi siempre algo distinto a lo que se originó en tu cabeza. La publicación constituye en cierto modo una traducción de lo que pretendías exteriorizar.

Creo que mis palabras, en español, han de sonar muy hermosas.

Este río en azul-plata arropado por la luz grisácea del atardecer ―intuyo que es otoño― se desliza manso y callado hacia mi derecha.

No tengo frío ni siento tristeza. Me encuentro descansada, tibia, y podría afirmar que soy feliz.

Oigo pájaros. Oigo sus voces. Las voces de los pájaros cantan en ese idioma incomprensible para los humanos. Sus cantos no pertenecen a ninguna lengua conocida.

La muerte cura la demencia, por supuesto. La muerte lo cura todo.

Quizá debido a eso contemplo fascinada el transcurso de este líquido antes ajeno y ahora tan familiar para mí.

Puede ser que todos los ríos se asemejen unos a otros, que incluso parezcan iguales, pero no lo son. Sé que no lo son.

Este, por ejemplo, es un río ideal para soñar, un modelo de río.

Tres puentes, cada uno de distinta factura y época.

Un bosquecillo, una playa, peligrosos remolinos y declinaciones suaves.

A lo lejos se atisban caballos pastando, nobles y apaciguados.

Al borde de mis pies baja la corriente, a esta altura mansa, susurrante, sinuosa.

Hay ríos hechos de plata y este es uno de ellos.

Hay palabras que perduran en el tiempo y la distancia. Quisiera creer que las mías son capaces de hacerlo.

Palabras inútiles que dicen la verdad y expresan la belleza del mundo, que bucean en la profundidad de sus contradicciones, que atrapan la dulzura y el veneno y sobreviven a los mayores desastres.

Viejas palabras, palabras siempre nuevas.

La corriente plateada sigue su curso sereno, su viaje inexorable hacia el mar. Es un río que huele a mar.

Las palabras viajan, corretean, se precipitan hacia otros países, otras lenguas, otras mentes. Surgen en soledad ―ah, sabia soledad― y van de una voz a otra. En soledad perviven.

No sé aún por qué, pero presiento que mis frases se pronuncian y se piensan en diversos idiomas.

Se imprimen y leen, se meditan y difunden.

Setenta años después de mi desaparición física ―¿es acaso este el período de tiempo transcurrido?, ¿cómo puedo saberlo?― mis palabras aparecen otra vez y continúan siendo nuevas, continúan respirando a sus anchas como acabadas de surgir en el papel.

Si así fuera, si la escritura constituye la vida verdadera porque nos mantiene a salvo de la locura, podría decir que sí, que como Lily, he tenido mi visión.

Una visión compartida con otros, que ya es la visión ―también― de los otros.

Las voces ahora me llaman. Dicen Virginia y dicen ven, entremezcladas, con distintos tonos y distinta modulación.

Cae la noche en gris oscuro. Se distinguen algunas estrellas y el frío me hace estremecer.

Ven, Virginia. Venerada Virginia, ven.

Quiero dormir. Deseo descansar recostada en un río de plata, un río hecho de palabras.

Me levanto y me sumerjo lentamente.

Inspiro hondo, desciendo.

Las voces danzan alrededor de mi cabeza y me acarician y confortan.

Voy.