Letras
Contra sentido

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A contramano doblo la esquina. Un autobús no alcanza a frenar; el choque es inevitable. Gritos, corridas, teléfonos ardiendo en pedidos de ayuda y un hilo de sangre que se escapa por mi boca.

Los pasajeros del autobús se bajan de él escapando del terror de una explosión que se anuncia. Algunos se acercan a mí, a insultarme; otros me miran con desconfianza y pena.

Yo no me muevo, dos paramédicos luchan junto a los bomberos para destrabar o romper mi puerta, sacarme de esa masa de hierros retorcidos que se me incrustan en la piel y en el alma.

Que me dejen en paz, quiero gritarles. Que otra vez me salió mal la última jugada y que ya no quiero seguir jugando. Me reprocho el no haber levantado mayor velocidad para así haberme volado más rápido. Ahora, por error o cobardía, otra vez me obligan a salvarme.

Y vos, María, ajena a todo, seguramente tomando el tren hacia tu trabajo, enfundada en tu tapado gris y tus guantes rojos, sacando dinero de la billetera verde en donde llevás su foto y no la mía.

María, tu teléfono en mi agenda, en la guantera del auto, en el renglón de emergencias.

Te llamarán nuevamente y ya no les creerás. Que lo hago para llamar tu atención, que no vale la pena siquiera ir a verme. Y yo acá, esperando que entre el último golpe a la puerta y el primer brazo que se me acerque, la vida se me escurra de una buena vez entre los dedos.

La piel caliente del médico que me sostiene el cuello se me antoja repulsiva. El cuello ortopédico: un tedioso encierro. Me mueven, estiran y acuestan como si fuese un cuerpo ya sin vida, sin resistencias ni deseos. Me salvan nuevamente, carajo.

En la ambulancia una enfermera me pincha el brazo para ponerme un suero. Recibo líquidos que no merezco. Y pienso en vos, María, fastidiada de ser llamada, sin dolor ni remordimientos porque no hay entierro.

Por ir a contramano durante toda mi vida me he hecho pedazos el alma, sin autobuses embistiéndome, tan sólo enfrentándome a tu sonrisa, ajena de noche, a veces alcanzable de día.

La habitación del hospital huele a eso, todo congruente, junto a mi ánimo de fracaso y mi desnudez en moretones.

Espero en vano que vengas. Los minutos pasan como si fuesen escenas eternas.

Hasta que de repente por los pasillos corren los médicos, las enfermeras y los camilleros. Traen a la gente del autobús, supuestamente más compuesta que quien con un auto chico embistiera a semejante bestia.

Una mujer, escucho decir. Una mujer que parecía muerta. Que fue dejada de lado por no requerir más que cotejar sus datos y llamar a su familia, a su esposo entonces de viaje o a algún otro nombre en su agenda.

Una mujer que a duras penas esbozó un latido y con él un suspiro y así, casi por casualidad, descubrieron que no estaba muerta. La llevan a cirugía, quizás no salga de esta. Bazo roto, costillas deshechas, un golpe en el cráneo y hemorragias inciertas.

Quiero ser ella. Tener su misma posibilidad de morir en medio de la más profunda anestesia. Y esa suerte pido alejándome de mí mismo, cuando mi teléfono celular suena.

—¿Es usted familiar de María Martini? ¿Podría usted acercarse al Hospital..?

Que estoy ahí mismo, les digo. Internado, fracturado y en espera.

Que ella se muere, me dicen, embestida por un auto en contramano en la avenida del Sol y la Costanera. Iba en bicicleta, al costado de un autobús de media distancia que al ladearse por el choque la aplastó sobremanera.

Estamos haciendo todo lo posible, pero lo probable, lamentamos decirle, es que no resista la intervención y durante ella...

Murió esa noche a las 23 horas, sola en el quirófano, por una estúpida idea de cambiar tren por bicicleta, por mi decisiva idea de matarme allí mismo, en esa esquina, por ella.

Y ahora... ¿Por quién intentaré quitarme la vida?

La única razón de mi no existencia se llamaba María.