Artículos y reportajes
Gustavo Adolfo BécquerGustavo Adolfo Bécquer (VII)
Lo accesorio y lo sustancial

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Lo confieso: en algunos aspectos de mi vida no cambio con el paso del tiempo. Y me da rabia. Desde joven me ha puesto siempre de muy mal humor tener que ocuparme de cualquier problema burocrático. Por regla general, siempre los he solucionado con relativa rapidez; pero aun así me molesta mucho el que me digan que tengo que estar en tal sitio y a tal hora, hacer fotocopias, colas... Un absurdo y necio problema burocrático, que se podía haber solucionado vía Internet si hubiera habido buena voluntad, me hizo abandonar Veruela. Y solucionado el problema, me encerré en casa durante varios días. Si se busca con ahínco, la soledad, y más en los días nublados, siempre hace acto de presencia. Llegó, y por motivos que se comprenderán fácilmente, me enfrasqué en la lectura de varios artículos de don Gustavo.

—Me parece que es usted la única persona que le plantifica el tratamiento de cortesía a mi nombre.

—Es que de joven tuve una vocacional profesora de lengua y literatura que nos reñía a sus alumnos por hablar de Miguel de Cervantes, o de Lope de Vega. Nos obligaba a decir don Miguel de Cervantes, don Lope, don Pedro Calderón de la Barca, o el señor Calderón. Decía que debíamos ser respetuosos con tan grandes escritores.

—No sé qué decirle a usted. Señor Bécquer no me acaba de gustar. Queda mejor Gustavo Adolfo Bécquer, ¿no le parece?

—Lo que usted quiera; pero mi querida profesora me reprocharía que le quitara el don.

—Creo que con que nos hablemos de usted es suficiente. Yo lo disculparé ante su profesora.

—Gracias. Y, sí, de acuerdo, porque incluso tratándonos de usted vamos a parecer un par de dinosaurios.

—¿Lo dice usted por este tuteo tan extendido hoy en día?

—Efectivamente.

—Las cosas siempre tienen algún aspecto en el que uno no se ha detenido, o no le ha concedido importancia. Me refiero, en el caso que nos ocupa, a que esto de la democracia ha traído, también, una cierta igualdad en el trato con los semejantes.

—Más que de igualdad yo le hablaría de una falsa campechanía y una familiaridad que todo lo arrolla.

—¿Y a usted no le gusta?

—No, no me gusta. No me gusta ese rodillo que todo lo allana cuando hay muchas cosas distintas y diferentes, gracias a Dios.

—Nos van a tildar a los dos de conservadores y reaccionarios.

—A estas alturas de mi vida me tienen sin cuidado los calificativos que me pongan. Mire, hace unos minutos estaba leyendo un artículo suyo sobre las fiestas. Viene a decir usted que la fiesta tiene que ser sentida por el pueblo, y que nada tiene que ver la celebración del 2 de mayo con el odio al francés. Se celebra, según usted, el deseo de independencia. ¿Es así?1

—Sí, al menos eso es lo que yo deseaba decir. Pero veo por su gesto que no parece estar muy de acuerdo conmigo.

—No sé si en su época, en la conmemoración del levantamiento del 2 de mayo, todavía habría un cierto regusto a lucha por la independencia, por no dar el brazo a torcer, algún recuerdo de lo que se celebraba. Hoy en día, creo yo, todas las fiestas han perdido el carácter originario que tenían. El cristianismo comenzó por privarlas de todo su contenido, aunque últimamente parece que vuelven por sus fueros. Hay fiestas que ya son verdaderos desmanes de todo tipo.

—Sí, eso he notado. No obstante, ustedes a la hora de hacer fiestas también son muy estrepitosos. Parece que no pueden pasar sin grandes equipos de hacer ruido, sin congregaciones multitudinarias, y sin arrojar unos petardos que estallan con más furia que los cañones de Napoleón contra la bahía de Cádiz.

—¿Y no ha observado usted lo ruidosa que es también la gente cuando se ríe?

—Sí, es cierto: ríen a grandes carcajadas. Un poco falsas, todo sea dicho de paso.

—Creo que es porque, en el fondo, todos se están aburriendo; pero son incapaces de hacer otras cosas. Y al final la diversión queda en molestar al prójimo con enormes ruidos, y en reírse con risa estridente para que el vecino se percate de cuánto nos estamos divirtiendo.

—¿Me está diciendo que las fiestas funcionan como obras de teatro, como un vodevil?

—Sí, pero con la particularidad de que son obras muy malas, aunque, en ocasiones, los decorados son realmente notables.

—Ya sabe lo que pienso: si los decorados y los trajes se acoplan al momento, quiere decir que el teatro, a la larga, saldrá ganando. Con ello se impondrá una visión más certera de nuestro pasado.2

—¿Usted cree? La fiesta no trata de rememorar nada. Incluso le diría que no trata ni siquiera de dedicar un tiempo al ocio. Se trata de salir de casa, de gastar dinero y de cansarse como un burro, o de estar tumbado en la playa sin hacer nada. En uno u otro caso, puro consumismo.

—Está usted un poco negativo. Algo perdurará de aquello que se celebra, digo yo.

—No quedan ni los trajes, don Gustavo: éstos se adecuan a la época... Yo creo que si en una película sacaran a Cristo como, seguramente, iba vestido por Galilea, y a todos los apóstoles calvos, con caries y bastante bastos, el cine se quedaba vacío. Hubo un intento por parte de Pasolini.

—Sí, en eso tiene razón: es difícil luchar contra las imágenes impuestas. A veces es muy conveniente hacer una labor arqueológica. Por eso alabé yo los decorados y nuevos vestuarios en el teatro: no podíamos continuar con la sábana, el balcón y la maceta. Ahora, que los decorados sustituyan a la obra es un poco peligroso.

—Pues eso, más o menos, es lo que ha venido a suceder. Y lo que sucede siempre. Hay, además, una realidad actual que se superpone a aquello que se celebra, y que, casi siempre, se obvia por eso de arrimar el ascua a la propia sardina.

—Ya veo que se me va a despeñar usted.

—¿Sabe qué día es hoy? ¿Y qué año? Antes ha hablado usted de Cádiz y de los cañones de Napoleón.

—Sí, lo sé. Y me estaba temiendo lo que me va a decir a continuación: con las celebraciones realizadas se ha traicionado el espíritu de la Constitución de 1812. ¿Me equivoco?

—Francamente, todo me ha parecido una burla, un intento más de apropiarse de aquello contra lo que, no le quepa duda, se hubiera sublevado la mayoría de los que estaban allí lanzando unos discursos de alabanza que daban grima.

—Ya sabe que el poder trata de no dejar resquicios o de desvirtuar aquello que le molesta. Quizás a santa Teresa la hicieron santa por no quemarla.

—No le extrañe. Imagino que en Cádiz nadie habrá señalado dónde los gaditanos tuvieron encerrado al rey felón, tatarabuelo del actual, también conocido como el Narizotas. Ni se habrá recordado que el tal Narizotas hizo entrar a los Cien mil hijos de san Luis, y que los pagó con dinero público. Ni que la Constitución actual la han despedazado en tanto alaban la de 1812.

—¡Ah, qué bueno es uno cuando se muere! Y dígame, ¿es usted partidario de la República?

—No sé qué decirle. Pero creo que importan poco mis posibles tendencias políticas. Aquí estamos hablando de olvidos y tergiversaciones. Y de que nadie ha leído los Episodios nacionales. Y perdone que le vuelva a mentar a don Benito.

—No hay nada que perdonar. Y tal vez esa es una de las cosas que le convienen mucho a este país: olvidar los rencores, enterrarlos, y tratar de vivir recordando lo bueno y positivo de su historia. De otra forma, siempre estaremos anclados en el pasado.

—Eso es discutible. Dígame, ¿cree usted que se pueden recordar las cosas sin que el recuerdo despierte odio ni rencor?

—Si son recuerdos lejanos, es posible. Me imagino que en esta época nadie se acordará de las cruentas guerras carlistas, ni nadie irá por los montes buscando los huesos de los abuelos isabelinos o de los contrarios. Y si se acuerdan de ellos tendría que ser para superar viejos rencores y disidencias. Todos tenemos que ceder un poco.

—No se preocupe: nadie se acuerda de aquellos cruentos enfrentamientos. Yo le diría que incluso la mayoría de nuestros paisanos ignora qué fueron las guerras carlistas. Ni siquiera saben que existió Isabel II.

—Dios mío, ¿es que no estudian historia? Ya, ya lo sé. Ya sé la respuesta. Ni estudian historia ni geografía.

—Ni por supuesto saben cómo vestían en aquella época. Se dejan llevar por las imágenes que el cine les ofrece, que no los museos.

—Confiemos en que los decoradores y encargados del vestuario se preocupen por la precisión histórica. Esperemos que estos sí que visiten los museos, sin olvidar la forma de hablar de los personajes, el espíritu de aquel momento. Yo propuse en una de mis cartas hacer excursiones por los pueblos y aldeas para conocer el pasado... No creí que también tuviera que proponer visitas a los museos.3

—Aun así, querido Bécquer, siempre he pensado que la historia es una invención más, como lo puede ser la novela.

—Creo que no va muy desencaminado. Cierto es que el historiador se tiene que atener a los documentos. Pero ¿qué sucede cuando éstos no existen y sin embargo hay toda una tradición que avala una cierta creencia? ¿Desecharla o reconstruirla?

—Le contesto con sus propias palabras. Yo también sé citar de memoria: Merced a la exageración que traen consigo todas las reacciones, al abandonar el sendero de la tradición y las autoridades, para aplicar un criterio razonador y filosófico al estudio de la historia, se ha llevado por algunos el espíritu de duda hasta el extremo de combatir como apócrifo cuanto no se apoya en documentos fidedignos o no puede probarse de manera auténtica.4

—¿Y qué opina usted?

—Dime lo que recuerdas y te diré quién eres.

—Eso es pedir un imposible. Es cierto que hay algunas tradiciones, algunos cuentos, que no pasan de ser eso, y creo que, hasta cierto punto, se ha hecho bien en olvidarlos. Aunque no menos cierto es, como dice usted, que deberían recordarse para conocer mejor la época que los inventó o los creyó. Me imagino que algo así es lo que quería decir usted.

—Sí, más o menos. Estaba pensando en el olvido en el que ha caído la Cava, su padre el conde don Julián, o incluso Sara, aquella princesa visigoda que partió hacia Arabia en busca de ayuda porque le habían arrebatado el trono.

—¿No le parece un poco improbable todo eso? Aunque ya, me temo lo que me va a contestar, que otras leyendas han perdurado, y son tan insostenibles como esa, ¿es así?

—Así es. Y a ese respecto la Iglesia, y el poder, tendrían mucho que decir. Desde cosas sin importancia, la gallina de santo Domingo de la Calzada, por ejemplo, a más serias, el sepulcro de Santiago de Compostela, donde tal vez esté enterrado un pobre obispo, abulense para más señas.

—Dejemos a la Iglesia en paz, y celebremos el día de la Pepa.

—Sí, ahora que ha muerto la Pepa, su madre, su padre y hasta su espíritu, gritemos viva la Pepa.

—Hombre, no sea tan cenizo.

—Algún día le contaré la historia de la Virgen de mi pueblo. Apareció por allí buscando a su hijo que se le perdió en el templo. A tres o cuatro mil kilómetros de distancia.

—No hay nada como el amor de una madre.

—Y más si se llama Pepa.

—Una manola decía que le gustaba el nombre de Pepe porque se pega en los labios.

 

Notas

  1. Gustavo Adolfo Bécquer, El dos de mayo en Madrid.
  2. Gustavo Adolfo Bécquer, Circo de Madrid, decoración y escena del primer acto de “Mignon”.
  3. Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda, carta IV.
  4. Gustavo Adolfo Bécquer, Solar de la casa del Cid en Burgos.