Letras
Poemas de los fantasmas y las piedras

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A Pedro García Cabrera, poeta de las islas mías

Hundí la mano en el agua
cortando la mar en dos.

Subí la rampa del muelle
aún con la mano mojada.

¡Mi mano llena de mar!

 

Galerna

A la sombra de la torre se escuchaban,
danzando entre las almenas,
confusas, temblorosas,
las voces de los antepasados.

Un mar rugidor vomitaba,
entre pecios de lejanas aguas y tiempos remotos,
cadáveres de niños héroes de la guerra
y de jóvenes ahogados o fusilados.

El vendaval tomaba las calles de mirto del jardín
aventando la húmeda hojarasca
entre la blancura deslumbradora de la barraca.
Y con su estruendo nos hacía recordar
historias de abejas guerreras y de amargas hieles.

Y al anochecer, renacían las sombras y cientos de espíritus
vagaban entre nuestros sueños.

 

Desayuno

La mañana era otra cosa.
Era escuchar el asmático respirar de las lanchas
que cruzaban la ría o partían a la mar
y adivinar, todavía con los ojos pegados,
el humo de las chimeneas a través de la bruma.

Era bajar corriendo por la vieja escalera de madera
y entrar en la enorme cocina
donde luchaban los recién encendidos espíritus del fuego
con los perpetuos perfumes del romero.

Era el aroma del pan recién hecho
y el olor de la leche recién ordeñada.
Y era el frescor del agua de las sellas.

Era el escaño de los reinos cristianos
frente al del enemigo
y la espera armada de navajas
de los moros de Valencia.

Y era, después, correr hasta la portería
donde cada mañana comenzaba una nueva aventura.

 

Atardecer

Camino de Las Torres. Nubes del atardecer.
Alguien, en el cielo, planchaba la ropa blanca.
Su plancha de hierro sobre las brasas.

Cirros y cúmulos se tornaban rosáceos
entre las luces del crepúsculo
y los reflejos blancos de algún lejano rayo.
A lo lejos, las casas de Castropol se anaranjaban.

En el atajo, las luciérnagas, al vernos
comenzaban a encenderse,
y al volver al camino
los brazos abiertos de la Cruz del Cobo
nos protegían hasta que, en la penumbra,
divisábamos la tenue bombilla de la portería.

 

Rula

Algunas tardes sonaba la sirena y acudíamos a la rula.

Las mujeres, sentadas en su escaño, hablaban a gritos.
Los hombres colocaban la mercancía
—cientos de peces coleando—
sobre el mojado suelo.

Entonces, el rulero comenzaba el ritual
con sus timbres ocultos
y con su letanía descendente de pesetas y céntimos
que, al salir, remedábamos
—incansables niños de San Ildefonso—
hasta que sonaba la campana
que anunciaba la hora de la cena.

 

Punta de la Cruz

Aquel paseo producía en mí una catarsis.
Era una confesión sin confesor
e incluso sin pecados.

Iban conmigo pequeñas culpas inducidas
y, alguna vez, no siempre,
las recién descubiertas venialidades de la infancia.

Junto al mar, en silencio, contaba a nadie todo
en un improvisado rito de limpieza
y regresaba a casa cargado de sueños
y buenas intenciones.

Y en el camino imaginaba heroicas aventuras
en los acantilados de la playa
y vigilaba, en la distancia, el faro de la isla
donde desembarcaban los piratas.

 

La chica de un pueblo del norte

A Bob Dylan
A Paul Simon
A Miky
Al pueblo de Figueras
A ella, por supuesto

Si vas a las fiestas de ese pueblo del norte
(miradas, sonrisas y algo más que no cuento)
dale recuerdos de mi parte a una chica de allí
que fue un gran amor de juventud.

Dile que haremos a pie la procesión del mar
(miradas, sonrisas y algo más que no cuento).
Y que pediremos como favor especial
volver a sentir ese gran amor.

Dile que construiremos una casa en medio de la ría
(miradas, sonrisas y algo más que no cuento).
Una casa entre el agua y la arena
donde volver a sentir ese gran amor.

Dile que salga al atardecer de su oscuro escondite
(miradas, sonrisas y algo más que no cuento)
y que venga conmigo de mano a Las Aceñas
para volver a sentir ese gran amor.

O mejor, si vas a las fiestas de ese pueblo del norte,
(miradas, sonrisas y algo más que no cuento)
ponle flores de mi parte a una chica de allí.
Y dile, por si te escucha, que nuestro amor fue un gran amor.