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Su mano se deslizó suavemente por el alféizar de la ventana y dejó el pequeño trocito de papel doblado en el lugar exacto para que llegara a su destino. Luego se alejó hasta la esquina y esperó. Cuando la ventana se abrió, un señor con barba blanca se dio cuenta de que había algo extraño. Y vio el papelito. Desde su escondite, la persona cuya mano blanca había depositado la nota en la ventana, pudo observar con gran satisfacción cómo se iluminaba la cara de aquel anciano que horas antes, sentado en su sofá, lloraba.

Al otro lado de la ciudad, un chico joven cogió del suelo lo que parecía una octavilla con algo escrito. Al leerla se dio la vuelta y miró a todos lados, buscando a la persona que la había dejado allí.

Y al entrar en su casa después de un duro día de trabajo, una mujer con expresión cansada recordó lo que era una sonrisa al leer la nota que había dentro del buzón.

Así, otras muchas personas, cuando pensaban que nada les podría salvar de la tristeza, sintieron aquel día un poquito de felicidad.

***

La mañana en que volví a nacer fue la más rara de mi vida. Sí, sí. No hay otra palabra para describirla. Rara. La verdad es que no me encontraba muy bien. Tenía esa sensación de mareo y sueño típica de los días nublados en que no te apetece ni levantarte de la cama. Pero tuve que hacerlo, puesto que mi trabajo me requería. Tenía que estar en el bar en cinco minutos, así que me eché a correr calle abajo. Llevaba dos meses trabajando de camarera y resulta que mi trabajo no sólo consistía en atender mesas, sino también en aceptar con una sonrisa las quejas e insultos de mi jefe, un viejo verde que lo mismo te sonríe un día con la baba colgando, que te hace sentir la persona más miserable del mundo.

Y así me sentía esa mañana. Mi vida era un completo desastre. No miento cuando digo que me despertaba llorando y me acostaba llorando. En realidad, no pedía tanto. Tan solo las cosas indispensables para sentirse normal, para sentirse feliz: una familia y unos amigos. Pero no tenía ninguna de las dos cosas.

Quizá por eso me resguardaba en mí misma y veía el mundo de manera distinta a como lo veían los demás. Me encantaba caminar viendo los pequeños detalles que otros no son capaces de ver. Los letreros con luces por la noche, los carteles en las paredes de las casas, los pobres pidiendo en las puertas de las iglesias... Nadie se daba cuenta de su presencia. Nadie. Porque a nadie le importan esas cosas. Pero yo sí me doy cuenta. Me fijo en todo lo que me rodea. Es algo que aprendí desde chiquitita.

Aquel día me iba fijando en todo, como siempre. Vi las mismas farolas, los mismos carteles y me crucé con las mismas personas. Pero algo diferente captó mi atención. Cuando estaba casi llegando a mi trabajo, me paré en seco en mitad de la calle y cogí un papel que estaba a mis pies. Me pareció que ponía algo y por eso lo cogí.

“Miras las calles, observas a la gente, captas los pequeños detalles. Pero todavía no te has dado cuenta de lo maravillosa que eres”.

Lo que ponía aquella nota caló tanto en mí, que durante días no pensé en mi odioso trabajo ni en lo sola que estaba. No sabía quién la había escrito, lo cual me intrigaba todavía más. Es increíble cómo unas simples palabras pueden hacerte reflexionar de esa forma. Cada vez que llegaba a casa me colocaba delante del espejo y me miraba tal y como decía la nota. A lo mejor tenía razón. A lo mejor era mucho más de lo que yo pensaba. Puede incluso que me infravalorara demasiado. Lo que sí que sé es que me sentí feliz por un momento, porque alguien me había valorado. Era lo único que necesitaba.

Cierto día, en el bar, mi jefe se acercó para decirme algo. Era de aquellas veces que no venía “contento”, sino con cara de pocos amigos. Pero yo estaba dispuesta a enfrentarme a él si hacía falta y a comerme el mundo con tan sólo recordar las palabras de aquella carta.

—Blanca, tengo que hablar contigo —dijo.

—Dígame.

—Lo siento, pero no nos va bien. Últimamente tenemos muy pocos clientes y para el trabajo que haces pienso que no me merece la pena. Estás despedida.

Así, sin más. Me soltó eso en toda la cara, como si no tuviera sentimientos, como si no fuera nada. “Para el trabajo que haces...”. Cinco palabras que me dejaron bien claro que era completamente prescindible. Estuve a punto de decirle unas cuantas cosas, pero me contuve a tiempo, y sin pensarlo dos veces me fui de allí dando un portazo. Y corrí calle arriba. Me iba fijando en todo, como siempre. Vi las mismas farolas, los mismos carteles y me crucé con las mismas personas. Pero algo volvió a captar mi atención. Cuando estaba casi llegando a mi casa, me paré en seco en mitad de la calle y cogí un papel que estaba a mis pies. Me pareció que ponía algo y por eso lo cogí.

“Sonríe. Lo más bonito del mundo es una sonrisa”.

En un principió me pareció un déjà vu. Aquello ya lo había vivido. Y en dos momentos complicados, además. No podían ser casualidades. Alguien me estaba dejando esos papelitos para que los leyera. Era todo tan extraño...

No dudé ni un segundo en averiguar quién era esa persona y por qué lo hacía. Me obsesioné de tal manera que no dormí durante días pensando en qué podía hacer. Revisé las dos cartas, que guardaba como oro en paño, una y otra vez, sin resultados aparentes. La única pista que tenía eran dos iniciales y un número: M.M. Esp. 85. ¿Esp. 85? ¿Qué podía ser eso? ¿Una dirección? Tenía que serlo. Recordaba una pequeña callejuela enfrente de un parque al que yo solía ir cuando era una niña y todavía tenía a mi madre. Recuerdo que el nombre de esa calle me llamó la atención desde el primer momento porque era una palabra que me gustaba mucho. Me gustaba cómo sonaba, pero sobre todo lo que significaba. Esperanza. Cuando me quedé sola iba al parque de enfrente de la calle Esperanza y recordaba mis momentos felices. Y ahora aquella calle volvía a aparecer en mi vida.

Recuerdo que hacía un frío espantoso la mañana en que me dirigí al número 85 de la calle Esperanza. El parque seguía allí. El lugar parecía haberse detenido en el tiempo. Pero esta vez no había ninguna niñita jugando con su madre en el columpio, riendo. No había nadie, estaba desierto. Por eso me acerqué a la puerta de la casa que estaba buscando y toqué al timbre. Pero nadie contestó. Entonces me fijé en el polvo de las ventanas, y al rozar con la mano una de ellas, se abrió y se deslizó suavemente ante mi mirada de asombro. En el interior todo parecía tranquilo, como si no hubieran pisado la casa en semanas. Así que miré con cuidado hacia derecha e izquierda para asegurarme de que no había nadie por los alrededores y entré. Me sentí mal por entrar así en una casa ajena, pero necesitaba saber, necesitaba información, realmente lo necesitaba. Nada me había hecho sentir bien en años hasta que me topé con esas notas en el suelo.

Lo cierto es que era una casita acogedora. Sencilla, pero acogedora. Al fondo de la habitación en la que yo me encontraba, que debía de ser el salón, había un escritorio de madera antiguo y una silla del mismo modelo. Sobre el escritorio, encontré lo que parecía un diario. Estaba abierto por el día dos de enero, el día que encontré la segunda carta. Había escrito un número de teléfono en una de las esquinas. Agradecí llevar el móvil encima. Miguel Marín. Eran las iniciales que había ansiado conocer y que ahora veía claramente junto al número de teléfono. Volví a repetir aquel nombre mientras marcaba el número en el móvil. Mi corazón latía con fuerza durante la espera. Apenas pasaron dos segundos, pero para mí parecían dos horas. Después, el “pi, pi” del teléfono dejó de sonar.

—¿Hola? —pregunté. Alguien estaba al otro lado de la línea, pero no contestaba.

—¿Eres feliz? —preguntó una voz profunda y pausada.

Esperé un momento antes de contestar, necesitaba pensar la respuesta.

—Ahora sí.

—Me alegro.

Vacilé un momento.

—¿Eres Miguel Marín?

—¿Qué importa mi nombre? Esos detalles son insignificantes. Pero tú ya lo sabes, sabes lo que de verdad es importante.

Me quedé paralizada por aquellas palabras. Era un ser tan enigmático y misterioso. Todo aquello parecía una especie de juego.

—No, no lo sé. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—De hecho debes hacerla —rió.

—¿Por qué pusiste esas cartas en el suelo para que las encontrara?

—Ja, ja. Mejor empezamos desde el principio, ¿no te parece?

—Claro...

Escuché cómo tomaba aire desde el otro lado del teléfono. Ahora ya estaba más tranquila, aquella voz era relajante y me cautivó desde el primer momento.

—Mira una mañana por la ventana, o sal a la calle. Lo único que verás serán marionetas. Marionetas que salen de sus casas a toda prisa y echan a correr para no llegar tarde a su destino. Yo he sido una marioneta toda mi vida. Hasta que pasó algo que me cambió. Me di cuenta de que ese destino al que todos tenían que ir con prisas no existe. No sirve para nada, porque no tenemos destino. Las personas forjan su propio destino. Por eso dejé de correr por la vida y de ir con prisas a todos los sitios. Porque no merece la pena. Aquel día escogí mi forma de vivir. Y era despacio, como debe ser. Las dos palabras que lo definen, “Carpe diem”. Hazme caso, te lo dice alguien que sabe de lo que habla. El porqué tomé esta decisión, es algo difícil de explicar, pero se resume a que hay ciertas cosas que cambian a las personas. En mi caso fue algo que me chocó tanto y que no esperaba, que no tuve tiempo de ponerme a pensar. Simplemente actué con rapidez. Y entonces, al cambiar mi manera de ser, me desperté del sueño en el que estaba sumido desde hacía años. Era como volver a la vida. Aprendí que si estás preocupado por lo que te pasará mañana, no podrás disfrutar lo que te pasará hoy. Esa fue la primera frase que marcó mi vida.

El día quince de enero de 2009, un año después de que me comunicaran la noticia que me cambió la vida, empezó a nacer en mí algo nuevo. Por primera vez que vi sonreír de verdad a alguien. No puedo describir la sensación al ver que esa persona leía el papelito. La verdad es que llevaba tiempo pensando en ello, pero hasta ese día no se hizo realidad. Era alguien triste, decaído. Alguien que había olvidado lo que era sentirse feliz. Lo estuve observando durante días, pero nada conseguía animarle. Es increíble la cantidad de gente infeliz en este mundo. O de personas que simplemente no se paran a pensar si están bien o necesitan un empujón para seguir adelante. Creo que aquel día esta persona lo recordó y me siento bien por ello.

El tres de febrero de 2010 lo volví a hacer. Esta vez era una niña pequeña. Ya hasta los niños sufren, es indignante. Pero es aún peor porque no sufren por consecuencia de sus actos como la mayoría de la gente, sino por culpa de otros. En esta ocasión por culpa de unos padres demasiado preocupados por quién se quedaba con ella en lugar de pensar realmente que lo que ella quería era volver a verlos sonreír y no discutir. Pues casos como este los hay a miles, y mucho peores. La nota la puse en su mochila del cole. ¡Ja, ja, ja! Cada vez que pienso que me podían haber confundido con un ladrón... Pero mereció la pena ver su carita sonriente. Lo más bonito del mundo es una sonrisa. Recuerda bien esta frase. Es la que más me gusta de todas las que he escrito. Me encanta pensar que he ayudado a mucha gente a superar sus peores momentos. Quizá lo hago porque me hubiera gustado que alguien lo hubiera hecho conmigo. La verdad no lo sé. Es algo espontáneo.

Así, durante dos años, pasaba las noches en vela preparando las notas para las personas que necesitaban un empujón. Fueron muchos los que observé que las leían. A veces, las esparcía por distintos lugares de la ciudad sin saber quién las encontraría, y me escondía. Eso lo hacía más emocionante. Algunos las tiraban a la basura. Todavía les quedaba mucho por comprender. Otros las guardaban para siempre. Tú fuiste una de esas personas. Me topé contigo una de las mañanas que ibas a tu trabajo. Te reconocí al momento. Solía verte muchos días en el parque, jugando con tu madre. Pero aquella mañana tu cara no era la misma. Algo había cambiado en ti y no precisamente a mejor. Por eso te puse la nota. Fuiste la última persona a la que le escribí. Observé que habías recuperado un poquito de felicidad, pero unos días después volviste a recaer. Y yo actué de nuevo. No podía dejar que mi última “elegida” estuviera triste. Mereces algo mejor. Todos los que no son felices merecen algo mejor. Pero yo no soy Dios. Sólo aporto algo que he aprendido. Y deseo que las personas cambien antes de que... bueno, antes de que sea demasiado tarde.

Me gusta sentarme en el banco del parque y cerrar los ojos, escuchar el viento y sentir el calor del sol en la cara. Me gusta escuchar las risas de los niños cuando juegan. Me gusta mirar las estrellas por la noche y la luna blanca con su media sonrisa. Me gusta ver el sol esconderse tras las montañas, huyendo del ajetreo del día para dormirse en la oscuridad de la noche. Me gusta porque sé que algún día yo haré lo mismo... ¿Entiendes ahora, Blanca?

Me pregunté si la persona que estaba hablando conmigo era un poeta o si sentía esas cosas de verdad. Aunque llegué a la conclusión de que precisamente por sentirlas, se había convertido en poeta.

—Creo que lo entiendo —respondí.

—Entonces ya está, debo despedirme...

—¡Espera! —exclamé, pegándome el teléfono a la cara—. Necesito verte.

—Necesito... Esa es una palabra muy fuerte. ¿De verdad necesitas verme?

—Sí, lo necesito —contesté, completamente segura.

—Pero debes prometerme que no volverás a recaer en la tristeza.

—Te lo prometo.

—Entonces, hasta la vista, Blanca. “San Antón, 62”.

Y colgó. Otra vez el juego. Me quedé con el teléfono en la mano mientras pensaba dónde estaba la calle San Antón.

Cuando estuve en la dirección que me acababa de dar, bajé la vista. No podía creerlo, no quería creerlo. Entré en el edificio con paso firme y pregunté. Una chica joven señaló un lugar concreto y yo fui hacia allí, desando que no fuera lo que yo pensaba. Pero lo era. Lo que me había dicho ese tal Miguel me vino a la mente de golpe. “Pero debes prometerme que no volverás a recaer en la tristeza”. Era difícil prometerlo ahora que lo veía allí, tumbado, con tantos aparatos a su alrededor. Las paredes blancas me desorientaron todavía más. Era irónico que ante aquella situación que a mí se me antojaba oscura, las paredes fueran tan blancas. Me quedé en la puerta, observándolo. Era como yo, puede que incluso tuviéramos la misma edad. Y era tan perfecto. Lo había imaginado distinto, mucho mayor, pero la verdad es que era joven, guapo y me estaba esperando. Pero antes de acercarme a él, un hombre vestido con bata blanca se dirigió a mí.

—¿Es un familiar suyo? —me preguntó.

—Sí —contesté. En verdad lo sentía así—.¿Qué le pasa?

—¿No lo sabe? Hace tres años le detectaron un cáncer. Ha aguantado más de lo que esperábamos, pero ingresó hace dos días. No le queda mucho.

Todo cuadraba. Ese “porqué” del que me había hablado, esa razón por la que cambió su vida se alzaba ahora ante mis ojos. “Deseo que las personas cambien antes de que sea demasiado tarde”. Cuánta razón tenía. Es increíble que alguien tan cerca de la muerte me hiciera sentir tan viva.

Entonces noté que su mirada se posaba en mí y sonreía. Yo le imité. Me acerqué a él y le cogí la mano. Supe que mi deber era seguir con el trabajo que él empezó y que de alguna manera me había elegido él.

Cuando hablaba conmigo por teléfono horas antes parecía que tenía todas sus fuerzas. Quizá las había reservado y ahora ya no las necesitaba. No hacía falta que dijéramos nada, no era necesario. Pero él se empeñó en seguir luchando un segundo más, y con la voz quebrada pronunció sus últimas palabras:

—Sonríe ante la vida.

Hace algún tiempo leí en un libro que hay tres formas de llorar: de tristeza, de rabia y de felicidad. Aquel día yo lloré de felicidad. Había encontrado a un ángel.

Le solté la mano con delicadeza y me marché de allí. Todavía le quedaba un último suspiro, el último aliento de vida. Me alejé hacia la puerta y observé sus últimos segundos escondida, como hacía él. Vi cómo cogía la nota que le acababa de dejar en su mesita. Vi sus ojos llenos de lágrimas al leerla, lágrimas de felicidad. Vi su expresión calmada y feliz. Y vi cómo guardaba entre sus manos la nota en la que minutos antes le había escrito: “Gracias”.