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Consagración del otro navegante

Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos
Vicente Huidobro

Aunque jamás anduve por las calles de Génova,
he descubierto, al fin, a una muchacha,
a una novia de carne, de beso y de latidos,
que atándose a la piel de una sonrisa
y a la memoria triste, a la insistencia
de un silbo mutilado por la inquietud famélica de un perro,
suele afanarse organizando
la ropa donde abrigo el cuerpo que ahora uso.

Sólo requiere a cambio un agujero,
una puerta minúscula en el fondo
del sueño que musita
para que logren escapar las penas,
y unas gotas de amor en la cerveza maliciosa
que abraza escasamente los fines de semana.

Nunca se siente sola: yo acompaño
cada porción de su ternura con la pericia de mi lengua.

Si le ofrece sus manos a la ergástula supuesta en la cocina,
puedo tocar el alma de otra música.
Y es que, dándose al gozo, los ángeles que bajan
le aroman la presencia, convocados
por el clamor triunfal que desparraman las especies.

Recuerdo que hace un ciclo malogrado de versos
e infinidad de osadas tentativas,
esa muchacha y yo nos dispusimos
a coser nuestros nombres en la punta más luminosa de una estrella.

Nadie mostraba entonces confianza en la conquista
de aquel intento absurdo.
Los vecinos
trocaron parabienes en vaticinios azarosos;
una eclosión de súbitas centellas
le sustrajo a la lluvia la transparencia de su hechizo,
y la envidia, colmándose de látigos,
apostó, como siempre,
a favor de un fracaso de honduras catastróficas.

La noche pertrechaba con semejante podredumbre
su enlutada centuria de bramidos.
Y hubo, a pesar de todo,
un zarpazo de luz en las funestas profecías,
y un soplo irreverente compuso el aguacero,
y el vuelo sostenido
por la emoción nupcial de las palomas
le quebrantó los dientes a la inclemencia de la envidia.

Tal vez gracias a ello, la muchacha
y el hombre que hoy estrena caminos con mis pasos
reconocen, cosidos a su estrella,
que advenir jubilosos de un ascenso al territorio de la dicha
y demostrar que abrevan sus flores en los ojos,
tiene mucho que ver con la elección de las agujas,
la calidad del hilo y la videncia insólita
que les permite a ciertos navegantes,
a seres embriagados de insobornable pertinacia
descubrir en la sombra un arco iris.

 

Ulises resurrecto

Es cierto: siempre afirmas callando lo que sientes;
no embridas la tristeza para esquivar su grito,
y al llanto que descubren tus lágrimas recientes
las alas que le brotan lo embriagan de infinito.

Se alargan como sierpes las sombras que censuras;
en cárceles de vida tus páginas se ahogan;
la soledad te acecha con trampas que apresuras
y, a punto de exiliarse, los sueños te interrogan.

Si, como Ulises, nadie serás mientras la noche
junto a tu piel desate las brumas de su coche,
¿qué buscas en las aguas que el cíclope maldijo?

Sobre la mar, infecta de Poseidones graves,
divísanse las velas henchidas de tus naves
y en Ítaca te aguardan Penélope y tu hijo.

 

Órbita del taxista

Sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.

El martirio comienza con un grito
que cierto dios esboza cuando se juzga lastimado.
Y la piel se dispone a la mordida
disimulada en el asiento y suben,
granándose de ruidos tortuosos, las volutas
que unos dedos de brisa desparraman.

Toda la inconsecuencia del asfalto
lamido por la lengua sensual de las esquinas,
por etiquetas viudas,
por envases,
por chapas
y sorpresas afines,
avanza velozmente hacia unos párpados inmunes
donde instala el oficio su vigilia constante.

Y aparece de pronto, desterrando
la molicie reciente,
un sitio atiborrado de actitudes humanas.
Y ocupan los viajeros,
todavía con restos de otra noche,
con remanentes de penumbra derrotada en los labios,
ese mínimo espacio que aproxima
la ociosidad del cuerpo al ejercicio laborioso
y a la desolación y a los conjuros.

Yo distraigo el asombro: con un golpe
de vista identifico la efigie de los héroes
que pasan, perpetuados en monedas,
desde diversos escondites hacia las manos mías,
olorosas a grasa y a cotidianos exabruptos.
Nadie
podría imaginar con qué apetencia,
con qué deseo encadenado aguardan
por esa música elocuente que comienza en mi bolso
la inquietud de una esposa y el sueño de los hijos.

Hay algo en mis labores
que recuerda los círculos girantes de la noria:
bajan dos pasajeros y abordan otros tantos
los puestos expeditos;
si una vuelta concluye, la próxima se inicia
con el deceso airoso de la hermana.

El día se hace hoguera, remembranza de infierno,
y los heraldos del calor abultan sus carrillos
e inflaman las trompetas.
Pero yo sé que permanecen colgados de mi arrojo,
de la constancia mía,
del triunfo de los cauchos,
la esperanza y el cielo y los estómagos
de emociones vecinas o engendradas
por el impulso de mi sangre.
¿Cómo escapar entonces
del susto vertical de la canícula,
de sus dardos infieles, de la fiesta
del ojo suspendido en la mitad de su trayecto?

La tarde, sucediendo, desmenuza
su rostro de minutos
contra la oscuridad que disemina sus espantos
y exige los faroles.
Y, recién vulnerada la enseña del crepúsculo,
vuelvo a los brazos de una esposa
y a la impresión del agua,
y al olor que requiere paladares
y al sueño que alimenta los pasos de mis hijos.

Y, asiéndome a la forma de sábanas urgentes,
afirmo que es hermosa esta costumbre,
porque sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.

 

Una traición al hijo pródigo

Ante los pies del hombre
que como el hijo pródigo regresa,
que hace varias mujeres y algún libro
se impuso descubrirla,
dilucidar pausada, meticulosamente,
su envoltura,
sus pálidos centímetros,
una ciudad que invoca la sed de los velámenes,
el puerto imprescindible,
desnuda sus comercios,
las catedrales grises, los andenes.

Y en una casa propia que el tiempo les alquila
los amigos conversan,
sobre todo,
de los precios que insultan sus bolsillos escuálidos.
Bajo la noche provincial,
sin becerro, ni anillo, ni calzado,
ni túnica, ni fiesta,
recuerdan los amigos
a la muchacha rubia de caderas rentables
que amanece vestida en otro idioma,
al poeta embriagado del ruido de sus versos,
a la niña
de corazón reciente
que, sin permiso previo de sus padres,
le usurpara dos meses de quietud a las sábanas.

Y las voces infieles
desdoblan sus cuadernos de bitácora.
Antes era distinto: la tristeza
nos visitaba en ocasiones
para cobrar sus diezmos en especies o en lágrimas.
Toda remilgos blandos, la tristeza
desdeñaba los bailes,
las canciones,
la música,
los niños;
de ahí que fuera breve su estancia entre nosotros,
que la ciudad radiante festejara
con fuegos de artificio
su rápida partida, las deudas que olvidaba.

Y más allá del aire
que huye de las aceras ateridas,
más allá de ese aire que se ahoga, enclaustrado
en los cinematógrafos
y en las carnicerías
y en los parques,
sólo encuentran los ojos cierto plumaje oscuro,
un pájaro de sombras cuyo graznido gélido,
sin límites ni horarios,
embadurna los sueños, las apuestas
por los restos de luz que todavía
se arriesgan en las calles.

Y la ciudad se tiende,
dueña de su penumbra luminosa,
ante los pies del hombre
que como el hijo pródigo regresa,
que hace varias mujeres y algún libro
se impuso descubrirla,
dilucidar pausada, meticulosamente,
su envoltura,
sus pálidos centímetros.

 

Fidelidad

No es cierto lo que afirman. Tu tristeza
comulga con lo intrépido. La forma
de ignorar los designios de su norma
resulta para el hombre otra torpeza.

Duele su inmediatez. La gentileza
de su lívida máscara conforma
el hastío mordaz con que la horma
del zapato más gélido tropieza.

Nunca podrás vencerla. Te acompaña
con más fidelidad que la cizaña
junto a la oreja dócil. Se resiste

tu cuerpo a su presencia, pero en vano.
Andar con tu tristeza de la mano
es la mejor manera de ser triste.

 

Marinero en la bruma

Oscurece de pronto. La tormenta
desata soledades y pavura,
y en una mar de atroz envergadura
cabecea tu esquife. La violenta

vibración de un relámpago y su hambrienta
dentellada en la carne de tu hechura,
tornan la intrepidez en amargura
y, envuelto en la vorágine que inventa

contra el hombre la vida, te sorprendes.
La oscuridad se alarga y no comprendes
la violencia del golpe junto al labio.

¿Cómo decir después que aguardaremos
el triunfo, si en las manos faltan remos
y brújula y sextante y astrolabio?

 

Más que de soledad

Más que de soledad, el hombre muere
de ignorar compañías. La rudeza
del tiempo que sus gritos adereza,
es una espada indócil que nos hiere

sin mostrarnos el filo. Quien prefiere
sumergir en alcoholes la cabeza,
sepulta en una nube la destreza
que para hendir la sombra se requiere.

Si uno decide mejorarle al día
el entrecejo atroz con la homilía
de ungüentos y eficientes cataplasmas,

la incertidumbre ciñe su atropello
como una cuerda en el temblor del cuello
que no aprende a vivir con sus fantasmas.

 

Las verdades al tonto

Nunca descenderás de tu colina.
Herido por los crímenes que afronto,
comprendo al fin que tu papel de tonto
alguien, en tu lugar, lo determina.

¿Piensas que no mereces ni una parte
mínima del festejo? Siempre sube
a la embriaguez mullida de una nube,
también con tu concurso, quien reparte.

Yo, que aprendí tus lágrimas, presiento
que a pesar de las órdenes y el viento
desistirás de múltiples batallas.

¿Por qué lanzar tu cuerpo al sacrificio
si, después de salvado el precipicio,
cuelgan sobre otro pecho las medallas?

 

La mano junto al remo

No eres el marinero que alucina
con una tierra inexistente. Busca
más allá de la línea donde ofusca
la noche su descenso, e imagina

que, vulnerada la infernal cortina
de la niebla en tus ojos, una brusca
sacudida del tiempo hará que luzca
frente a ti el horizonte. Quien inclina

sus brazos a la inercia, siempre boga
cegado por el hambre de la soga
que alrededor del cuello suponemos.

Y en esta lucha sobre un mar insano,
la costa será sólo de la mano
que no abandona en su dolor los remos.

 

Rasguños perdurables

Hay días que se asoman con el ceño fruncido a las ventanas.

Caen despaciosamente,
como una larga lluvia de osamentas inútiles,
ante los pies marchitos que se ajustan de pronto a sus zapatos
y se pueblan de costras
y acatan los dobleces con que nos llama el tiempo
a la desolación de sus caminos.

Hay días sin color que les estrujan el cuerpo y las pisadas
y el cigarro y las lágrimas y el lecho,
a quienes no consiguen atarse a las mareas
ni ascender a los barcos que abandonan las dársenas inmundas.

Basta un descuido ajeno, algún cerrojo mínimo
dispuesto a no cerrarse cuando debe,
y un viento lacerante clava su dentadura en los cristales,
corrompe transparencias, aproxima
sus latidos de polvo a los latidos que se adoran,
y nos transforma en páramo la casa
y esta costumbre humana de amar y de dolernos.

Hay días azarosos, turbios, empecinados
en hacernos creer que les usurpan las bondades tangibles a los otros.
Se acercan con el rostro irreverente de un domingo cualquiera
y en realidad son días laborables,
días que suelen sorprendernos habitando en el ocio,
y uno debe lanzarse a las arenas movedizas
con la razón sin mangas y el equipaje a medias.

Hay días que destierran los deseos,
días de suerte borrascosa, días
que perduran tatuados como insolentes gritos,
como arañas sin sueño,
como puntos sangrantes en las vivencias físicas del hombre.